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¿Por qué “el loco” Milei se convirtió en el gurú de la derecha chilena? Opinión

¿Por qué “el loco” Milei se convirtió en el gurú de la derecha chilena?

Germán Silva Cuadra
Por : Germán Silva Cuadra Psicólogo, académico y consultor
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Hace un par de meses, Milei convocó a un auditorio nada de despreciable en Santiago. Y llegaron los mismos enrabiados, pero con Chile, y deliraron como si estuvieran asistiendo a un recital de una banda de rock pesado. Gritaron, igual que él; subieron videos insultando a sus rivales, igual que él; lloraron, igual que él; y prometieron barrer con todo, igual que él. Sin embargo, pese al éxtasis y admiración que les provoca este argentino desequilibrado, la derecha extrema chilena de a poco ha ido asumiendo que lo refundacional es propio de las campañas e, incluso, de las elecciones, pero no de la realidad.


En el escenario se aprecian varias figuras de leones. En medio de gritos, luces y bengalas, aparece un hombre eufórico, vestido como esos monos animados que usan siempre la misma ropa. Luce un traje gris –que a veces intercambia por una chaqueta de cuero negra, como esas del Tercer Reich–, camisa celeste y corbata. Levanta las manos ante un público que delira y comienza a cantar, pero no es un rockstar. Se llama Javier Milei, tiene 52 años, es un diputado –que no ha asistido un día al Congreso–, soltero, sin familia ni hijos, acompañado de cerca por una mujer que vigila sus pasos. Y aunque de lejos parece que fuera su pareja (por la complicidad con que lo mira), resulta ser su hermana. Y se inicia el espectáculo, al estilo de los pastores evangélicos americanos.

El delirante Milei –que se ganó el apodo de “el loco” de joven, cuando era arquero de Chacaritas Junior– desaparece unos segundos del escenario y reaparece ahora disfrazado de superhéroe, con antifaz y una capa negra. Sube la voz, grita, insulta, llora, pero principalmente promete romper con todo, eliminar el Estado, barrer con los políticos –pese a que él es parlamentario–, con los Kirchner, con los “zurdos de mierda”, con el Banco Central, con lo que se cruce por delante.

Empapado de sudor dice que el Papa –argentino, por lo demás– es el representante del demonio, que romperá relaciones comerciales con China, que se saldrá del Mercosur y que, en nombre del mercado y la libertad, se podrían vender y comprar órganos humanos. Incluso deja entrever que se podría adquirir un niño.

El público entra en éxtasis. El show termina con una imagen majestuosa de un león, similar al de la película El Rey León, que se apodera del escenario. El diputado levanta los brazos, visiblemente agotado. En las pantallas laterales al escenario, como en los recitales, aparece una frase simple pero poderosa: “Milei 2023”. Fin.

Pero Milei no es un predicador, ni un rockstar, ni un actor dramático, sino un candidato a la presidencia de Argentina. El economista, parlamentario –aunque dice que no es político–, líder del Partido Libertario, que se declara anarcocapitalista, aborrece al Estado, niega el calentamiento global, admira a Margaret Thatcher –¿qué pensarán los veteranos de La Malvinas?– y aboga por la libertad total, por lo que legalizaría las drogas, sin embargo, se opone al aborto. Contradicciones propias de un político y un perfil muy similar al que ya conocemos de Trump o Bolsonaro, y que tienen su espejo en el otro extremo –mostrando los mismos rasgos de personalidad narcisista, mesiánica y fanática–, en Nicolás Maduro.

Lo cierto es que, más allá de las extravagancias, del lenguaje grosero, de sus ideas delirantes, de su intolerancia –se descompensa cuando le muestran otros puntos de vista–, de su puesta en escena violenta –con insultos y mirada amenazante a sus rivales, panelistas y conductores de programas–, de que descalifica a los otros diciendo que no están a su altura intelectual y sus propuestas refundacionales para la Argentina, más de siete millones de argentinos votaron por él (obtuvo la primera mayoría) en las primarias presidenciales.

Claro, cuando un país vive una crisis permanente y la corrupción es parte del paisaje, cuando se tiene una inflación del cien por ciento y la política es sindicada como la causa de todos los males, no extraña que surjan estos personajes que canalizan la rabia, el desencanto y la desesperanza. En Milei se reflejan los que están hartos, los jóvenes que emigran buscando mejores horizontes e, incluso –y esta es la paradoja más grande–, aquellos que han estudiado gratis en la universidad, así como también los que por décadas pudieron calentar e iluminar sus casas gracias al subsidio –cubría el 70%– que entregaba el Estado, ese que Milei odia y que, de seguro, le ayudó a su padre –un simple chofer de colectivo– a ahorrar para juntar los fondos que le permitieron financiar sus estudios en un establecimiento privado, un privilegio de unos pocos en Argentina.

Cuando llegas a un punto en que estás harto, enrabiado, el que es capaz de prometer tirar la cadena o entregarte un chaleco salvavidas cuando eres un náufrago en medio del océano, pasa a ser una especie de mesías, de Dios. Por eso la gente se identifica con estos sujetos extremos que ofertan refundarlo todo. No importa que sepan que eso no es posible, que sus problemas no se resolverán por obra de magia, que dolarizar implica entregar la soberanía a Estados Unidos, que eliminar los ministerios de Salud o Educación los dejará desprotegidos, que cortar las relaciones comerciales con China y Brasil –los dos principales socios comerciales de Argentina– provocará la ruina de millones de personas.

¿Pero a tanto llegan la rabia, la frustración, la bronca, como para que puedan sentirse identificados con alguien desequilibrado, que dice ser superior moral y físicamente –como pensaba Hitler–, que cree que se puede traficar órganos humanos (te imaginas cómo los pobres venderían sus riñones y los de sus hijos), que insulta, grita y se descontrola?

A lo mejor, Milei amplía el voto castigo que capturó en primera vuelta e, incluso, hasta llega a convertirse en presidente, aunque –como dice el analista argentino Carlos Pagni– tendrá que demostrar que tiene estabilidad emocional, un requisito que, lamentablemente, no es indispensable para gobernar un país. Ejemplos tenemos muchos en el mundo.

El populismo y las visiones extremas son males que se han posicionado en el mundo, producto de la desesperanza. En Chile se fue incubando un ciclo de polarización que tuvo su origen en el choque de proyectos políticos entre Bachelet y Piñera –que parecen entusiasmarse con eso de la “tercera es la vencida”– que duró 16 años.

De ahí vino un tsunami que se expresó en el estallido social de gente harta de la desigualdad, la colusión, los Penta y SQM. A continuación, el 80% quiso romperlo todo, expresado en el cambio de la Constitución. Luego, vino la Lista del Pueblo que prometió refundarlo todo, sintonizando también con la rabia, pero el péndulo giró rápido y, de la misma forma, apareció después la bronca, la frustración contra los que habían prometido cambiar el país, y que pronto se dieron cuenta de que era imposible. Y apareció Republicanos, que ahora –al igual que los otros– logró capturar también el desencanto.

Hace un par de meses, Milei convocó a un auditorio nada de despreciable en Santiago. Y llegaron los mismos enrabiados, pero con Chile, y deliraron como si estuvieran asistiendo a un recital de una banda de rock pesado. Gritaron, igual que él; subieron videos insultando a sus rivales, igual que él; lloraron, igual que él; y prometieron barrer con todo, igual que él. Sin embargo, pese al éxtasis y admiración que les provoca este argentino desequilibrado, la derecha extrema chilena de a poco ha ido asumiendo que lo refundacional es propio de las campañas e, incluso, de las elecciones, pero no de la realidad. Las sociedades no están dispuestas a borrar sus avances, como el aborto o divorcio.

Hoy, Republicanos sabe que su proyecto constitucional tiene altísima posibilidad de ser rechazado –el 60% dice que votará “En contra”, pese a no conocer el texto, igual como le pasó a la Lista del Pueblo, su espejo– y que, si eso pasa, se derrumbarán igual que sus pares de extrema izquierda dos años antes. Porque, aunque a los republicanos les gustaría ser como Milei –varios lo han declarado, como Axel Kaiser–, también han comprobado que los Johannes o los De la Carrera no sintonizan bien con los chilenos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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