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Peep Show: tarde llegaste a mi vida Crítica de series de TV

Peep Show: tarde llegaste a mi vida

Todo lo que sucede en el micro mundo de Peep Show (O’Connor, Armstrong, Bain, 2003), permitiéndome el chilenismo, es absolutamente al chancho. Tan excedido aunque verosímil a la vez. Su mirada a las inconsistencias del ser humano es tan brutal, que la risa opaca al llanto.


En qué estaba cuando ignoré esta pieza maestra de la televisión del Siglo XXI.

Confieso haberla ignorado porque era parte de la programación del canal argentino ISAT hace 10 años, pero nunca me tomé la molestia de ver sobre qué iba. Mea culpa. Afortunadamente, con Netflix nunca es tarde.

Todo lo que sucede en el micro mundo de Peep Show (O’Connor, Armstrong, Bain, 2003), permitiéndome el chilenismo, es absolutamente al chancho. Tan excedido aunque verosímil a la vez. Su mirada a las inconsistencias del ser humano es tan brutal, que la risa opaca al llanto.

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No es fácil aceptar lo que se propone. Es como cuando te comes la primera ostra de tu vida. Pero sí superas la temporada 1, podría entenderse que estás vacunado. A partir de ahí, la vacuna se convierte en droga, y esa extraña sensación de no poder parar, se apodera de tu mente y cuerpo. En adelante, querrás saber -obsesivamente- qué palabras emanan de las bocas de Mark Corrigan (David Mitchell) y Jeremy Usbourne (Robert Webb), y de los sorprendentes contextos en las que ellas fluyen.

Donde dije palabras, debe decir látigos. Todo es novedad en esta sitcom. El punto de vista de la cámara es arrogante, incluso impertinente. Aunque cuesta entrar en el juego de los encuadres subjetivos; una vez ahí, la representación se vuelve tan natural, que todo el código audiovisual acumulado en nuestra cabeza nos parece aburrido. Las formas de la vieja escuela no tienen espacio en esta propuesta. Porque no se trata de algunos guiños a la cámara interpelando al público (como en House of Cards o The Office). En el universo Peep Show, en todo momento vemos a través de los ojos de los personajes.

No existen partes o lugares privados. Todo es tan público, que la audiencia de esta comedia se transforma en vouyers con oficio, cuando no se termina derechamente coqueteando con algún fetiche contemplado en los manuales de psiquiatría. Yo soy mirón, tú eres mirón, él o ella es mirón-mirona. Nosotros, vosotros, y por cierto ellos, Mark y Jez.

Los diálogos son otro caso de estudio. En ellos habita lo que por estos lados se conoce como «doble estandar». Es decir, pensar una cosa y decir lo contrario, en un juego que viene a demostrar que en el terreno de la comedia negra, se puede vivir en el cinismo permanente sin una gota de culpa. De hecho, tal como se expone, el cinismo no sería ni mejor ni peor que la honestidad al 100%. Se puede crear una armonía social en torno al mismo. A los protagonistas de la serie les resulta imposible escapar de esa dualidad, y tal como si fueran políticos experimentados, sus pensamientos pasan por el filtro emulsionante de sus lenguas. Aunque esa no sea una regla que se cumpla siempre.

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Los actores, además, son una delicia. David Mitchell es toda una celebridad mediática que posee una elaborada opinión política cuyas referencias se pueden encontrar en sus columnas en el diario The Guardian.

Siempre nos quedaremos cortos al hablar de Olivia Colman. Una súperclase cuyo trabajo dramático en televisión le ha valido reconocimientos (Broadchurch, y también la mini serie disponible en Netflix, Run), aunque sus dotes para la comedia son evidentes cuando interpreta a Sophie en Peep Show, el objeto de deseo de Mark.

Robert Webb, es dueño del 50% de las sandeces que aparecen en los 20 y tantos minutos del programa, e interpreta al inquilino (que vive gratis) de Mark. El personaje entrañable es SuperHans, interpretado por Matt King. SuperHans, todo junto, es ese amigo artista que todos tenemos, cuyo gran talento no es el creativo, sino su conocimiento en profundidad en materia de drogas. Un tipo casi siempre relajado, obvio. Vamos, una sanguijuela, pero una entrañable. The Guardian la ha tachado como ese amigo imprescindible que todo soltero independiente necesita. Sobran las explicaciones.

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La mayoría de las escenas están situadas en un barrio de Croydon, en el sur de Londres. Un territorio sin brillo especial ni arquitectura sofisticada. El departamento de Mark, salvo por las terminaciones de primer mundo (calefacción central, ventanas con vidrio doble), podría confundirse con alguno de tamaño medio en Santiago. No hay nada atractivo en términos urbanos, lo que nos instala en la cultura de la mediocridad de los habitantes de una ciudad globalizada. Y digo mediocridad sin ser peyorativo. Creo que la serie es una acto de reivindicación de lo promedio. Ya sabemos que pasa cuando se habla de excelencia.

Se trata de una realidad por instantes lejana, pero que no llega a ser del todo ajena. Simplificando algunos datos de contexto, podríamos decir que los personajes son universales. No hay límites para el humor negro en la comedia del Reino Unido. Se ríen de todos, pero con ellos son implacables. No hay miedo a mostrar los defectos. Quien lo quiera comprobar puede mirar Little Britain, otra de las joyas de la corona de la TV inglesa, donde la escatología tiene un tratamiento sofisticado, si es que eso es probable.

Es imposible seguir hablando de este programa sin soltar algún spoiler. Es mejor vivirlo. Se comenta que la risoterapia resulta más barata que ir al psiquiatra. Pues bien, Peep Show da la oportunidad de reírnos de los otros sin culpa, sin daño colateral. Pero hay una trampa: al hacerlo nos estamos riendo de nosotros mismos. Somos malos. Supongo que ya te habías dado cuenta la humanidad buenita todo el rato, no existe.

Las 7 primeras temporadas están disponibles en Netflix. La octava y la novena, ya sabes donde encontrarlas. Y la décima, se comenta en Londres que llegará pronto. La historia de este par de seres humanos que viven en la ciudad más globalizada del planeta, no ha acabado, para beneficio de nuestra salud mental.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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