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El faro extraviado de las sociedades Opinión

El faro extraviado de las sociedades

Pareciera que hoy la convivencia nacional y mundial vive su momento de profunda oscuridad. La sinrazón o la brutalidad de cada acción del lado más indiferente del ser humano.


Habitualmente se han clasificado etapas de la historia como “oscuras”, por ejemplo, se hace hincapié en buena parte de la Edad Media y sus atrocidades, pero en realidad no hay momento ni etapa de todo lo acontecido hacia atrás que no esté impregnada de lo oscuro. Para las niñas y los niños cada noche en que se apaga la luz, conviven y enfrentan la oscuridad y eso es desafiante, porque sus sentidos pierden control y lo que ocurre puede tornarse desconocido y genera miedo. Quedar sin luz, cerrar los ojos, es quedar ciego momentáneamente. Quedar ciego de forma permanente de un momento a otro, sin aviso, se convierte en total indefensión.

Si bien aquello puede ocurrir perfectamente en términos materiales y reales, igual puede ocurrir en términos abstractos y metafóricos, porque la humanidad hoy se enfrenta a la deriva de la ceguera total. La ciencia, con su clarificadora luz o con su densa oscuridad, ha consumado la erosión de lo permitido y peligrosamente empuja al vértice de lo inmanejable alojado en el límite de la deriva ciega. Nadie puede decir hoy cuál es el límite, no hay límite, hay desborde.

Seres humanos que no podrán manejar sus pensamientos o, peor, seres humanos que les roban sus pensamientos y se los controlan. La ciencia erosionó lo permitido, abrió la caja de Pandora y ya no tiene voluntad de atajo. ¿A quién le sirve la ciencia? ¿O a quién sirve la ciencia? ¿El dominio de nuevos conocimientos es democrático al servicio de un mundo mejor, o es selectivo para alcanzar cada vez más dominación? ¿Es posible reeducarnos para reimaginar nuevas bases para otro tipo de mundo, existencia y convivencia? ¿O se ha profundizado sin retorno la ciencia y la técnica como la verdadera ideología?

Ciertamente, varios cientos de años atrás, si no miles, la única alternativa de sobrevivencia que tenían los aguerridos aventureros de los mares más oscuros e indescifrables era una potente luz como guía. Por ahí se discute si el antiguo pueblo fenicio fue uno de los primeros en dar con la fórmula de enfrentar la navegación a ciegas. Se escribe que armaban y ocupaban potentes hogueras en las proximidades de las costas para que, sobre todo de noche, proporcionaran la suficiente luz que permitía salvar vidas en la complicada navegación iracunda. El domino de lo inexplicable para ellos, tenía chances a través de la luz. 

Con el paso de los cientos de años y con el mar como aventura segura a propósito del crecimiento exponencial de las rutas de comercio, la técnica se comenzó a perfeccionar y ser cada vez más necesaria para sortear las peligrosidades. Al cabo de más tiempo, ya los faros erguidos en las puntas de las costas, roqueríos o en los riscos, se contaban por más de 10 mil en el mundo. Su función siempre fue clara: dar luz para sortear las corrientes y sobrevivir. 

Muchas historias, cuentos y relatos existen, porque en todo el mundo la cantidad de veces que los faros y los fareros salvaron vidas se cuentan por miles. Sin ir más lejos, el gran Julio Verne escribió la novela El faro del fin del mundo, que entre sus páginas nos habla de un faro que quedaba en el extremo sur del mundo –la Patagonia–,  donde ocurrieron hechos de vida, de muerte y de heroísmo encarnado en su entrañable personaje Vázquez.

Vázquez, víctima y testigo de cómo decenas de piratas inescrupulosos querían apoderarse de una tranquila y bella isla, movidos por la codicia y el poder. La misma codicia y poder que hoy tienen al mundo en su diario desvelo. La IA con sus extravagancias y extralimitaciones, el poder trasnacional del dinero y su interacción con el orden (desorden) geopolítico sediento bajo las órdenes de un puñado de descerebrados que no han comprendido que su lugar en el mundo no es el de pequeños dioses que pueden jugar con cada alma sintiente y viviente, dejando miles de muertos inocentes a diario. Solo el poner esos dos ejemplos genera un estado de incertidumbre, de caos y de oscuridad difícil de sortear, ¿dónde puede estar el nuevo faro de sobrevivencia? 

No sabemos si la crisis distópica descrita más arriba se podrá sortear, pero sí podemos generar paliativos en aquellos que aún no han nacido y, a través de ellos, confiar en la generación de nuevas esperanzas para un rearme de la sociedad. Injusta y malamente se hacen burlas con el término de la “generación de cristal”. Se les describe como al extremo sí sensibles y delicados, sin embargo, se ignora que no hay elemento más transparente y puro que justamente un cristal. La generación de cristal y la que aún no ha nacido, deben ser la nueva conciencia de un mundo sin rumbo. El camino para acompañar esa conciencia es, sin duda, un nuevo esquema o tipo de valoraciones que estén a su altura.

Ese esquema debería ser profundizado y pulido, no por un sistema “educacional” que en realidad es instruccional y carente de todo sentido, debería ampararse en un aprendizaje profundo con sentido de pertenencia y arraigo con el medio que lo circunda, haciéndose cargo de la desigualdad reinante y no entrando en una carrera loca empinada, profundizadora de las inequidades por competencias.

La tarea es nacional y mundial, porque es el mundo y las siguientes generaciones las que están en juego. Un grande proponía: “Cambiar la educación para cambiar el mundo”. Chile debe hacer la tarea y tomar el camino de la innovación, quizás es una de las claves que permite atreverse a pensar en un nuevo qué aprender, cómo aprender y para qué aprender. Es quizás nuestra única y última gran esperanza, porque mientras exista vida, existe esperanza, es el faro que no debe apagarse jamás.     

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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