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Crítica de cine: “Mr. Kaplan”, el viejo y la luz del mar Una cinta escrita y dirigida por el realizador uruguayo Álvaro Brechner (1976)

Crítica de cine: “Mr. Kaplan”, el viejo y la luz del mar

Con un lleno total se exhibió por primera vez en Chile, dentro de la programación del XIV Festival de Las Condes, esta película protagonizada por el actor nacional Héctor Noguera, una obra que además, se encuentra en la puja por quedarse con el galardón correspondiente a los largometrajes foráneos, en la próxima edición de los Goya españoles. Una comedia provista de secuencias jocosas e hilarantes, que se inserta en esa llamativa tradición cinematográfica rioplatense, de rodar piezas inspiradas en singulares tipo humanos, que pertenecen a las comunidades judías afincadas en esas regiones. Con un lente austero y algunos problemas en el montaje, sobresalen, no obstante, los desempeños del experimentado intérprete santiaguino y de su colega montevideano, Néstor Guzzini.


“Quiero estar sano para revisar minuciosamente mi desamparo”.

Claudio Bertoni, en Adiós

kinopoisk.ru

Por instantes, Mr. Kaplan (2014), el crédito redactado y dirigido por el cineasta uruguayo Álvaro Brechner (1976), amenaza con convertirse en un título notable. Pero se queda en eso, en el conato, en el anuncio, en la advertencia, sólo en las letras del afiche: pues termina por faltarle el punto final, la última toma, ese plano rutilante, que sólo el oficio y la mirada preñada de un lenguaje cinematográfico muy pensado, permiten alcanzar.

Creo que sus fallas –menores si se analiza la totalidad del filme-, se deben a ciertos vacíos de la historia, contenidas en su guión, y a pequeñas decisiones no resueltas, de una manera óptima, en el laburo de la sala de montaje, en las opciones que se presentaban para enlazar satisfactoriamente, una seductora narración visual; las de un relato que respira entre las habitaciones estrechas de un sencillo departamento emplazado en Montevideo, y la luminosidad casi quemada y reventada, de sus playas, de esas costas de agua plateada y extrañas, que rozan y detienen, los bríos del océano Atlántico.

Entre medio, una que otra escena que transcurre en un suburbio, y en el submundo oscuro y nocturno, de un barucho y de un prostíbulo, que la verdad sea dicha de paso, pueden constituir la de un plató levantado en cualquiera de las ciudades capitales de Sudamérica.

Uruguay, mediados de la década de 1990, y la biografía de Jacobo Kaplan (Héctor Noguera), parece apagarse sin muchas odiseas, salvo la de escapar del Holocausto judío, en la Europa de la segunda conflagración mundial. En las noticias que alumbra la televisión, se anuncian los encuentros del campeonato uruguayo de fútbol, y el partido que deben jugar para completar la fecha del torneo, el Club Atlético Peñarol y el cuadro violeta de Defensor Sporting…; pero una de las cápsulas informativas, paran en seco, el flujo constante del pensamiento senil y autocrítico del setentón: un posible criminal de guerra nazi, se escondería en los límites fronterizos, que comparten el Brasil y la Banda Oriental.

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Esa nota periodística, sumada al respaldo del dato de actualidad, que entrega el rabino de la Sinagoga a la que asiste el anciano, en los respectivos oficios religiosos, confirmando la sospecha, despiertan la ansiedad y el deseo de Jacobo, por intentar la búsqueda del homicida. Aquello, como una manera de redimir su existencia ordinaria, y también, reparar la memoria colectiva de sus parientes y hermanos hebreos, eliminados con brutalidad, en los campos de concentración nacionalsocialistas.

Un impulso más (la revelación de su nieta, de que en las playas cercanas a la ciudad, un viejo alemán, al que apodan el nazi, posee un restaurante), y el hombre mayor, ya tiene la excusa para ocupar su tiempo libre: embarcarse, al modo de un Simon Wiesenthal de los ‘90, en la caza del antiguo oficial de las implacables SS.

Por esas curvas dramáticas, está lo mejor de esta película. Una temática que une a Álvaro Brechner, con esa tradición de jóvenes cineastas porteños, que anhelan retratar el modus vivendi, y la soledad abismante, de ciertos personajes que integran las numerosas comunidades del pueblo judío, que habitan en los barrios de Montevideo y de Buenos Aires. Bástenos mencionar a la dupla compuesta por el fallecido Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, y la historia de su soberbia Whisky (2004), estelarizada por el carácter ficiticio del empresario textil Jacobo Koller (Andrés Pazos); a los argentinos Daniel Burman, con su El abrazo partido (2004) y a Damián Szifrón, con algunos cuentos de sus Relatos salvajes (2014); y también a la realizadora trasandina Ana Katz y a su marido, el actor y director uruguayo Daniel Hendler.

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Y la cita de un nombre, que si bien, no sigue esta senda argumental, al revisar las risibles secuencias de Mr. Kaplan, resulta imposible omitir una brillante comedia negra filmada al otro lado de los Andes, y que fue la ópera prima de un talentoso cineasta, al que echamos de menos en los campos de la ficción: la Cama adentro (2004), de Jorge Gaggero.

Tampoco, obviamente, sería lícito olvidarnos, en este comentario, del apellido insustituible en la hipótesis de referirnos a la existencia de un grupo de creadores abocados, a registrar el desenvolvimiento de una forma de ser judío, en la intimidad y en las relaciones entre sujetos sociales, bajo el contexto de una urbe moderna: a Woody Allen, quien a la vez, representa una influencia y una fuente de inspiración más grande que una casa, para Brechner y sus compañeros de ruta, los artistas reseñados en los párrafos anteriores.

Como adelantábamos en la “bajada”, los pilares de este largometraje se rastrean, principalmente, en el nivel de las actuaciones del chileno Héctor Noguera, y del intérprete montevideano Néstor Guzzini. En efecto, del trabajo del experimentado hombre de tablas chileno, y del comediante uruguayo, se desprenden las mayores cualidades fílmicas de esta cinta: partiendo desde esa base, es que puede entenderse su éxito, y que corra con ciertas posibilidades de triunfo en los Goya españoles y que haya competido dignamente hasta quedar fuera, de las instancias finales para los premios Óscar (en la disputa por transformarse en la mejor película extranjera), durante la próxima ceremonia de la Academia norteamericana.

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La cámara de Brechner, en esa línea, es austera, sin mayores sorpresas en sus movimientos, y sus planos son típicos y los esperables de una producción con aspiraciones profesionales y competitivas dentro del circuito internacional. Y esa escena (donde Dios le habla a Jacobo en sueños), parece sacada de una telenovela humorística para horario de trasnoche. Sin embargo, el lente del uruguayo, cuenta con una virtud escasa entre nuestros realizadores: conduce a su elenco con una claridad técnica y conceptual, que aquí sostienen, en solitario, un atractivo edificio cinematográfico; el autor oriental es un perfecto director de actores, enunciado en otras palabras.

Pero uno no puede dejar de conmoverse con esa novela audiovisual, protagonizada por dos hombres tirados en la berma de la carretera de la vida. Porque Wilson Contreras (Nelson Guzzini), el ex policía divorciado y exiliado del futuro y de la felicidad, “revive” con la atrabiliaria invitación que le hace el jubilado vendedor de alfombras, Jacobo Kaplan; quien pese a ser el patriarca de un funcional familión, está más solo y desamparado de lo que encuadran las apariencias.

Y quién lo sabe, quizás en el empeño de estrellarnos con los molinos de viento inventados en la fiebre de nuestra cabeza, es que nos es permitido observarnos de frente y sin engaños, hasta tal vez, llegar a la utopía de reconocernos a nosotros mismos.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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