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Crítica de cine: “Sicario”, interacciones violentas y sensibles Del director Denis Villeneuve

Crítica de cine: “Sicario”, interacciones violentas y sensibles

He aquí una película notable: El séptimo largometraje de ficción del director canadiense Denis Villeneuve tiene lo necesario para convertirse en el último gran estreno de la cartelera nacional: actuaciones brillantes, creación de un particular espacio fílmico, un lente versátil y en perpetuo desplazamiento, y el encuadre de relaciones dramáticas, políticas y sociales, empujadas al límite de lo posible y de la marginalidad, pero…, pasmosamente auténticas.


“Los más propensos al suicidio son los jóvenes, seres abandonados por sus progenitores y otros preceptores, que aprenden y estudian y, realmente, sólo meditan siempre en su propia extinción y en su propia aniquilación, y para los que, sencillamente, todo es todavía verdad y realidad, y naufragan en esa verdad y realidad como en un sólo horror”.

Thomas Bernhard, en El origen

Los personajes de Denis Villeneuve (Québec, 1968), parecen estar a punto de lanzar la toalla y de rendirse, de balbucear un adiós, y contestan que no, que aún desean vivir, pese a las circunstancias, desventuradas y criminales, que les golpean, y que les tocan en “suerte”, padecer. El autor norteamericano, en efecto, se ha especializado en desarrollar relatos cuya trama se desenvuelven ante las demarcaciones del despojo, de la pérdida, y de la soledad radical del ser humano, frente a la grandilocuencia de la existencia y de su azar. Si quedan dudas, sólo bástenos revisar su Incendies (2010), El hombre duplicado (2013), y la obra que abordamos en esta oportunidad, la genial Sicario (2015).

Así, en la hora presente, son pocos los cineastas que poseen el atrevimiento narrativo y audiovisual del creador canadiense: David Lynch, los hermanos Coen, Tarantino, y el mexicano González Iñárritu, por nombrar a las rúbricas más recurrentes y conocidas. Sin ir más lejos, los mencionados y el mismo Villeneuve, comparten tópicos y diagnósticos artísticas, que sería irresponsable soslayar: guiones con historias atractivas y fascinantes, e interpretadas por actores de lujo. Aquello sucede, y se verifica, por ejemplo, en Sicario.

Las participaciones de Emily Blunt (la agente del FBI, Kate Macer), de Benicio Del Toro (Alejandro), y de Josh Brolin (el oficial de la CIA, Matt Graver) seducen y prevalecen antes que cualquier otro juicio estético y técnico, que podríamos realizar en torno a este título, superando incluso los variados registros que demuestra su cámara, y las ambiciones compositivas de una impecable fotografía.

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Desde los espectaculares desempeños de ese trío de profesionales, Villeneuve impulsa la riqueza de su propuesta: un foco persuasivo en su lenguaje plástico e ideológico, un texto que se bifurca sin perder jamás un ápice de coherencia en su estructura (gracias a un eficiente montaje), un discurso audiovisual en torno a una realidad marginal, violenta, asesina, y en perpetuo movimiento. Un mundo fronterizo no sólo en la práctica (la película transcurre encima del tenso y largo vínculo territorial que comparten los Estados Unidos y México), sino que también en el centro de sus pretensiones literarias: reflexionar en esa miseria enloquecedora, que se esconde detrás y debajo, de los emprendimientos civilizadores, urbanos y legales, impulsados por una frágil posmodernidad, asediada en forma permanente por la barbarie y la violencia.

Entroncada con el cine y el arte del “sur”, esos ejercicios intelectuales que tienen por objeto “pensar” a la mitad derrotada de la nación del norte, luego de la Guerra de Secesión (1861-1865); Sicario explora una versión audiovisual acerca del problema del narcotráfico y de los poderosos carteles mexicanos de la droga, y la hipótesis de su posible expansión, en el corazón de la economía y de la cotidianidad misma, del Estado de la Unión.

Aparece, entonces, la siguiente virtud cualitativa del séptimo largometraje de ficción de Villeneuve: la formulación cinematográfica y espacial, de un desierto ubicado en una zona de límites (El Paso, Texas), aduanas, bases militares, carreteras inseguras (de balaceras y de operativos propios de un “comando” militar), moteles de fachada (que sirven de improvisados cuarteles), y de túneles subterráneos que atraviesan cualquier obstáculo, a fin de traspasar controles y restricciones, que prohíban el flujo y libre tránsito, de sofisticadas y demandadas sustancias ilícitas. La cámara, bajo esa estrategia, utiliza diversos planos, acercamientos, y disposiciones de equilibrio (con trípode y “en mano”), en unos códigos de libertad y de aspiraciones fílmicas, generosas, sin duda, para grabar las diferentes perspectivas de la realidad, que se propone exhibir.

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Con esos ingredientes escénicos, el director canadiense enhebra un tejido audiovisual donde se intersectan elementos argumentales privativos del thriller, y asimismo del drama más elaborado, en una síntesis de características formales que recuerdan al género noir (negro) y de suspenso. En aquel nivel de análisis, y rescatando las distancias, resulta imposible no transcribir los apellidos de Orson Welles (por Sed de mal) y de Alfred Hitchcock (por Con la muerte en los talones), ambas influyentes, tanto en la exégesis técnica como literaria, de esta obra de Villeneuve, que comentamos.

Otro punto a destacar, deviene del emplazamiento, al interior de la realidad diegética (inventada) de una urbe, de rasgos apocalípticos y dantescos. La dirección de arte no escatima esfuerzos en montar las periferias de una Ciudad de Juárez escatológica e irreal (de hecho, los planos se filmaron en el Distrito Federal, y no en la localidad fronteriza); sobre la cual el color del cielo adquiere los contornos de una ambientación agobiante e infernal, insegura e impredecible: la secuencia que muestra a las camionetas de la policía azteca, en conjunto con los jeeps de la CIA, recorriendo las calles atestadas de cuerpos colgados y mutilados, representaría esa apuesta por la velocidad y el movimiento, en tanto comprobación de una dimensión en la cual la muerte, se alzaría como motivo cinematográfico primordial (motor de la acción sensitiva), y corolario de una trama que acosa a los integrantes del reparto por igual, sin excepción: una reacción inadecuada, un disparo tarde, a destiempo y mal hecho, y los protagonistas se despiden de la vida, así de simple.

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El hecho de dejar de respirar (inducido, claro), se levanta, así, en el aliento de la trama. Es el acto primero y la potencia final del libreto. Y el desamor, la soledad, la belleza triste y marchita, la afectividad frustrada de Kate Macer (Emily Blunt), y los anhelos de venganza de Alejandro (Benicio Del Toro), y las ansias de dominio de Matt Graver (Josh Brolin), se engranan, en una lograda simbiosis, a los mandatos de una acción trepidante, a las exigencias de un cuento de narcos y de guardianes de la ley, que deben vencer a sus contrincantes sin miramientos.

Y si el dogma moral irrumpe, lo hace sólo para reafirmar que presenciamos una metáfora y un descuartizamiento de lobos, mezclados en ambos bandos: Sicario, finalmente, además de ser un filme excepcional y una apología de la sobrevivencia en condiciones asfixiantes, se transforma en una pieza de arte que estimula en el espectador, una profunda meditación acerca del funcionamiento de una sociedad híper tecnologizada, y de sus relaciones -las más de las veces ominosas-, con el poder delictual, oculto y transgresor, pero tan bien constituido y de “facto”, como pueden serlo el legal o el institucional.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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