Publicidad
Taller 666: Una luz en pleno apagón CULTURA|OPINIÓN

Taller 666: Una luz en pleno apagón

Ricardo Rojas Behm
Por : Ricardo Rojas Behm Escritor y crítico, ha publicado “Análisis preliminar”, “Huevo de medusa”, “Color sanguíneo”, además de estar publicado en diversas antologías en Chile y el extranjero.
Ver Más

Al concluir y al rebasar la perspectiva histórica, sopesando lo que significó su contribución puedo decir, que el Taller 666, ayudó a dar una luz de esperanza en pleno “apagón cultural”, convirtiendo a esa añosa casona en un territorio alternativo, donde el teatro, la música, la danza, las artes visuales y la poesía se encontraron en un lugar que promediando el año 1976 y hasta el año 1984 (el Taller 666), funcionó en dos espacios diferentes: en la calle Ernesto Pinto Lagarrigue 192 (ex siglo XX) y en Unión Latinoamericana, donde llegó a su fin.


Tal como señala un texto de “Casa tomada” de Julio Cortázar – “Se puede vivir sin pensar”, pero se corre el riesgo de caer en la desmemoria o el ejercicio de desnarrar, lo que trae consigo un reflejo condicionado por un negacionismo histórico, que pretende ocultar no sólo el quiebre y el horror, sino el hecho de erigir más temprano que tarde, aquellos espacios académico- culturales que fueron desarticulados por un feroz golpe.

En ese contexto, el Taller 666, fue para muchos, además de un refugio, un lugar de desarrollo artístico-formativo, donde quienes fueron exonerados y desplazados de sus aulas universitarias, retomaron su labor académica, reconfigurando el semblante impuesto por un régimen que puso cerrojo aquello que no fuese “oficial” o dictaminado por un “bando”. Por lo que, en consonancia con el escrito de Cortázar, muchos palpamos esa cautividad en nuestra propia casa.

Y si bien no hablo ni de una saga ni una precuela, lo increíble es que igual tiene mucho de extraordinario. Porque por el hecho de estar bajo ese cepo, era ilusorio imaginar que un proyecto académico, de difusión y extensión pudiese conformarse. Aun así, Quena Arrieta, María Cánepa y Carlos Matamala, aunaron fuerzas para dar vida a esta Academia de Arte y Cultura que sorteó en más de un sentido la realidad imperante.

El estado de cosas hizo que se fueran sumando inmejorables personajes que con su experiencia ayudaban en robustecer este proyecto que desde lo experimental fue tomando más y más protagonismo con figuras como Andrés Pérez, Raúl Osorio, Juan Radrigán, Fernando González, Alejandro Castillo, Rebeca Ghigliotto, Rodolfo Bravo, José Sosa, Jorge Elgueta, Nelson Brodt, Gregory y León Cohen, e incluso un adolescente Mateo Iribarren, iniciándose en la dramaturgia y la actuación. Un amplio escenario compartido con Carlos Oyarce, quien organizó la Compañía del Taller, y varios festivales de teatro. Circunstanciales y aleatorias evocaciones, en las que destaco muy especialmente al Pato Solovera, quién además de musicalizar muchas de las obras de teatro que ahí se exhibían, se encargó de dirigir el emblemático Conjunto folclórico del taller 666, donde junto a él, colaboraron en la enseñanza Gabriela Pizarro y Ricardo Palma. Luego de lo cual el grupo folklórico se convirtió en el ariete en su labor de extensión, visitando poblaciones, centros culturales y sindicatos. Cabe hacer notar que, en ese mismo conjunto folclórico, participaba el creador de los ciclos de cine, armados a puro “ñeque”, me refiero a Alfonso Hinojosa, de quien añoro su entrañable diálogo, que muchas veces estuvo más próximo al realismo mágico, que aquello que la realidad te traía de vuelta.

Si echamos un vistazo a la música, el periplo incluía un viaje de lo docto a lo popular, con una extensa lista de nombres, y aunque de seguro, olvidaré a varios que quedarán traspapelados, pero igual me la juego por algunos, partiendo por Alejandro Guarello, Cirilo Vila, Guido Minoletti, Juan Pablo González, Cecilia Plaza, Cecilia Cordero, Flora Guerra, Lucía Gana, Andrés Alcalde, Ernesto León, Miguel Ángel Jiménez, Fernando Carrasco, y el tenor José Quilapi. Esto, sumado a las permanentes presentaciones de Osvaldo Torres, Isabel Aldunate y los grupos: Huara, Barroco Andino, Schwenke y Nilo, Santiago del Nuevo Extremo, Aquelarre, Ortiga, entre muchos, y en los que por supuesto, se sumaron otras disciplinas, como las artes visuales comandadas por el maestro Carlos Donaire y su taller de grabado, que luego dio pie al taller de Artes visuales.

Exceptuando la cuota de nostalgia, este artículo busca poner en valor al Taller 666, por entregar dignidad a muchos académicos, y propiciar un espacio de diversidad, resistencia y solidaridad, en el momento más aciago, y que se refleja en lo señalado por Mateo Iribarren – “Todo lo que yo soy, me lo sembraron ahí. Todo. La actitud crítica, la literatura, la concepción del arte como un espacio de reflexión y de rebelión. Pero todo… ahí estoy digamos. No he salido de ahí nunca”.

Al concluir y al rebasar la perspectiva histórica, sopesando lo que significó su contribución puedo decir, que el Taller 666, ayudó a dar una luz de esperanza en pleno “apagón cultural”, convirtiendo a esa añosa casona en un territorio alternativo, donde el teatro, la música, la danza, las artes visuales y la poesía se encontraron en un lugar que promediando el año 1976 y hasta el año 1984 (el Taller 666), funcionó en dos espacios diferentes: en la calle Ernesto Pinto Lagarrigue 192 (ex siglo XX) y en Unión Latinoamericana, donde llegó a su fin.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias