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El partido del orden tergiversa la historia Opinión

El partido del orden tergiversa la historia

Gonzalo Martner
Por : Gonzalo Martner Economista, académico de la Universidad de Santiago.
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La tragedia de Chile ha sido que este modelo se ha logrado perpetuar gracias a un sistema político que no refleja la voluntad popular, a pesar de los esfuerzos de muchos desde 1990. Voluntad popular que hoy se encuentra en la calle, dado que las instituciones le negaron el derecho a prevalecer sobre el veto de una minoría que concentra y abusa, pese a quien le pese.


No soy de los que les gusta comentar a comentaristas. Pero en su columna de El Mercurio del 10 de noviembre,  Carlos Peña vuelve a hacerse el adalid del partido del orden, cargando con virulencia inusitada contra los intelectuales que no querrían asumir como éxito propio la «modernización capitalista» que debieran aplaudir y que ahora unos vándalos están amenazando.

Y esto ocurre a pesar de que él le explica el supuesto éxito de la mentada modernización a estos intelectuales todos los domingos desde el medio emblemático de la derecha chilena.

Estos serían unos necios que no entienden que la «mejoría en el bienestar material de los chilenos ha sido resultado de las últimas décadas y, en especial, de los veinticuatro años de gobiernos de centroizquierda» bajo Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet, «y sus abundantes ministros, embajadores, asesores» que «contribuyeron a ello».

Supongo que me encuentro entre los aludidos, pues soy doctor en economía, profesor titular de la Universidad de Santiago y autor de una decena de libros y muchos artículos, lo que infiero me daría credenciales de intelectual.

Fui además subsecretario en La Moneda de Aylwin y Lagos, dirigente y presidente de un partido de Gobierno y embajador del primer mandato de Bachelet.

Aquí viene la acusación: «Pero los mismos intelectuales que fungieron de funcionarios de esos gobiernos —y que no dijeron palabra mientras ayudaban a que lo que hoy llaman neoliberalismo se construyera— ahora descubren que todo eso, nada menos que dos décadas y media de gobiernos, fue un gigantesco error, un error moral que pareciera justificar las demasías de estos días».

En mi caso, por lo menos, es mentira aquello de «no dijeron palabra» y «ahora descubren». Escribí, por ejemplo, un texto en 1993 –hace 26 años– siendo subsecretario de Aylwin, y que a él no le gustó pero que entendía era parte de un debate legítimo, llamado La Transición Inconclusa, en el que afirmaba que no ha terminado la transición y recalcaba que no se había hecho una justicia necesaria en materia de violación de los Derechos Humanos.

Añadía que en «la próxima etapa política de la Concertación deberá mantener su voluntad de terminar con los senadores designados, con la actual composición del Consejo de Seguridad Nacional, con la actual forma de generación de la Corte Suprema, con el rol de la Justicia Militar, con la inamovilidad de los comandantes en jefe y con la legislación que expresa la no sujeción de las Fuerzas Armadas al poder civil. Se deberá mantener la tesis de disminuir los quorum de reforma de la Constitución y de aprobación de las leyes orgánicas constitucionales. También deberá mantenerse como compromiso programático y político concreto con nuestros socios de coalición avanzar en la creación de condiciones de reforma del sistema electoral para establecer uno de carácter proporcional y en el establecimiento de un régimen semipresidencial».

Concluía que es «universalmente aceptado que el mercado no puede producir bienes públicos ni corregir las desigualdades sociales, ni proteger el ambiente y que el Estado debe proveer infraestructuras y servicios y asegurarle ingresos mínimos a la población más pobre, interviniendo en los mercados de trabajo y de capital para redistribuir los ingresos y orientar el crecimiento. Chile debe seguir avanzando hacia una economía solidaria, en la que el mercado opere donde sea posible asignar descentralizada y eficientemente los recursos y el Estado donde sea necesario actuar solidariamente en beneficio del interés general».

Escribí un libro en 1999, hace 20 años, que abundaba en estas posturas y que llamé Remodelar el Modelo e innumerables artículos a lo largo del tiempo en el mismo sentido.

Al asumir como presidente del PS hace 15 años, en 2003, señalé: «Dice la UDI: Senado sin designados, porque ya sirvieron lo suficiente sus intereses, y con sistema binominal, para que todo esté siempre empatado. Una vez más para que no puedan gobernar las mayorías, sino que mantengan el poder de veto las minorías privilegiadas de Chile. ¡Como si la gente no se diera cuenta que a la derecha le interesa mantener ese poder de veto para defender los privilegios de los más ricos y que la sociedad no pueda decidir democráticamente de qué manera quiere vivir y solucionar sus problemas cotidianos!».

Y agregué: «Más allá de que es posible introducir mucha eficiencia en el desempeño del sector público, no cabe duda que deberá aumentar el gasto público en la próxima década hasta no menos de un tercio de la economía si no queremos sufrir brutalmente las consecuencias de la inestabilidad del mundo y mantener la impresionante desigualdad que permanece entre nosotros».

Ese gasto público sigue siendo hoy de solo 23% del PIB, en vez del 33% que los socialistas de entonces reclamábamos.

Pues bien, muchos seguimos pensando lo mismo que se expresó en el debate entre «autoflagelantes y autocomplacientes» hace décadas. Chile, a pesar de un leve progreso medición a medición, está en el rango de mayor desigualdad en la distribución de ingresos en el mundo, como otros países latinoamericanos, y que su sistema de impuestos y transferencias no la disminuye, como es el caso de casi todos los países de la OCDE.

La pertinacia de la derecha en mantener un sistema político que no hace efectivo el principio de mayoría y que ha sido intervenido de manera corrupta por el poder económico ha terminado por deslegitimarlo por completo. Esto se explica por sus resultados en materia de extrema concentración de la riqueza, con un crecimiento que benefició mucho más a los privilegiados que a la mayoría social y una prosperidad plagada de inseguridades cotidianas y de falta de movilidad social para sectores medios tradicionales y emergentes, junto a la persistencia de un 20% que vive en la pobreza multidimensional (según los datos oficiales), es decir, en la precariedad y la exclusión.

Esos resultados, que muchos venimos previendo y criticando desde hace décadas, y que intentamos remodelar desde dentro sin éxito, tienen una consecuencia inequívoca: se requiere ahora de un nuevo pacto constitucional propiamente democrático que contenga un nuevo pacto social y de sostenibilidad ambiental.

Peña llama a que los intelectuales vean los hechos. Aquí va: el hecho básico es que Chile no ha logrado tener una democracia que deje de lado el veto de la minoría que representa el poder económico en el Parlamento y, por lo mismo, no ha podido aplicar políticas económicas de «crecimiento con equidad» como las postuladas en el programa de Gobierno de 1989 o las de «crecimiento con igualdad» del programa de 1999, en cuya redacción participé.

También lo hice en la gestión de Gobierno para llevar adelante esos programas. Desde La Moneda experimenté en vivo y en directo el bloqueo derechista y la connivencia neoliberal de una parte de la coalición gobernante. Esto no fue fruto de las opciones de una sociedad que hubiera adherido al neoliberalismo, lo que nunca ha ocurrido, sino de bloqueos institucionales ilegítimos, ante cuyos resultados nos encontramos primero con una abstención masiva en los procesos electorales que permitió dos victorias electorales de la derecha, junto a los errores de los que entonces nos dirigieron, y ahora con una rebelión social que cuestiona directamente la legitimidad del orden político y económico existente.

Si muchos se resignaron a los bloqueos institucionales que permitieron una continuidad híbrida del neoliberalismo (la lista es larga), algunos no lo hicimos, aunque quedamos en creciente minoría y con pocos espacios de expresión. Así y todo, somos objeto de estos ataques furibundos, cuya agresividad sorprende, habida cuenta de lo menguado de las filas de los aludidos.

Lo más irrespetuoso es la apelación de Peña a un supuesto deber de lealtad con el derecho a veto empresarial y de la derecha consagrados por la actual Constitución y suponer que reclamar una nueva es atribuirles «a esos violentos actos callejeros la dignidad de un reclamo constitucional». Esta afirmación es el grado cero de la honestidad intelectual y simplemente una bajeza.

También lo es la afirmación según la cual «a la hora de señalar caminos para resolver la crisis, en vez de subrayar la función de las instituciones y el valor de la democracia (que consiste en permitir la competencia pacífica en base a normas) sugieren (imaginándose, sin duda, como miembros de una constituyente) que la salida consiste en restarles lealtad a las reglas hoy existentes retrocediendo a un punto cero donde todo podría reescribirse».

Sí, eso creemos muchos desde siempre, los que luchamos por la democracia, incluyendo en las calles y las barricadas (mientras usted guardaba el silencio contra la peor dictadura de la historia de Chile): hay que reescribir de cero una Constitución que resguarda un orden oligárquico y no expresa la soberanía popular ni el principio de mayoría que son la esencia de la democracia, junto al respeto de las minorías y de los derechos fundamentales.

Eso lo habrán de hacer, por supuesto, personas distintas a los que participamos de la transición. Y la desobediencia civil de estos días es enteramente legítima, la que nada tiene que ver con los actos de destrucción de grupos pequeños e irracionales y del lumpen que hemos condenado todos desde el primer momento.

Carlos Peña se retrata al no haber sido capaz de decir una palabra de condena a la violencia policial, que ha incluido heridas a bala, graves golpizas y vejaciones sexuales, ni al hecho de que cientos de jóvenes estén perdiendo sus ojos fruto de esa represión.

En estos días, cada uno ha tenido la ocasión de demostrar dónde se sitúa. Algunos, en la defensa –incluyendo la violación descarnada de los Derechos Humanos– del orden que nos rige. Otros, en su impugnación y la defensa de la necesidad urgente de iniciar un proceso constituyente, junto a amplias medidas sociales antineoliberales, para salir de la crisis provocada por el Gobierno de Sebastián Piñera y las consecuencias de larga data de un modelo económico excluyente y desigual.

La tragedia de Chile ha sido que este modelo se ha logrado perpetuar gracias a un sistema político que no refleja la voluntad popular, a pesar de los esfuerzos de muchos desde 1990. Voluntad popular que hoy se encuentra en la calle, dado que las instituciones le negaron el derecho a prevalecer sobre el veto de una minoría que concentra y abusa, pese a quien le pese.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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