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Las izquierdas entre reformas y contrarreformas Opinión

Las izquierdas entre reformas y contrarreformas

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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En un momento en que los tecnopopulismos de centro  (tipo “5 Estrellas” en Italia) y la derecha radical de discurso neopatriota (Sanahuja, 2019) y estilo populista despuntan como alternativas reales, conviene no parapetarse en discursos excesivamente culturalistas (o civilizatorios, como gustan decir), recuperar cierto universalismo definitorio y, sobre todo, recordar que la contrarreforma católica, aunque sancionó la corrupción e impuso la disciplina jerárquica, mantuvo un sectario “Extra Ecclesiam nulla salus” («Fuera de la Iglesia no hay salvación») de tono moralizante, que la hizo indigerible para los sectores reformistas, consumando una ruptura irreversible.


El 31 de octubre de 1517, una verdadera revolución aconteció para la cristiandad occidental –la raíz del Occidente contemporáneo antes de la Modernidad–, cuando un monje agustino clavó en la puerta de la Iglesia de Wittenberg 95 tesis cuestionando la venta de indulgencia al interior de la Iglesia, incoando un tema de fondo que le apartaría del catolicismo: la justificación por la fe. Y aunque el cisma de Lutero no fue original –antes estuvieron Valdo, Wycliffe y Huss– significó  la división definitiva en la adhesión a Roma. La simonía y el nepotismo habían ido carcomiendo la lealtad a la jerarquía religiosa, por lo que se sucedieron diversos “separatismos religiosos”: Melanchton, Zwinglio, Calvino o los anabaptistas. El emperador Carlos V reaccionó hostilizando a los príncipes protestantes que protegían a Lutero, aunque Roma tardaría hasta 1545 para impulsar su “contrarreforma” dogmática a las escisiones religiosas. Las querellas se multiplicaron localmente hasta alcanzar dimensiones de conflicto central y hegemónico (T. H. Carr) en la Guerra de los Treinta años, que concluyó con Westfalia hacia 1648.

La historia de las controversias intestinas del colectivismo guarda cierto parecido con la fragmentación del cristianismo occidental desgarrándose entre reforma y contrarreforma. Aunque los socialismos apuntan a una filosofía política del siglo XIX –coincidiendo con aquella etapa en que la fe se trasladaba de la religión a la ciencia y la razón–, tuvo antecedentes en el siglo XVIII con Tommaso Campanella o Morelly. A principios del siglo XIX,  Robert Owen en Gran Bretaña y Henri de Saint-Simon en Francia, seguirían dicha tendencia, aunque el punto 0 (cero) del socialismo acaeció en 1848 con la publicación del Manifiesto de la celebérrima frase «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo». En adelante, los precedentes fueron clasificados como “utópicos” por el marxismo (Friedrich Engels, 1880) y considerados “no científicos”, siguiendo a Proudhon (1840), que imaginaba una sociedad gobernada desde el conocimiento científico, bajo la soberanía de la razón.

El utopismo socialista revivió en la segunda década del siglo XX, cuando diversos sectores apelaron al “socialismo democrático” para rechazar métodos violentos y política autoritaria, proponiendo en su lugar la superación del capitalismo desde la base social. Algo antes y paralelamente, la socialdemocracia alemana apostaba por el pluralismo político como medio democratizador integral, con dos instrumentos: sufragio y sindicalismo. Bernstein y Kaustsky encabezaron esta revisión, considerada demasiado gradualista para el Politburó. Por aquellos años, un exdiputado del Partido Comunista italiano, Antonio Gramsci, escribía desde la cárcel sus influyentes Cuadernos –publicados póstumamente–, planteando una de las contribuciones más sustantivas del marxismo, la hegemonía cultural –de notable eco en la rebeldía de la actual ultraderecha obsesionada con las Guerras Culturales–, y que en su tiempo tuvo el valor de sugerir que la propia teoría marxista era una “superestructura”.

Las estructuras organizacionales de izquierdas no estuvieron ajenas a esta mitosis: una Asociación Internacional de Trabajadores nació en 1864 pero se escindió en 1872, producto de las divergencias entre marxistas y anarco-colectivistas de Bakunin. Una Segunda Internacional federó a partidos socialistas y laboristas en 1889, reorganizándose en 1923 como Internacional Obrera y Socialista, que desde 1951 es la Internacional Socialista. Sin embargo, era demasiado “bajas calorías” para Stalin –que la tildó de oportunista–, por lo que privilegió la Tercera Internacional o Komintern, surgida del bolchevismo en 1919, hasta que fue reemplazada por la Oficina de Información de Moscú en 1947. El rival de Stalin, León Trotski, fundó su Cuarta Internacional en el exilo de 1938. Desde luego no todo fue división, el paréntesis de unidad antifascista animó la creación de Frentes Populares en Francia, España y Chile a fines de los años treinta.

La izquierda latinoamericana también experimentó sus propios conflictos endógenos. A principios del siglo XX, grupos de inmigrantes, artesanos y obreros nativos exigieron cambios profundos para reconstruir sus sociedades sobre bases no capitalistas. Nacieron partidos comunistas en Argentina (1918); Uruguay (1920); Chile y Brasil (1922); Cuba (1925) y México (1929). Algunos respondían a las transformaciones de partidos socialistas, como Chile, y otros eran noveles, teniendo participación gubernamental en el Frente Popular chileno de 1938 o en el Gobierno de João Goulart en Brasil de 1961. Hubo además propuestas sincréticas, como en Perú el indoamericanismo de Víctor Raúl Haya de la Torre y su APRA (fundado en México en 1929), y particularmente José Carlos Mariátegui y su originalísimo enfoque indigenista que trazaba una continuidad entre comunidades campesinas del Incario y el marxismo moderno.

El parteaguas de la izquierda latinoamericana cristalizó con la canonización de la Revolución cubana y la teoría del foco revolucionario del Che Guevara y Régis Debray. La pregunta «¿cómo hacer la revolución a partir de la experiencia cubana?» fue respondida desde la ruptura capitalista del “dependentismo”, más una revolución que combinara sectores pequeño-burgueses y base campesina. La apelación a factores subjetivos –voluntad para acelerar– entrañó una seria crítica a la estrategia de cambios graduales a largo plazo de los partidos comunistas. El sesgo parainstitucional marcó al guevarismo que se proyectó en la generación de una Nueva Izquierda Latinoamericana para “Hacer la revolución” (Aldo Marchesi, 2019). La propia “vía chilena al socialismo” y su opción de transición pacífica por medio de la democracia liberal, tampoco convencieron a La Habana, aunque mantuvo lazos políticos con la Unidad Popular. Además, las divergencias chino-soviéticas se proyectaron sobre referentes maoístas en Brasil, Argentina y el Perú.

La Guerra Fría había polarizado las lucha entre derecha e izquierda hasta que, en 1968, la primavera en el Este y un encendido mayo francés eclosionaron en nuevas discusiones. La lectura crítica de Frankfurt produjo un afán de distinguirse tanto de la “alienación capitalista” como del autoritarismo de los regímenes comunistas en Europa. Le seguirían el eurocomunismo y los reformistas de Centroeuropa. La “renovación” entraría en el diccionario del socialismo chileno en el exilio, constituyendo una facción en el pleno de Argel de 1978, que prefiguraría la escisión.

El colapso de la Unión Soviética desató otra crisis. En Europa los partidos socialdemócratas tomaron la opción del consenso tecnocrático y de “Tercera Vía” (Giddens, 1998), enseña del nuevo laborismo de Blair. Varios partidos comunistas languidecieron y algunos se aliaron con otros referentes para formar plataformas de centroizquierda, como en Italia. En América Latina, Cuba sobrevivió en un “período especial”, mientras los sandinistas salían del poder tras ser derrotados en las urnas. Una parte relevante de la izquierda revaluó su aproximación a las instituciones demoliberales, también entre sectores guerrilleros en Centroamérica (el FMLN del Salvador), Colombia (M-19) y Uruguay (Tupamaros). La izquierda se fue desmovilizando, y el sindicalismo declinó. Las expectativas de cambio de parte de la exmilitancia guerrillera se mudaron a los movimientos sociales.

Las movilizaciones llenaron el vacío contestatario, con las indígenas especialmente estridentes en Bolivia, Ecuador –que paralizarían en más de una ocasión al Gobierno con huelgas y bloqueos carreteros– y México con los neozapatistas chiapanecos, precozmente diestros en la web. Las exigencias de una democracia “participativa”, “de base” o “protagónica” comenzaron a circular apuntando a las mayorías para decidir sobre asuntos públicos, más allá del sufragio periódico.

En contra de la reforma o adaptación al canon liberal y capitalista, el alemán Heinz Dieterich y el ruso Buzgalin acuñaron el “socialismo del siglo XXI”, centrado en la atenuación de la desigualdad mediante la ampliación democrática de la justicia social. István Mészáros, Ralph Miliband y Tomás Moulian les siguieron, cuestionando el consenso de Post Guerra Fría desde una mirada posmoderna y poscolonial. Se constata que la crisis del metarrelato –que apuntó premonitoriamente Lyotard en La condición posmoderna (1979)– había dejado a la izquierda en un “locus” oscuro desde el cual comenzó a divisar haces de luces en los minirrelatos que consagraron la diferencia mediante la irrupción del “Otro” en saberes, valores, identidades culturales y símbolos. Era el “determinismo local” de Hopenhayn (1987), que no es otra cosa que los particularismos.

La ola rosada o Nueva Izquierda –la segunda históricamente– iniciada con Chávez recogió varios de estos postulados, aunque adaptándolos. El bolivarianismo recargado declaró la complementariedad entre proyecto contrahegemónico y su masividad, rompiendo con la socialdemocracia de revisionistas y renovados, por abandonar la estrategia insurreccional, aunque distanciándose del elitismo revolucionario de los imaginaros jacobinos. El evismo en Bolivia, con su énfasis identitario, enfatizó la especificidad histórica cultural del proyecto suma qamaña (Buen vivir).

Otros casos, como la revolución ciudadana correísta y los 12 años de los Kirchner, implicaron nuevas gramáticas entre elites y movimientos, aunque sin renunciar al clásico verticalismo. Colombia, Chile y Perú, sin experimentar estas alianzas entre nuevos y viejos actores (aunque sí el tema de la “inclusión” del bacheletismo), vivieron un protagonismo de la calle –con un repertorio temático que iba desde la ecología, etnicidad y feminismo– antes de sus estallidos de 2019-2021. Concurrieron junto a la legítima demanda de dignidad, siempre postergada, la denuncia contra un sistema de despojos y vejámenes verídicos por parte de colectivos excluidos y discriminados, y activistas empáticos, aunque siguiendo la trama de la novela de Melville de una lucha entre una irracional ballena blanca (Moby Dick) y el racional revanchismo obsesivo del capitán Ahab.

Las cuestiones posmodernas e identitarias estaban en la definición de esta novísima nueva izquierda, la tercera en rigor, que se confirmó con el giro electoral pospandémico en Colombia y Chile. Sin embargo, “no todo lo que brilla es un ciclo” –dice Manuel Canelas en un reciente artículo–. Primero, porque la regla post-COVID fue que el Gobierno de turno era desplazado por la oposición; segundo, por la especificidad de cada izquierda. La demanda identitaria andina de Castillo en Perú es sustancialmente distinta al proyecto progresista de Boric y Petro, que a su vez dista de la coalición amplia del candidato Lula con centristas (Alckmin en la fórmula), más guiños a las empresas privadas, conforme al “Estado logístico” (Cervo, 2009). Caracas y Managua, en cambio, tienen trayectorias que las aproximan más a Bukele que a las anteriores. En síntesis, un mosaico.

En un momento en que los tecnopopulismos de centro (tipo “5 Estrellas” en Italia) y la derecha radical de discurso neopatriota (Sanahuja, 2019) y estilo populista despuntan como alternativas reales, conviene no parapetarse en discursos excesivamente culturalistas (o civilizatorios, como gustan decir), recuperar cierto universalismo definitorio y, sobre todo, recordar que la contrarreforma católica, aunque sancionó la corrupción e impuso la disciplina jerárquica, mantuvo un sectario “Extra Ecclesiam nulla salus” («Fuera de la Iglesia no hay salvación») de tono moralizante, que la hizo indigerible para los sectores reformistas, consumando una ruptura irreversible.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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