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La Doctrina de Seguridad Nacional y una nueva Constitución Opinión

La Doctrina de Seguridad Nacional y una nueva Constitución

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Diluida la Guerra Fría, la doctrina de Seguridad Nacional se ha mantenido maquillada en nuestra Constitución, lo que ha significado que las autoridades civiles sigan actuando como que mandan y los militares como que obedecen, teniendo en la base un modelo político y económico injusto que se conserva, consistente con el enfrentamiento ideológico que lo originó y que, bajo el pretexto de un fallido proyecto de desarrollo basado en la explotación de nuestros recursos naturales, ha protegido los intereses y privilegios de los ricos y poderosos, abusando de los débiles.


La Doctrina de Seguridad Nacional fue una postura estratégica impulsada por Estados Unidos en el escenario de la Guerra Fría, con el fin de contener la influencia y expansión de la Unión Soviética. Ella resultó, en América Latina, en la imposición de dictaduras militares afines para controlar y reprimir esa expansión ideológica, bajo la lógica de la existencia de “un enemigo interno”.

Nuestra Constitución de 1980, elaborada e impuesta por la dictadura militar, contuvo elementos para perpetuar esta doctrina de manera congruente con un modelo político que incluyó enclaves institucionales que limitaron la soberanía popular y puso a las Fuerzas Armadas como un poder autónomo, excéntrico del poder civil, para garantizar la permanencia de una democracia protegida.

Diluida la Guerra Fría, la doctrina de Seguridad Nacional se ha mantenido maquillada en nuestra Constitución, lo que ha significado que las autoridades civiles sigan actuando como que mandan y los militares como que obedecen, teniendo en la base un modelo político y económico injusto que se conserva, consistente con el enfrentamiento ideológico que lo originó y que, bajo el pretexto de un fallido proyecto de desarrollo basado en la explotación de nuestros recursos naturales, ha protegido los intereses y privilegios de los ricos y poderosos, abusando de los débiles.

En el contexto del fin del recién pasado ciclo político de 40 años, esta Primavera de Chile reclama una sociedad más justa, humana y fraterna, pero también demanda que civiles y militares concurran a recuperar los valores y principios de la República. Ello requerirá de un liderazgo civil efectivo para que la defensa vuelva a ser un verdadero instrumento de las relaciones internacionales, compatible con sus objetivos, prioridades y disponibilidades financieras del Estado, y un componente normal de la vida institucional del país.

De esta forma, la nueva Constitución deberá establecer que la misión principal de la fuerza militar sea la protección de la población y sus Derechos Humanos, a través del principio de Legítima Defensa establecido en la Carta de Naciones Unidas, considerando que la seguridad exterior es una arquitectura colectiva construida mediante la cooperación, ya que Chile será seguro solo si su entorno estratégico es seguro.

Esta fuerza militar será permanente y jerarquizada, efectivamente dependiente de las autoridades democráticas, que mantendrá la exclusividad del uso de la fuerza exterior del Estado. Para ello, el nuevo texto constitucional deberá señalar que el Presidente de la República es el Supremo Comandante en Jefe en tiempos de paz, crisis y guerra.

Para una patria común que todos los chilenos sintamos como propia, resulta imprescindible una nueva Constitución y no un nuevo maquillaje, que pretenda cambios para que todo siga igual, de la misma forma como ha ocurrido durante los últimos 30 años.

Nada hay más fuerte que una buena idea a la que le ha llegado el momento de nacer”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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