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“La Mano” de Roberto Rivera Vicencio: el prototipo del hombre nuevo CULTURA|OPINIÓN

“La Mano” de Roberto Rivera Vicencio: el prototipo del hombre nuevo

Pero entonces, ya casi al terminar el libro, aparece la mano, que presiona el pecho de Tomás y lo despierta, y no lo deja dormir. Intenta librarse de esa mano invasora, pero con la conciencia no se juega. Él ya hizo su elección, es otro hombre, un hombre nuevo, distinto al que alguna vez quiso ser.


La mano es para Tomás Gaggero, el protagonista y narrador de esta novela, lo que Pepe Grillo para Pinocho. Pero Pinocho, lo sabemos, era un muñeco de madera que fabricó el viejo Geppetto, y que termina por humanizarse. En cambio, Tomás Gaggero es un ser humano que acaba por deshumanizarse.

En realidad, el personaje que nos presenta Rivera Vicencio corresponde al prototipo del hombre nuevo que nos topamos a cada paso en el Chile de hoy. No es un secreto que Salvador Allende quería formar un hombre nuevo, y lo pretendía a través de poner la cultura al alcance de todos los chilenos. De ahí los libros de la editorial Quimantú, las exposiciones itinerantes en un tren tirado por una vieja locomotora a carbón humeante, y los conciertos populares en plazas y parques. Pero todo eso quedó en manifestación de intenciones que fueron acalladas por la dictadura. A los nuevos dirigentes del país les convenía formar un hombre de otra condición, ajeno a los libros, la pintura y la música, un hombre que trabajara con la cabeza gacha y produjera sin parar. De esa manera el país surgiría, alcanzaría el desarrollo y todos vivirían contentos. Ese era, además, el camino para alcanzar el éxito personal y la plena realización individual, sin preocuparse del resto de los individuos que rodearan a cada uno. La felicidad se compra con dinero y es cuestión de cada cual conseguir las cantidades que necesite.

Ese es, más o menos, el planteamiento con que enfoca la vida Tomás Gaggero. Y le va bien. Tiene éxito, gana dinero, vive con todas las comodidades que requiere.

Sin embargo, en el pasado, cuando era un joven estudiante universitario, estuvo convencido de la necesidad de apoyar al presidente Allende en la formación del hombre nuevo que proyectaba. Y entró a la política y se afilió a un partido de izquierda, que nunca abandonó. Al contrario, se preocupó de ubicarse al lado de los cuadros directivos y cuando regresó la democracia con el presidente Patricio Aylwin, trabajó en el ministerio del Interior. De ahí se fue a las nubes. Formó una empresa para promover y reforzar el modelo económico, que los nuevos gobiernos heredaron de la dictadura, y prosperó sin tener contemplaciones por sus antiguos compañeros, que lo pasaban cada día más mal. Él, en cambio, tenía todo lo que deseaba, incluso la mujer de su mejor amigo, Paula, con la que hace una escapada a Buenos Aires, donde sostienen la siguiente conversación:

“La revolución operada en Chile, afirmé, cambió el país para siempre. Me refiero a la apertura al libre mercado, a la globalización. Antes las diferencias con Argentina, por ejemplo, eran diametrales, nuestro aeropuerto era unos galpones con una banderita, la iluminación, farolitos de cité, la ropa, de zapatón a mocasín. De acuerdo, dice Paula, hoy no se notan grandes diferencias, el progreso es innegable, pero a qué viene esto. A nada, a dejarlo de manifiesto. No te creo. Créeme. Me cuesta reconocerlo, eso es lo que me pasa. Por eso te lo digo, y porque la culpa te come, necesitas un cómplice, confiesa, así era la Paula llegado el caso, implacable. No es culpa, argüí, sigo pensando igual que antes. No te engañes, acercó su mano, yo te comprendo. Gracias, pero te equivocas, proseguí, la gente vive mejor, es innegable, y eso era lo que soñábamos, lo hemos logrado en democracia, con esta democracia, subir la cobertura educacional, el ingreso per cápita. Obra de privados, advirtió ella, con su otra cara, desigualdad, segregación, bolsones de marginalidad, delincuencia y narcotráfico, un pueblo ansioso y obeso, roto y mal educado, enumeró tranquilamente. Pero estos males no son exclusividad de Chile, defendí retirando la mano, son universales. Y el progreso y el bienestar también, Tomás, el mundo entero cambió. Me sorprendes, dije, realmente me sorprendes. Qué te sorprende, ¿que no me cuente cuentos?” (Págs. 41, 42).

En el párrafo transcrito se puede apreciar el manejo de la prosa por parte del autor, que presenta un diálogo escrito en clave narrativa, sin puntos aparte y sin advertir a cada paso cuál de los personajes es el hablante. Este estilo requiere, sin duda, de la participación del lector, que tiene que ser atento y vivaz y sumirse en la historia, lo que no resulta difícil porque lo que Rivera nos cuenta es lo que vemos cada día en el Chile de hoy, con triunfadores dichosos, por un lado, y por el otro, derrotados sin ninguna posibilidad de salir del pantano. ¿Qué culpa tengo yo de que sean unos inútiles?”, pregunta Tomás en más de una ocasión. Y con esa interrogante intenta calmar su conciencia.

Pero entonces, ya casi al terminar el libro, aparece la mano, que presiona el pecho de Tomás y lo despierta, y no lo deja dormir. Intenta librarse de esa mano invasora, pero con la conciencia no se juega. Él ya hizo su elección, es otro hombre, un hombre nuevo, distinto al que alguna vez quiso ser, forjado por el sistema impuesto después de septiembre de 1973. Y no hay vuelta atrás.

Una lúcida visión del chileno de hoy conocemos de La mano de Roberto Rivera Vicencio.

LA MANO

ROBERTO RIVERA VICENCIO

EDITORIAL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

150 PÁGINAS

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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