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Escritor Cristian Alarcón presenta performance sobre la terapia de conversión gay que sufrió de niño CULTURA Crédito: Nora Lezano

Escritor Cristian Alarcón presenta performance sobre la terapia de conversión gay que sufrió de niño

Marco Fajardo
Por : Marco Fajardo Periodista de ciencia, cultura y medio ambiente de El Mostrador
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Estará en el marco de Festival Teatro a Mil, el 16 y 17 de enero en Teatro Mori de Recoleta. Recorre un fenómeno que era mundial. “Los perdoné, pero son parte de una generación que lo pasó muy mal”, confiesa sobre la responsabilidad de sus padres. Y agrega que al hablarlo se sacó un peso de encima.


Él, un hombre de memoria prodigiosa, que recordaba sucesos ocurridos cuando tenía tres años y aún vivía en Chile, antes de exiliarse con sus padres en Argentina al poco tiempo de iniciada la dictadura militar del general Augusto Pinochet, había anulado sus vivencias de entre los seis y los ocho años.

El periodista y escritor Cristian Alarcón (La Unión, 1970), una celebridad entre los periodistas transandinos por su labor en el diario Página 12 y luego en el medio Anfibia, autor de libros de crónicas como Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Vidas de pibes chorros (Norma, 2003), Si me querés, quereme transa (2010, Norma), Un mar de castillos peronistas (Marea, 2013) y que ganó el año pasado el prestigioso premio Alfaguara con El tercer paraíso, ahora sabe por qué. Y lo aborda en una performance muy personal.

Se trata de las inyecciones de testosterona que sufrió de pequeño, en el intento de sus padres –apenados por los ataques que sufría su hijo en la escuela y temerosos del rechazo en la época a cualquier cosa que oliera a homosexualidad– de convertir a ese niño delicado, ese principito, en un “macho” de “tomo y lomo”.

Alarcón lo cuenta todo (o casi todo) en “Testosterona”. Tal como lo ha hecho en su labor periodística, como cuando se sumergió de cabeza, incluso poniendo en juego su vida, en el mundo narco en Buenos Aires, ahora pone “toda la carne a la parrilla”, se la juega por entero, en la performance dirigida por Lorena Vega y que también protagoniza Tomás de Jesús, la que tendrá su estreno mundial en el marco del próximo festival Teatro a Mil. Será específicamente en el Teatro Mori de Recoleta, el martes 16 y miércoles 17 de enero, en la antesala de una gira que además incluye su país adoptivo y otros países del continente.

Aquí cuenta cómo se hizo esta historia.

-¿Tú habías hecho performance antes?
-Yo había coordinado desde su origen, hace 6 o 7 años, el Laboratorio de Periodismo Performático de Anfibia, en que experimentamos con el cruce de fronteras entre el periodismo y las artes, creando a partir de investigaciones periodísticas largas y profundas sobre temas de la agenda contemporánea, performance que al comienzo fueron también callejeras, instalaciones, en fin, tenían muchos modos de existir, pero que cada vez fueron más escénicas. Las últimas tres que estrenamos son tres performances escénicas y yo creo que esa es la experiencia que me vuelve no solamente a la niñez y la adolescencia, que era parte de mi trabajo hace tiempo, es desplazarme sobre los materiales de la memoria, sino que también me vuelve a una relación que yo tuve muy incipiente con el teatro en mi primerísima juventud, a los 14, 15, 16 años, en el sur de Argentina, cuando vivía en Cipolletti.

Allí participé durante una temporada larga de un entrenamiento muy fuerte, físico muy fuerte, con un maestro que se llamaba Daniel Vitulich. Daniel Vitulich es el nombre que yo elegí como seudónimo para presentarme al premio Alfaguara. Fue mi maestro, él había sido alumno de (Raúl)  Serrano, en Buenos Aires. Era un entrenamiento físico muy fuerte, de danza física, de una experiencia corporal que recuerdo yo como un modo de reencontrarme conmigo en ese momento. Esta es la primera vez que realmente doy este paso que es pasar al escenario.

-¿Cuando tenías 14, 15, participaste en alguna obra, o fue solo el ejercicio?
-Hacíamos algo que se llamaba teatro de urgencia. En ese momento secuestraron, durante la primera parte de la democracia argentina, a estudiantes secundarios en la región del Alto Valle y Neuquén. En aquellos intentos de golpe que se le hacían a (el presidente Raúl) Alfonsín, había oleadas de amenazas. Yo también fui un estudiante amenazado porque era dirigente estudiantil. Hicimos una obra que se llamó Reunión de Escuela, cuya dramaturgia era de Alejandro Finzi, un gran dramaturgo que vivía en Neuquén, y yo interpretaba a uno de esos estudiantes.

Qué raro, mirá, ahora me hace pensar que también de algún modo hacía de mí mismo. Era un estudiante que terminaba siendo secuestrado, era un estudiante amenazado, era un dirigente y así oficiaba de mí mismo. Y luego hicimos una muestra, pero muy escolar, Historias de un querer, en donde yo era un pibe chorro. Y yo olvidé esto hasta años después de haber publicado Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Era una autocreación con un compañero, estábamos en una celda, y él era un psicópata que proponía un pacto suicida con agua envenenada. Y yo moría.

-Y en este laboratorio performático que tú comentabas, ahí no actuabas tú, ¿cierto?
-Yo era coordinador, tutor de los proyectos, junto a Lorena Vega, que también es profesora de la maestría de periodismo narrativo, que ahora es una maestría virtual. Y allí ella coordina el taller de periodismo performático. Juntos, ella desde el teatro y yo desde el periodismo, empujábamos a estas parejas entre periodistas y artistas a investigar para producir estas performances.

-¿Y cómo fue que tú decidiste hacer tu propia obra, esta performance que vas a presentar?
-Como muchas de las cosas que termino haciendo surgen a veces de los procesos creativos del equipo de trabajo de Anfibia. Fueron los productores de las obras, de las performances de Anfibia los que empezaron a decir “¿por qué no hacemos algo nuestro?, ¿por qué no nos animamos a producir lo propio?”. Nosotros tenemos este afán de invitar, convidar, impulsar, provocar en otros la necesidad de narrar. Lo disfrutamos mucho, es un ejercicio que nos alimenta también. Y ahí, yo no recuerdo exactamente cómo, pero a partir de la escritura del poema “Olor a diablo”, que salió publicado en el libro Cuerpo, un libro donde le encargamos a 15 autores latinoamericanos textos sobre el cuerpo contemporáneo, que yo al intentar escribir el prólogo, en lugar del prólogo recuerdo este ramalazo, este latigazo de la memoria, que fue la certeza de que fui inyectado con testosterona.

Y las primeras imágenes que recibo, que permite mi inconsciente, digamos, llegar a mí, de esas madrugadas en las que era llevado a un lugar en el que me daban las inyecciones. Y al poco tiempo de conversaciones con Lorena, comenzamos a pensar en la posibilidad de convertirlo en una investigación performática. Llevó largas conversaciones con Nadia Granados, que es una gran artista colombiana, una artista visual y performer, y antes de la pandemia estaba todo como listo para comenzar a experimentar con un grupo de bailarines queer performers colombianos que se llamaban Las Tupamaras. La primera cosa en la que pensamos en ese momento era más experimental, quizás más cerca de la performance que del teatro. Habíamos conseguido, incluso yo había estado en Colombia buscando aliados, al Goethe Institute, al British Council.

Luego la pandemia, la escritura de mi novela El tercer paraíso, en donde vuelve a aparecer en el personaje del niño la cuestión de la testosterona, y ya después de la pandemia surge la certeza de que lo iba a hacer aquí con Lorena, que el año pasado me dice: “Quiero dirigirte esta obra”. Y vino aquí, a esta casa, y me entrevistó durante siete horas.

-Cristian, ¿pero entonces esto fue algo que te sucedió realmente?
-Sí.

-¿Qué edad tenías?
-Yo tenía seis años.

-Tan chico…
-Ese día que Lorena me entrevistó, me acuerdo que me hizo repasar todos los amores de mi vida. Y no solamente fue el recuerdo de las inyecciones, sino un diálogo, una conversación que fue muy, muy a fondo, más a fondo de lo que haya ido quizás alguna vez en mi propio psicoanálisis, en mi propia experiencia como paciente de derivado psicoanalítico argentino lacaniano, con mucha maestría. Yo siempre digo que Lorena Vega, además de ser quizás la mejor actriz de la Argentina y esta enorme directora capaz de crear algo absolutamente salido de madres, de ruptura, ruptura con el teatro, ruptura con la performance y que me produce ese crecimiento, es que ella gobierna, me gobierna la escena.

Para mí, soy el habituado a gobernarme y a gobernar a otros. Es una experiencia llena de energía y de pasión, ¿no? Lo que exige la escena teatral del actor o del performer es que se dispone a las decisiones de un director, privándonos, privándome en escena, de la visión de uno mismo. No es que me angustie, pero me costó dejar de verme, porque yo siempre estoy en posición de dirección. Dirigí Cosecha Roja, dirigí una agencia y mi posición de liderazgo, digamos, es casi un vicio. Entonces, esta suspensión del control la entrega en la escena a las decisiones estéticas y estratégicas, decisiones de una narrativa en la que yo ya no soy el escritor, no soy el editor ni el director. Y Lorena lo logra, y lo logra cada ensayo.

-¿Cómo es para ti enfrentar esto y más encima ahora cómo, digamos, hacerlo en público?
-Una de las preguntas que me hago a partir de la investigación que hemos hecho sobre testosterona tiene una zona muy biodramática, es decir, mi propia biografía, otra histórica, porque la testosterona, desde que fue aislada a comienzos del siglo XX, ha sido usada para terapias de conversión con homosexuales en muchísimos países. Yo creo que la mayoría de los países en su momento. Entonces hay una matriz histórica, política histórica aquí. Hay otra, más de orden teórico o subjetivo, que tiene que ver con la masculinidad, qué es el varón, cómo la testosterona supuestamente nos construye químicamente hacia un modo del ser varón, cuáles son los condicionamientos que implica la creencia de que hay una hormona que nos inviste de un determinado poder y fuerza, de ciertas maneras, desde el grosor de la voz hasta la espesura de los músculos. Y entonces, cuando me pienso a mí, me pienso de un modo más complejo y se produce un distanciamiento del trauma, del dolor, de aquel dolor.

Y una de las preguntas que me hago es si esto sana, si verdaderamente esto es sanador, cómo evitarme a mí y evitar a quienes vean esta obra un dolor vano, un dolor de repetición, un dolor neurótico, enfermo, patológico, por el solo hecho de volver a pasar por la herida. Es muy difícil sortear ese camino y alejarse de la tentación de la autoconfiguración, del cómodo lugar de la víctima, del confortable lugar del que sufre. Y después de un año de ensayos te podría decir ahora que se puede, que sí hay una relación directa entre esta práctica artística o en esta condición creativa que de pronto tiene mi vida y mi proceso de sanación. Con esto no quiero decir que, no quiero sonar como un manual de autoayuda, no es que le estoy diciendo a la gente vayan a hacer performance porque van a sanar sus problemas, simplemente es una primera reflexión y una aproximación a una posibilidad de sanar. Hoy, en el final, hoy ensayé por primera vez, digamos, completo, el final con nuevas modificaciones en este proceso y me emocioné. Y no debo emocionarme, eso es extraño también. Debo emocionarme para mejorar justamente lo que allí ocurre, porque si yo me emociono cada vez que lo digo siento que me acerco a lo agresivo, por un lado a mí, por otro lado, de algún modo, traiciono algo de lo que debe ocurrir en la escena.

-¿Cuál fue el rol de tus padres en esta situación?
-Mis padres eran dos jóvenes chilenos que habían tenido que cruzar la cordillera para instalarse en la Patagonia argentina, como miles y miles de chilenos expulsados por ese régimen, no solo político sino económico, que fue la dictadura, en 1975. Las inyecciones me las dieron en 1977, cuando yo tenía seis años y, a lo largo de un periodo de alrededor de dos años, fueron al menos ocho. La testosterona inyectable debe inocularse cada dos o tres meses. En esa época al menos era así. Ahora también hay inyecciones que se dan cada tres meses. Ahora también viene como un gel, como lo cuenta Paul Preciado en el texto “Testo yonqui”, un gel que simplemente se pone sobre la piel y así de ese modo entra la hormona en el cuerpo.

Ellos estaban aterrorizados de tener un hijo maricón, un niño delicado, un principito, en medio de ese paisaje que me resultaba violento, paisaje de una Patagonia árida, hostil, en donde el viento y la arena golpean y hacen un ruido ensordecedor afuera de las casas. Había dejado ese paraíso de La Unión, el verde infinito, la parsimonia de la ciudad amada, el afecto de los tíos, todo lo que significaba el destierro.

Para mí fue dolorosísimo y un proceso que sí también ha sanado después de mucho, hace mucho tiempo ya. Quizás mi primer proceso de sanación fue curar esas heridas, las del destierro y enamorarme de una nueva ciudad como Buenos Aires y construir, sabiendo que siempre voy a volver a Chile, que siempre voy a estar regresando y que al alcance de mi mano están la montaña, el río, la cascada, la cercanía extraordinaria con el mar, la lluvia, sobre todo la lluvia. Quizás lo que más extraño todavía es la permanencia del agua, el vivir bajo el agua, cerca de los ríos. Yo soy de la Región de Los Ríos.

Ellos se aterrorizaron de tener un hijo que iba a sufrir. Este discurso sobre los homosexuales de mi generación estuvo presente en todos y cada uno de los chicos que atravesamos la imposición de una masculinidad que teníamos que construir desesperadamente para sobrevivir, pero también para que nos quisieran, para ser queridos, aceptados, tolerados. Una palabra que odio es la de la tolerancia. Y pasaban dos cosas, creo. Por un lado, el miedo de un padre joven, que en un mundo en el que la homosexualidad era considerada una enfermedad por la Organización Mundial de la Salud, como una patología psiquiátrica, el miedo al sufrimiento del hijo. ¿Por qué va a ser discriminado? ¿Por qué es discriminado? Mi madre dice que ya lo que más sufría era verme llegar golpeado de la escuela. El modo en que los chicos me violentaban. También me enseñaban a defenderme. También aprendí a defenderme. Parte de la masculinidad de mi generación, de los gays de mi generación, es justamente volverte fuerte para que te dejen de pegar. Yo les tiraba arena del piso en los ojos. Y me llevaban a la dirección. Pero no tenía fuerza física para pelear.

Y también, creo yo, que a ese miedo se le sumaba la vergüenza por el hijo diferente, ¿no? Y a la vergüenza, algo que apenas aparece en esta investigación y que voy a seguir trabajando para un libro, que tiene que ver con el mandato masculino de la reproducción. “Tendrás hijos o no serás”. Debes proveer de herencia a tus padres. Y tu semilla deberá engendrar a los que vienen. Y creo que ahí hay algo que negamos, pero que es muy fuerte: ser varón es reproducirse.

-¿Y cómo es hoy tu relación con ellos? ¿Ellos han cambiado su visión?
-Sí, claro, sí. Ellos sufrieron. Después yo mismo me autoconvencí de una heterosexualidad que ejercí durante mucho tiempo, como muchos de mi edad, que incluso han estado casados. Eso no vas a verlo en un joven ahora de 20, 30 años, pero para quienes tenemos 50, ¿cuántos matrimonios con hijos se han interrumpido cuando finalmente el varón ha decidido aceptar que es gay? Yo por lo menos viví con muchísima tranquilidad varios años enamorado de una mujer con la idea de que era bisexual. Y hasta que yo no tuve una pareja varón, mis padres decidieron creer que la hormona había sido eficiente y que yo finalmente era un varoncito como todos los demás. Luego se decepcionaron cuando hice mi coming out, pero duró muy poco.

Cualquier padre que se enoja porque un hijo no responde a los mandatos, si realmente ama, termina comprendiendo. Ellos son dos sujetos extraordinariamente inteligentes y luminosos. Salieron de un pueblo, hijos de dos familias proletarias y campesinas. Mi padre se convirtió en un inventor de automatizaciones de pozos de petróleo e hizo dinero. Se convirtió en un empresario, habiendo ni siquiera terminado la escuela media, con un título del Instituto Franco-Chileno como electricista e instalador profesional, pero trabajó como ingeniero toda su vida. Fue criado y creado por ingenieros electrónicos en las fábricas donde le tocó trabajar. Mi madre, que fue enfermera, administró lo poco y lo mucho con una maestría increíble y aún hoy lo hace. Quizás parte de la exigencia de ser su hijo tenga que ver con un ejercicio insano de la inteligencia. O sea, son de un… son un… diría extremadamente rigurosos en eso, con nosotros, los hijos. Han sido así. Y al mismo tiempo de una amorosidad infinita.

Entonces, cuando les pasó la vergüenza, el prejuicio y les ganó el amor, se convirtieron en amigos, digamos, en dos personas capaces de cambiar realmente. Son otras personas. Mi hermano menor también es gay. Entonces, les toca convivir con nosotros y nuestros mundos. Lo hacen desde un humor, además, sumamente chileno. Nos reímos mucho. Ella puede hacer chistes tremendos, como cada tanto dice “no entiendo por qué me salieron anormales”, “estos mis niños enfermos”. O sea, todo es un chiste negro. El humor negro nos salva de un modo increíble. Y hoy, que yo soy papá y tengo un hijo, adopté a un niño, el único nieto de la familia es mi hijo. Son abuelos porque yo adopté. Y este hijo, que supuestamente no iba a poder ser papá, sorprendentemente los provee del amor más bello que puede haber. Porque no debe haber un amor tan profundo como el que uno experimenta con los buenos abuelos.

Yo los perdoné por muchas cosas. Se equivocaron de muchas maneras. Pero yo aprendí, mucho antes que recuerdo la testosterona, a leer entre líneas cómo se construye el afecto paterno y materno. Con los mandatos que esa generación tuvo. Una generación criada a golpes. Criada, como dicen en Chile, con coscorrones, que la pasó muy mal. Y que también tuvo que lidiar con su propia violencia. La violencia era un lenguaje. Y en Chile, sobre todo. Porque Chile no sabe lo difícil que ha sido su crianza. Porque, en algún momento, parte de la imposición cultural de una dictadura era la naturalidad con la que se golpeaba, con la que había que soportar el golpe. Así que de todo se ha aprendido y de todo se ha vuelto. Y aunque hasta hace un par de meses pensaba si realmente quería que mis padres vieran esta performance, quiero que la vean. Creo que están listos.

-¿Qué nos puedes adelantar de la obra?
-Tengo otra persona conmigo en el escenario, porque es mucho una hora de estar permanentemente contando cosas e interpretándolas. Entonces hay un actor, bailarín, Tomás de Jesús, una belleza genial, que es en algunos momentos un otro yo, en otros momentos distintos personajes, desde Alexander von Humboldt hasta su amante Carlos de Montúfar, pasando por Rodolfo Walsh y los personajes de Operación Masacre, los chongos con los que estuve, algún amor por allí, la mujer de la que me enamoré.

Es una obra en la que diría yo que se mezclan lo teatral con lo performático, lo coreográfico, con la experiencia artística visual e imágenes que se proyectan permanentemente sobre un enorme objeto diseñado por Mariana Tirante, que pesa como 350 kilos y tiene como 48 pequeños cubos que se van doblando y que van significando distintas cosas y con lo que vamos interrelacionándonos. Hay clases de jardinería en la escena. Hay botánica que proviene de El tercer paraíso. Hay, te diría así, una matriz de conferencia subvertida. Es una conferencia subversiva porque traiciona la idea de conferencia. Cuando crees que está por decirte algo para explicártelo, te olvidaste de la situación porque de pronto se armó una escena en la que hay dos humanos experimentando con el ser otro.

Y parte de la paradoja de la performance es que todo el tiempo soy yo. Que ese actor es él. Ahí hay como un contrasentido, con lo que Lorena juega todo el tiempo en el texto que escribimos juntos y en la resolución escénica. Y ese misterio del pasaje de la literatura al teatro es lo que me tiene más fascinado. Por la pérdida del control de la que te hablaba, es decir, una escritura a cuatro manos pero una escritura con el cuerpo. Se trata de una escritura con el cuerpo. “Testosterona” es una escritura con el cuerpo.

-¿Y cómo llegaron al Teatro a Mil?
-De la manera más hermosa. El director del Festival Internacional de Buenos Aires, Federico Irazábal, se enamora de este proyecto, lo cuenta a todos los otros directores de teatros con los que tienen acuerdos y relación, y por supuesto que Teatro a Mil es uno. Yo logro contarle esta historia a Nona Fernández, a quien adoro y admiro. Nona Fernández creo que se la susurra en algún modo a Carmen Romero (directora de Teatro a Mil). Le conté esta historia, le mostré los materiales que teníamos, y quedó de su parte, digamos, la posibilidad de introducirnos en esta programación increíble que tiene Santiago a Mil. Y ya luego se sucedieron las reuniones y los acuerdos, y de pronto nos comunicaron que habíamos sido seleccionados. Y esto nos permite el estreno mundial de “Testosterona” en mi patria. Esto es lo que yo le dije a ella: “Yo quiero estrenar en Chile”.

Aunque la testosterona me la dieron en la Argentina, yo la vinculo con una matriz que no tiene frontera, porque definitivamente lo que nos hicieron a los niños que fuimos sometidos a terapias de conversión no tiene fronteras. Es tal la imposición de la binariedad entre masculino y femenino, y que aún en la Guerra Fría está todo el mundo dividido por un muro entre el comunismo y el capitalismo norteamericano. Tanto en Rusia como en Estados Unidos a los niños se les inyectaba testosterona para que no fueran homosexuales. Los laboratorios compartían sus experimentos. Los alemanes lo hicieron en la Segunda Guerra Mundial, en el campo de concentración de Buchenwald. Mientras que los norteamericanos no solamente inyectaban testosterona, sino que enviaban por los distintos estados a personal médico a lobotomizar a homosexuales. Los chalecos no han sido solo químicos, las terapias de conversión han sido electroshocks, lobotomías, medicación psiquiátrica, encierros en instituciones, y las terapias de conversión han continuado hasta la actualidad.

Hay países en los que todavía a las lesbianas, a los gays, a las personas trans, se las encierra para someterlas a tratamientos. No creo, no hay registro de que eso ocurra con inyección de testosterona hoy. No creo que existan los médicos capaces de violar su acuerdo ético, digamos, de ese modo. De hecho, es muy difícil encontrar médicos que acepten que lo hicieron. Sobre los tratamientos con hormonas masculinas hay un manto de silencio enorme. Las personas no quieren recordarlo. Y si lo recuerdan, lo soslayan, mucho menos lo quieren recordar los padres. Y los médicos directamente lo niegan y mienten. Tengo un proyecto que es profundizar esto y revisar archivos y tener el tiempo suficiente como para seguir preguntándome en torno al uso eugenésico de la hormona, esta construcción biopolítica que se ha hecho con las masculinidades. Porque hay un misterio que recién comenzamos con esta obra a revelar.

-¿Tienes alguna idea o proyección para la performance después del Teatro a Mil?
-Sí, vamos a entrenar en un teatro de Buenos Aires en febrero. Y después vamos a Uruguay, al Teatro Solís, luego vamos a Colombia, a Bogotá. Yo creo que vamos a hacer una gira chilena, espero, en agosto, para estar una temporada en Chile, porque van a ser solo tres funciones. Me veo como angustiado, porque no disponemos de muchas entradas, entonces voy avisando a mis amigos en Santiago que ya fueron vendidas el 65% de las entradas en el Teatro Mori. ¿Para qué? Porque se van a terminar y son tres funciones. Entonces quiero una temporadita, me encantaría para estar más tiempo en Santiago, me gustaría ir a Concepción, a Valparaíso, a Concepción, en el Teatro Biobío, que también es maravilloso. Estamos en conversaciones con México y estamos en conversaciones con España.

Pero lo cierto es que todo se va a definir en Santiago. Mira cómo son las cosas. Todo se va a definir allí, porque el Teatro a Mil tiene la buena fama de ser el lugar al que van los mejores programadores del teatro del mundo y van a ver lo que les guste para llevarlo a sus propios festivales. Tengo la sensación de que empieza, como tengo un efecto paradojal de esta angustia colectiva que se vive en la Argentina desde la asunción de (Javier) Milei, y es que paradojalmente a mí me pasan estas cosas, en los momentos de mayor crisis suelo estar embarcado en unos proyectos que casi milagrosamente me hacen sobrevivir con una especie de aire extraordinario. Esto significa para mí hoy pasar horas ensayando. Hoy van a ser tres horas a la mañana, cuatro horas a la noche, siete horas de ensayo por día. Siete horas en las que no miro el celular y que no veo redes sociales.

Esta mañana no supe que la policía estaba subiendo a los buses para hacer control, en la peor época de este país, a las personas que supuestamente iban a una manifestación. Entonces estoy en una especie de desdoblamiento de lo horrible que naturalmente les pasa a los actores. Yo como no lo soy, en este momento me toca esta abstracción, esta sustracción de la realidad que implica estar en escena y solo responder a las necesidades de una obra, de una dramaturgia, de una directora teatral. Y el año que viene yo creo que va a ser un año más de quizás Estados Unidos, también estamos conversando con universidades, con centros culturales. El tema es muy transnacional. Entonces, tengo la impresión de que van a pasar muchas cosas vinculadas a su circulación y tiene que ver también con un proceso que no es solamente individual o colectivo de personas trabajando en esta obra.

Somos dos en escena, pero hay un equipo infernal atrás, dirección, asistencia de dirección, vestuario, escenografía, un iluminador que tiene más de 100 obras en la espalda que es increíble, Ricardo Sica, un músico, la música es original, es de Sebastián Schachtel, que es uno de los músicos de Las Pelotas. Cada escena tiene un diseño sonoro especial. Un artista, José Jiménez, que se llama Render, digital, que con un colaborador, dos artistas digitales, están haciendo la narrativa visual de todo lo que ocurre en esa pantalla enorme y objetual. Una asesora botánica, estamos consultando por el tema plantas. Mucha gente.

Es cierto que me expongo, sí, es cierto que yo voy a ser otro después de esto. Estoy preparado igual, tengo ganas de ser otro, estoy comenzando a experimentar una profunda libertad. Me siento como si me hubiera sacado bolsas de piedra de la espalda, como esos ríos que bajan de las montañas chilenas transparentes, como esa nieve recién derretida, ¿no? Esa sensación, la de algo que se descongeló, algo que fue un yunque de hielo y que ahora fluye. Así me siento.

Quizás las inyecciones fueron como un camión que me pasó por encima, porque reconocí que perdí la memoria de los seis y los ocho. Yo me acuerdo de cosas de cuando vivíamos en La Unión y yo tenía tres años y medio, yo me acuerdo de las visitas a Santiago que hice cuando tenía tres años, me acuerdo cuando perdí mi primer abrigo, tenía un abrigo igual que el de mi papá, cuando yo me vestía en el sastre del pueblo que me hacía la ropita igual que la de mi papá, me acuerdo de cosas así, detalles, detalles de la casa en la que vivimos, me acuerdo de la tela de los sillones, los sillones donde dormía en la siesta de La Unión, mis juguetes, el color de los muebles de la cocina, el circo de Las Águilas Humanas y el tigre que me comí de goma espuma de niño… El cruce de la cordillera, el hotel donde llegamos a Bariloche, la pieza inmunda en la que vivimos los primeros tres meses.

Hay un trauma que quizás no desentrañe nunca, porque no vamos a recuperar la memoria necesariamente como un modo de sanar. No sé si una hipnosis o un procedimiento de memorabilia me podría restaurar lo dañado. Quizás la experiencia creativa, quizás este modo de hacer arte que considero es la performance, sea una manera de restituir esa pérdida, una manera de terminar de cicatrizar aquellas heridas misteriosas.

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