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La reivindicación del Estado de bienestar Opinión

La reivindicación del Estado de bienestar

Carlos Huneeus
Por : Carlos Huneeus Director del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea (CERC).
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Para la construcción del Estado de bienestar no se parte de una página en blanco. El Gobierno, la oposición y los grupos de interés, desde la CChC y la CPC, incluyendo sus gremios afiliados, como también los sindicatos y universidades, debieran pensar estratégicamente, más a largo plazo, lejos del “cosismo” del siglo XXI, con un nuevo paradigma, que les dé coherencia y los oriente a reconstruir un Chile mejor, más solidario y justo. Ello constituiría un paso significativo en enfrentar una de las profundas causas que llevaron al “estallido social” del 18-O, contribuyendo a la paz social y a la más pronta recuperación de la actividad económica del país. Todos ganaríamos.


En su columna de prensa “El tiempo sí importa”, los presidentes de la Confederación de la Producción y del Comercio (CPC), Juan Sutil,  y de la Cámara Chilena de la Construcción  (CChC), Patricio Donoso, dos de las más importantes organizaciones empresariales del país, se refirieron a la difícil situación por la que atraviesan Chile y el mundo. “Hoy enfrentamos uno de los momentos más complejos de nuestra historia, donde la unidad y el bien común adquieren un sentido tan urgente como el que vivimos en los últimos meses de 2019”. Los dirigentes gremiales se dirigieron en particular a “nuestros representantes”, es decir, senadores y diputados, para pedirles que “con responsabilidad y decisión, ocupemos estos meses en avanzar”. Concluyeron con un llamado a los poderes del Estado y los chilenos en general: “Ocupemos este tiempo para construir nuevos acuerdos”.

La única política a la cual aludieron es a la de pensiones y su planteamiento fue muy crítico: “¿Cuánto tiempo hemos gastado discutiendo estérilmente sobre el sistema de las pensiones?”. Me pregunto, ¿qué esfuerzos han llevado a cabo la CPC y la CChC que hubieran hecho posible una discusión productiva? No se refirieron a las enormes exigencias que se plantean al sistema de salud y, particularmente, al sistema público de salud.

Su columna remite a unas preguntas fundamentales, no consideradas por los dirigentes empresariales: ¿cómo enfrenta nuestro país el coronavirus? ¿Seremos capaces de detener esta pandemia y derrotarla? ¿Qué cambios serán impuestos en nuestro sistema económico y en nuestro sistema político?

Hasta el presente, las autoridades se han concentrado, y con razón, en impulsar todos sus energías y recursos hacia el sector salud y enfrentar el impacto de la pandemia en la economía.

Una crisis planetaria remece las economías y los sistemas políticos de todos los países. El capitalismo y la democracia no serán los mismos cuando esta crisis termine, tal como hace más de un siglo ocurrió con la recesión del 29. Chile es uno de los países donde están más nítidas las condiciones para que ocurran cambios estructurales, especialmente en el sistema económico que carga todavía con el “pecado original” de haber sido impuesto por la dictadura (Fontaine T., 1992): trajo consigo crecimiento y mayor bienestar, pero ahondó las desigualdades, concentró la riqueza a límites intolerables, impuso una visión contra el Estado y contra el trabajo, dejó actuar al mercado sin contrapesos, y gestó una democracia semisoberana, con partidos e instituciones frágiles, que en tres décadas no pudieron avanzar hacia sistemas económicos y políticos como los que prevalecen en las democracias avanzadas (Huneeus, 2014).

Todavía está presente la herencia del neoliberalismo radical impuesto por los Chicago boys a extremos no vistos en otras latitudes. Recordemos al comienzo de marzo los altísimos precios de las clínicas privadas para los exámenes del coronavirus, entre $ 69.000  y $ 25.000, a los que luego el Gobierno les fijaría un precio cercano al último, es decir, no es gratuito como en los hospitales.

El nuevo paradigma que emerja de esta crisis, es decir, un marco de ideas que guíe las acción de los gobiernos y especifique los objetivos e instrumentos para alcanzarlos (Hall, 1993), debe comenzar a implantarse desde ahora, no después del remezón. Eso se traduce en que el Gobierno y el Congreso no tendrían que dedicar sus energías solo a competir en impulsar o proponer decenas de medidas para atender necesidades urgentes, pero específicas, sino también apuntar hacia la generación de un nuevo marco de ideas que sustente el tránsito al desarrollo. Hoy estamos como durante el “cosismo” de fines de los años noventa, pero reformateado. Esto servirá para bajar la temperatura al enfermo, pero la enfermedad persistirá. Predomina la añeja tesis de que “gobernar es comunicar”, que ahora reaparece encarnada por algunos alcaldes y diputados. En realidad, gobernar es bastante más: es delinear, aplicar y gestionar políticas, velando por su ejecución. Gobernar no es anunciar.

Un nuevo paradigma está emergiendo frente a nosotros en Chile y muchos no se percatan. El Estado moderno, que fue empujado a un rincón en el país desde la dictadura, pero que se mantuvo vivo en las democracias avanzadas, incluso en Gran Bretaña, ha retornado a Chile de la mano del COVID-19.

Hoy es el momento de la política, con mayúsculas. De un reto a los tres poderes del Estado y los gobiernos locales, las instituciones paraestatales (Banco Central, Contraloría General de la República y otras), los partidos políticos y los grupos de interés. Todos y cada uno deben contribuir de acuerdo con sus recursos. Los grupos de presión empresarial han acumulado enormes recursos institucionales y económicos que deberían ser empleados en esta crisis, pero en el marco de este nuevo paradigma, no del antiguo.

La propuesta de la CPC de establecer un fondo de aproximadamente 50 millones de dólares, al que se sumaron las empresas mineras privadas, extranjeras y una chilena controlada por el grupo Luksic, aportando otros 17 mil millones de pesos, aproximadamente 20 millones de dólares, es una iniciativa del antiguo paradigma: una medida específica, valiosa sin duda, pero en el marco del “cosismo”. Parece más una medida comunicacional de beneficio  reputacional para las empresas, que un aporte relevante, considerando el patrimonio que han atesorado en décadas.

¿Qué pasa con las capacidades de nuestro sistema político: Gobierno, Congreso, partidos y grupos de interés? El coronavirus golpea a Chile con vigor porque nuestro sistema político tiene considerables debilidades, que dificultan la toma de decisiones y su traducción en políticas públicas, incluso a nivel comunal y local para alcanzar los objetivos propuestos. Ello es así en gran medida porque no contamos con un sistema público de salud capaz de atender a toda la población a lo largo y ancho del país, como el que existe en los países de Europa occidental, Canadá, Australia y Nueva Zelanda.  En algunos países (Italia y España) hay una alta letalidad como consecuencia de errores estratégicos de sus respectivos gobiernos, que dejaron pasar largas semanas antes de tomar medidas drásticas  contra el COVID-19. El liderazgo de los jefes de gobierno puede ser decisivo en momentos de crisis.

Las políticas neoliberales de la dictadura desmantelaron el Estado de bienestar y propusieron establecer un sistema mixto de salud, en que el Estado tuviera una menor participación y se desarrollara un sector privado como un nuevo ámbito de negocios. El coronavirus ha desnudado las debilidades del sistema público de salud, que es necesario comenzar a corregir desde ahora, sin esperar hasta después que salgamos de la crisis.

La gravedad de esta crisis impone a las autoridades actuar con urgencia. El tiempo importa, qué duda cabe. Pero se requiere de eficacia, prolijidad y de un objetivo, que lo proporciona un nuevo paradigma. El Presidente Piñera no pudo ni debió comunicar que el Gobierno lo está haciendo mejor que Italia, porque adquirió en enero ventiladores mecánicos, cuando en verdad recién el 13 de marzo se emitió la orden de compra.

También los dirigentes gremiales deben actuar con transparencia y mesura, considerando todos los aspectos y visiones sobre los temas más importantes, no limitarse a tomar en cuenta las opiniones de quienes son igual que ustedes y sin cegarse por sus legítimos intereses. Los gremios articulan los intereses de sus afiliados. Pero deberían hacerlo considerando la opinión de otros grupos de interés, en especial los sindicatos. Más aún, en cuestiones importantes, complejas y controvertidas como el sistema de pensiones, que la CPC y la CChC ponen en el primer lugar de la agenda. Me permito preguntarles: ¿en qué país creen vivir? De partida, no existe un consenso nacional sobre esto y, adicionalmente, constituiría por lo menos una mala señal sobre las prioridades de sus gremios y un aprovechamiento político de la emergencia, la aprobación de un proyecto para la continuidad de las AFP.

Su posición respecto de las AFP no se explicaría por el hecho de que están preocupados de articular los intereses de sus afiliados, sino por los enormes intereses económicos involucrados en ellas.

Tanto las debilidades del sistema público de salud como el fracaso del sistema de capitalización individual, a través de instituciones privadas con fines de lucro, plantean la necesidad de establecer el Estado de bienestar, donde este tenga las capacidades institucionales y de gestión para atender ambas funciones, como ocurre en Europa occidental, Canadá y Japón. Esto estimularía un debate sobre otros temas del Estado, como su modernización, para lo que es indispensable contar con una administración pública profesional y una carrera funcionaria hasta altos grados de los ministerios. Esto es indispensable para disminuir los espacios  existentes a  los partidos y a los empresarios para el clientelismo, el tráfico de influencias y la corrupción.

Un sistema político débil

Chile sufre el embate del COVID-19 con un sistema político cuyas graves limitaciones dificultan la acción de las autoridades. Destacan la crisis de representación, como se observa en la caída de la participación electoral, el desplome y la fragmentación de los partidos, la baja confianza interpersonal y de sus principales instituciones políticas (Gobierno, Congreso, Carabineros y Fuerzas Armadas) y en las élites políticas.

El desprestigio de la política y los políticos se acentuó por las prácticas ilegales de estos y de grandes empresarios en el financiamiento de la política; también, por la extrema dependencia de la política respecto del poder económico, como nos enteramos en 2015 por una investigación del Ministerio Público, iniciada a partir de los delitos tributarios del grupo Penta y sus controladores (Carlos Alberto Délano y Carlos Eugenio Lavín).

Como no existía financiamiento público a los partidos políticos, estos recurrieron a artimañas para obtener recursos (“boletas ideológicamente falsas”), incurriendo en delitos tributarios, coludidos con empresarios que tributaban como gastos de sus empresas estas donaciones. El episodio fue también escandaloso porque hubo impunidad para esas conductas por un acuerdo en 2015 entre el Gobierno, los senadores y el nuevo Fiscal Nacional, recientemente nombrado por la entonces Presidenta Michelle Bachelet, previo acuerdo de la Cámara Alta. Esta última decisión dañó al Estado de derecho y dio una pésima señal: los delitos de cuello blanco permanecen impunes, mientras que otros delitos son perseguidos penalmente.

Además, el Gobierno es débil. El Presidente Sebastián Piñera fue elegido por una minoría del electorado, alcanzó 36,64% de los votos en la primera vuelta, un 16,8% del padrón electoral, y se impuso con una “mayoría fabricada” por la segunda vuelta, recibiendo el 54,58% de los votos, pero que representaban el 26,5% del padrón electoral. Sin embargo, el Partido Republicano (entonces en formación) que le entregó los votos a Piñera en la segunda vuelta, y que le ayudó a ganar, se ha declarado estar en la oposición, porque las políticas de La Moneda se apartaron del programa ofrecido en la campaña electoral.

Piñera no tiene mayoría en el Congreso y debe entenderse con la oposición para los proyectos. Pero no se resigna ni empeña en buscar acuerdos, aunque tendría que ser el primero en hacerlo. Dispone de un bajísimo apoyo en la ciudadanía (en encuestas a finales de 2019 tuvo un dígito). Goza de una baja confianza de la población y tuvo un tan mal desempeño frente al “estallido social” del 18-O, que incluso se puso en duda la posibilidad de que terminara su mandato en 2022. Es todavía prematuro evaluar su desempeño ante el coronavirus, pero persiste en su estilo de liderazgo altamente centralizado, ejercido en solitario y ahora con énfasis más en la comunicación de decisiones, que en su aplicación y control.

La oposición también es débil. No tiene capacidad para aprovechar el espacio que deja la debilidad del Gobierno. Está fragmentada en numerosos partidos y entre ellos existen importantes diferencias de estrategia, desde políticas antisistema (PC y Frente Amplio) hasta el PDC, que por su desplome no puede cumplir la función de mediación entre los partidos que cumplió cuando fue el más importante, lo que refuerza las fuerzas centrífugas en la UDI y un sector de parlamentarios de RN.

Es evidente que la oposición tampoco tiene liderazgo y sus partidos no pueden ponerse de acuerdo en propuestas para proyectos de ley complejos. Su debilidad organizativa contagia a las bancadas parlamentarias e incentiva conductas individuales e iniciativas de corto plazo, lo que dificulta la labor de ambas cámaras y deteriora aún más la imagen del Congreso. Excepcionalmente se logró recientemente, para la reforma del sistema de AFP, que fue posible por un trabajo conjunto entre los parlamentarios y un grupo de expertos de la oposición, que ayudaron a la formulación de una propuesta alternativa.

Las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo no están a la altura de las exigencias de la crisis, con episodios que lo demuestran en estos días (valor del arriendo del Espacio Riesco y aprobación de un proyecto de ley para prorrogar el pago de los permisos de circulación que era inconstitucional). Los esfuerzos deben apuntar al diálogo, los acuerdos y la mesura en las palabras y en las acciones.

Las debilidades del sistema político y la baja legitimidad del sistema económico y de los empresarios se acentuaron con el “estallido social”, que puso de manifiesto, al país y al mundo, el malestar de la población hacia el sistema económico y ratificó el rechazo a las AFP (No + AFP) y a los abusos de numerosas empresas (La Polar, colusión de precios de farmacias, pollos, papel higiénico y pañales, el conforgate), incluyendo aquellas que proveen servicios públicos y son monopolios naturales (Aguas Andinas en Santiago y Essal en Osorno).

Las causas del malestar no han desaparecido, permanecen latentes, pudiendo llegar a ser manifiestas cuando se supere esta fase más aguda del coronavirus.

La dimensión empresarial de la CChC

Los grupos de presión y en particular los empresariales no son actores confiables en la actualidad. Esto no guarda relación con la modernización económica y la mayor complejidad del Estado. En términos relativos, no están mejor que los partidos, aunque conservan bastante poder político, que han conseguido por la generosidad de las autoridades económicas y la debilidad de los sindicatos.

Esto último no ocurre en los países de la OCDE –a los cuales nos queremos acercar–, con una larga tradición de sindicatos fuertes que negocian en igualdad de condiciones con las organizaciones empresariales, logrando  acuerdos de interés recíproco y del país, limitan el poder político de estas y, en ocasiones, consiguen que los gobiernos satisfagan sus demandas.

Los gremios empresariales insisten en la continuidad de las AFP. No consideran que no cumplieron la función para la cual se dijo que fueron creadas en 1980: entregar  “pensiones dignas”. Tampoco admiten los cambios que han ocurrido en el sistema precisamente porque no cumplen su misión, obligando al Estado a intervenir para financiar las pensiones más bajas. Han sido cambios que no han perjudicado a las AFP: estas no han cedido en su posición monopólica. Tampoco admiten que la población las rechaza, como indican las encuestas y las masivas manifestaciones en su contra.

Toda institución económica nueva no se legitima solo por la ley o decreto ley que la creó (N° 3.500 de 1980) y por las leyes que la perfeccionaron, sino por su capacidad para cumplir la misión para la cual fueron creadas. Las otras funciones que han cumplido, como la creación de un sistema financiero, no llenan el vacío de legitimidad provocado por el incumplimiento de su función propia. Sin embargo, son las otras funciones las que interesan a los gremios empresariales y en particular a uno de ellos, el más fuerte en términos de poder económico: la Cámara Chilena de la Construcción (CCHC).

Además de representar los intereses del gremio de la construcción, la CChC  se transformó  también en un importante grupo económico, el 13º según el ranking preparado por la Universidad del Desarrollo (UDD) de diciembre de 2016. En esta medición había mejorado cinco puestos respecto de diciembre de 2015. Tiene o participa en numerosas empresas presentes en prácticamente todos los sectores económicos. Cuenta con una AFP, Habitat, que fundó en 1981 y ha llegado a ser la tercera con mayor número de afiliados, extendiéndose a Perú en 2012, con gran éxito. Está presente en el negocio de la salud (Red Salud) con clínicas en varias comunas (Tabancura en Vitacura), tiene una Isapre (Consalud), un banco (Internacional), compañías de seguros, Mutual de Seguridad, Caja de Compensación Los Andes (representa más del 50% del sistema) y además cuenta desde 2018 con una radio, Pauta, para influir en la opinión pública. Si se sumaran sus sociedades sin fines de lucro, estaría más arriba de la 13° posición en el señalado ranking.

La CChC es uno de los principales socios del Consejo de Políticas de Infraestructura, donde se encuentra con otros grupos de presión: Asociación de Concesionarios de Obras de Infraestructura Pública (COPSA), Asociación de Aseguradoras, Corporación Chilena de la Madera (CORMA) y la Sociedad Nacional de Minería (SONAMI). Su directorio está integrado por los expresidentes Frei Ruiz-Tagle y Lagos y exministros de todos los gobiernos democráticos.

Un débil sistema público de salud

El COVID-19 desnudó las debilidades del sistema público de salud justo cuando se requiere su máxima capacidad para enfrentar la pandemia. Hasta 1973 Chile tuvo un sistema de salud relativamente eficiente, desarrollado durante décadas, con logros muy importantes. El país lo construyó mientras se establecía el Estado de bienestar, que incluyó la participación predominante del Estado en la educación y en el sistema de pensiones. Los Chicago boys desmantelaron el Estado de bienestar con la privatización del sistema de pensiones y su reemplazo por las AFP, además de la introducción de importantes mecanismos de mercado en la educación y salud.

La participación del Estado en la salud pública experimentó una amputación en 1979, cuando se suprimió el Servicio Nacional de Salud (SNS), fundado en 1952. El SNS era el responsable de la política de salud y reunía a todos los servicios públicos involucrados en las políticas de este sector, se había transformado en un modelo en el cual se inspiraron varios países en América Latina y fue objeto de estudio y admiración de expertos de EE.UU. y Europa occidental.

Además, la dictadura fragmentó la organización del nuevo sistema de salud en instituciones regionales, sin crear un ente central que dirigiera y coordinara su actividad. Al entregar la atención primaria a las municipalidades, sin proporcionarles los recursos financieros e institucionales para cumplir esta labor, aquella no pudo cumplir esa importante función, impidiendo el acceso a la salud a nivel local.

En tercer lugar, se introdujo un sistema de seguro privado para la salud (Isapres), para incentivar la creación de un sector privado de salud, en la perspectiva de llegar a un sistema mixto y que favoreció a los estratos medio altos de la población, especialmente de Santiago. Por último, se congelaron las inversiones para la construcción de hospitales y renovación del equipamiento que existía.

La exitosa y dilatada historia del SNS gestó en su personal una cultura de adhesión, orgullo y compromiso con la salud pública, desde los médicos hasta el amplio y numeroso personal de cooperación, que se constituyó en un pilar de la institución que perduró en el tiempo y que se ha transmitido a las nuevas generaciones. Esta cultura institucional, que sobrevivió al fin del SNS como organización, reapareció y se fortaleció en democracia con los valores que guiaron a sus funcionarios.

Factores históricos explican que la eliminación del SNS no provocara el fin de esa cultura institucional. Por un lado, los funcionarios de salud fueron mayoritariamente opositores a la dictadura. Por otro, los ministros de Salud en el régimen militar, surgieron de las filas de la oposición a los Chicago boys, entre ellos, oficiales de la FACH en los años setenta (como el general Fernando Matthei, después comandante en Jefe de la institución y miembro de la Junta de Gobierno), un general de Ejército y un contraalmirante de  la Marina hasta 1984. Los ministros civiles que les sucedieron no se propusieron destruir esta cultura institucional que sobrevivió en el personal.

Vuelve el Estado de bienestar

No se parte de una página en blanco al argumentar hoy a favor del Estado de bienestar, cuando arrecia esta pandemia. Es posible y necesario. Los pensionados, actuales y quienes aspiran a serlo en el futuro, esperan soluciones efectivas y próximas, lo que requiere rediseñar el sistema en torno al valor de la solidaridad en reemplazo del individualismo. Será imprescindible la participación del Estado y de los privados que colaboren con este nuevo sistema de pensiones, pues la previsión deberá transformarse en un sistema mixto.

Construir un sistema público de salud moderno y fuerte es también necesario y urgente. Este debe tener capacidades para combatir el COVID-19 y estar preparado para actuar frente a las nuevas pandemias que aparecerán más tarde y también para aprovechar los recursos y energías desplegados durante los largos meses, quizás años, que durará esta “guerra”.

El Estado de bienestar retomaría la tradición histórica en favor de una salud pública, sobre la que hubo consenso entre médicos católicos (Exequiel González Cortés y Eduardo Cruz-Coke) y socialistas (Salvador Allende). Este consenso se expresó en innovaciones institucionales y leyes de gobiernos como el de Arturo Alessandri Palma e incluso el de Gabriel González Videla. En épocas de crisis hace bien mirar nuestra historia, que no comenzó en 1973 ni en 1990, sino mucho antes.

Como la cultura del SNS continúa latente en el sistema público de salud, esto facilitará el restablecimiento del Estado de bienestar. Esta alternativa podría contribuir a cambiar el clivaje del Sí y del No que, por distintas razones, mantienen la UDI y el PC, al actuar como polos que empujan la competencia política hacia los extremos, en un sistema de partidos fragmentados, favoreciendo un pluralismo extremo, que es perjudicial para la estabilidad del sistema político. Nuevos temas están presentes en el escenario político, como se observó en las distintas posturas en la derecha hacia el proceso constituyente. Esta preocupación en sectores de derecha, especialmente en RN y en académicos, ha roto con la defensa “corporativa” de la “obra” de los Chicago boys, e incluso cuestiona hoy el economicismo en el discurso que se impuso en la derecha y en los dos gobiernos de Piñera.

Mauricio Rojas, consejero programático de la candidatura presidencial de Piñera en 2017, retomó la importancia del Estado de bienestar y durante la campaña planteó la necesidad de un consenso nacional de largo plazo. Este debería articularse en torno a temas fundamentales, como la solidaridad y la inclusión, con políticas sociales en la perspectiva del “inicio en serio de lo que puede ser el Estado de bienestar chileno” y en conflicto con los Chicago boys (El Mercurio, 30 de octubre de 2017).

Pero le replicó Cristián Larroulet (UDI), exministro secretario general de la Presidencia durante los cuatro años del primer Gobierno de Piñera y entonces coordinador del equipo de la comisión programa encargada del desarrollo institucional, al rechazar la idea de que el Estado de bienestar fuera una alternativa para la derecha. Consideró que se trataba de una experiencia política antigua (de los años cuarenta) y fracasada. Sostuvo que el Estado de bienestar “fue un fenómeno europeo que tuvo un rol, pero que fracasó. Este es un país diferente, es un concepto moderno, no es el Estado de bienestar del año 40, ni el de los derechos universales de Fernando Atria o de Beatriz Sánchez” (Qué Pasa, 3 de noviembre 2017).

Para transitar hacia un nuevo sistema de pensiones, basado en la solidaridad, y alcanzar un sistema público de salud moderno y eficaz es necesario contar con un paradigma (Hall, 1993), es decir, un marco de ideas y estándares que especifique los fines de la política, indique la naturaleza de los problemas a los que se apunta y señale el tipo de instrumentos que usan los policymakers. Un paradigma no es rígido en el tiempo, pues precisa de capacidad para enfrentar nuevos desafíos e introducir cambios en las políticas y las instituciones establecidas inicialmente.

Los países siguen un paradigma en sus políticas económicas, lo que les da coherencia a los programas y a su ejecución, y flexibilidad ante nuevos desafíos. Sin un paradigma, la acción de Gobierno pierde capacidad de dar un perfil propio a su gestión, de lograr coherencia y eficacia y de transmitir la novedad de sus resultados..

No existe una página en blanco para avanzar hacia otro paradigma. Las democracias avanzadas de Europa occidental tienen un paradigma de Economía Social de Mercado que ha sido exitoso, en el cual el poder del mercado es limitado por su componente social. Los trabajadores están en igualdad de condiciones que los empleadores, hay cogestión (Alemania), las desigualdades económicas son bajas y tiene capacidad de cambiar institucionalmente, como lo ha demostrado con sus políticas de protección del medio ambiente. Ahora el paradigma es Economía Social y Ecológica de Mercado. Hacia ello debe apuntar Chile.

Chile tuvo un paradigma para construir el sistema público de salud, en el contexto del Estado de bienestar. Este paradigma fue alcanzado por la estrecha cooperación que hubo entre destacados docentes de la Facultad de Medicina –en especial de la Universidad de Chile, la más antigua y más grande, y luego, de la Universidad Católica y la Universidad de Concepción–, los parlamentarios y los gobiernos desde el primero de Arturo Alessandri Palma (1920-1924), incluyendo el de Gabriel González Videla, que consiguió la aprobación del proyecto de ley que creó el SNS.

El Colegio Médico de Chile (Colmed), fundado en 1948, o Asociación Médica de Chile (AMECH), tuvo una activa participación en este desarrollo hasta el golpe militar, formulando propuestas a los respectivos gobiernos y a los parlamentarios e interviniendo en el debate público. La activa participación del Colmed frente al coronavirus, como antes en los años de la “apertura” del régimen de Pinochet, significan reencontrarse con esa historia, que se remonta al siglo XIX con la Sociedad Médica de Chile.

Este paradigma se trasladó a la política pública por la participación de destacados médicos en política, como parlamentarios, ministros de Estado, no solo de Salud, sino también en otros ministerios, como Interior (Sótero del Río,1959-1964, antes ministro de Salud en tres gobiernos), candidatos presidenciales (José Santos Salas en 1927 y Eduardo Cruz-Coke en 1946) y uno fue Presidente de la República (Salvador Allende). Esta continuidad se ha reanudado desde 1990 en cada una de las legislaturas en ambas cámaras del Congreso. En la actual hay nueve diputados y dos senadores de profesión médico.

¿Cómo establecer el Estado de bienestar?

El coronavirus marcará un antes y un después en el desarrollo de los sistemas económicos y políticos, en particular, del capitalismo y de la democracia, decíamos más arriba. Chile no será una excepción. Para salir de la crisis se emplearán todas las energías y recursos de las instituciones y personas. La exigencia será mayor para las instituciones y personas que cuentan con más recursos económicos y de organización, entre las que destacan las grandes organizaciones empresariales y la CChC en particular.

La CChC posee una organización muy grande y compleja, con una diferenciación en entidades regionales y centrales en diversos ámbitos, como se explicó antes. También tiene una alta cohesión y un estilo de organización y liderazgo que ha dinamizado su acción. Sus socios trabajan en todos y cada uno los principales ámbitos de la economía. Todos estos recursos explican su legitimidad en su sector y haber alcanzado un enorme poder económico y político.

Por estos motivos, invito a la CChC a pensar y actuar en grande, de acuerdo con la magnitud y los recursos organizativos y económicos que dispone, para impulsar al mismo tiempo iniciativas que aborden las necesidades del presente y, también, las que están un poco más allá. Son tareas simultáneas y no consecutivas, como sería una propuesta de reforma por etapas, pues se superponen en un esfuerzo continuo y coherente. Esto se debiera concretar en el establecimiento de un Estado de bienestar, que, como dijimos, fue desmantelado. Pese a esto, sobrevivieron algunas de sus raíces en la cultura profesional de los funcionarios de la salud pública, a quienes ahora los chilenos admiramos por su vitalidad y coraje ante el coronavirus.

El Estado de bienestar en Europa, desde Alemania a los países escandinavos y en otros continentes (Canadá, Australia, Nueva Zelanda) no es una institución del pasado, fracasada, como afirmó Larroulet en la campaña presidencial de 2017, refutando las declaraciones de Mauricio Rojas, que lo reivindicó para un gobierno de derecha. Por el contrario, fue exitoso y es actual, como lo demuestran (con pocas excepciones, Italia y España) los resultados ante el coronavirus, con una bajísima letalidad (1,2% Noruega; 1,5% Alemania; 1,62%  Canadá; 4,1% Dinamarca).

El Reine Unido, por el contrario, tiene una alta letalidad, 10,3%, porque  los gobiernos conservadores (1979-1997 y 2000- hasta hoy) siguiendo un paradigma neoliberal, debilitaron al National Health Service (NHS), el servicio público de salud creado después de la Segunda Guerra Mundial. Se propusieron alcanzar un sistema de salud mixto, con un amplio espacio para atraer a inversionistas extranjeros. De ahí su menor capacidad institucional y de recursos humanos para enfrentar la pandemia, además de los errores estratégicos del nuevo primer ministro, Boris Johnson, también conservador.

La CChC podría mirar la experiencia de Suecia, un país situado en la periferia del mundo, como Chile, y gobernado por la izquierda durante casi todo el siglo XX. Constituye un exitoso caso de democracia y capitalismo que les entregará antecedentes para esta tarea. Suecia tiene un tipo de capitalismo muy distinto al de EE.UU., que atrae como un imán a economistas y empresarios, como si fuera el único modelo. Mientras en Suecia las pensiones y la salud se basan en el principio del universalismo y la cooperación entre el capital y el trabajo,  con pensiones altas y un seguro de salud obligatorio, en Estados Unidos las pensiones son según empresas, sin seguro de salud universal y en la confrontación entre el capital y el trabajo. Mientras EE.UU. no tiene un Estado de bienestar, sí lo tiene Suecia. Este caso debiera ser de interés para la CChC ,porque no fue establecido por iniciativa de gobiernos socialdemócratas, sino por la patronal sueca, la SAF (Svenska Arbetsgivareföreningen), la Confederación de Empleadores de Suecia.

Como lo demuestra una minuciosa y elogiada investigación (Swenson, 2002), Suecia contradice las interpretaciones de que el Estado de bienestar fue el resultado de una lucha entre los sindicatos y los gobiernos de izquierda. En el país nórdico se tomó esta decisión por iniciativa de SAF, que llevó a  una alianza entre el capital y el trabajo y apoyada por el Estado, porque traería paz social, necesaria para el desarrollo de un orden económico estable y dinámico, que también beneficiaría a las empresas. Disponía de los recursos institucionales para preparar una propuesta y participar en el debate parlamentario, destacando un centro de estudios creado a fines de los años 30, y, además, había una amistosa relación con los gobiernos de izquierda y los sindicatos. El Estado de bienestar que tuvo Chile antes de Pinochet confirma la tesis de Swenson.

El impulso debe provenir de una organización patronal. Sería una noticia de interés nacional, necesaria para dar una señal potente cuando otras empresas privadas en un momento tan difícil como el actual, las isapres, anuncian el alza de las cotizaciones en 5%, para luego matizar la decisión comunicando suspender dicha alza por tres meses, luego de una reunión con el Presidente. Por el contrario, debieron haber congelado las cotizaciones hasta salir de la etapa más dura de la crisis económica. Similar argumento también corresponde a la postergación de los pagos de servicios públicos provistos por empresas privadas (energía, agua, telecomunicaciones). Todos tenemos que sacrificarnos, partiendo por quienes tienen más.

La CChC, que podríamos considerar como un equivalente funcional de la patronal sueca, debiera seguir los pasos de esta, tomar la iniciativa e impulsar en forma muy decidida el establecimiento del Estado de bienestar en Chile. Más aún cuandom en los inicios de su labor gremial en los años 50, una de sus primeras obras fue la creación de un fondo que pagaba un beneficio de tipo voluntario a favor de las familias de sus obreros, lo que posteriormente dio origen a la asignación familiar para todos los obreros (DFL No 245 de 1953). Luego, creo un Servicio Médico, sin fines de lucro, para los trabajadores de la CCHC y sus familias y muchas otras instituciones destinadas a mejorar la calidad de vida de su afiliados y trabajadores.

Sería un paso valioso frente a esta crisis, que significaría un cambio, tendría un efecto muy potente para empujar a los otros gremios empresariales y a los empresarios a avanzar en la misma dirección: una solidaridad entre el capital y el trabajo, que sea también intergeneracional y entre el Estado, las empresas y las organizaciones de los trabajadores. Para hacerlo con propiedad, debería hacerlo retomando la tradición de sus primeros años, tomando distancia de sus posiciones en las últimas décadas y pensar en el país y sus necesidades y carencias. No es una ruptura con su historia, sino un reencuentro con ella.

La construcción del nuevo Estado de bienestar significaría no solo un sistema de pensiones distinto, basado en la solidaridad, y un sistema público de salud moderno y robusto. También permitiría abandonar, 30 años después, el clivaje del Sí y el No que nos ha dividido muchos años y que reapareció durante el proceso constituyente, especialmente en personalidades de la UDI y algunos senadores de RN. Llamaron a defender la Constitución de 1980, acusando a quienes proponían una nueva Constitución de querer partir de cero. En esas largas semanas, interrumpidas por el COVID-19, reapareció la antigua división entre chilenos, como si en 1920 hubiera reaparecido la que hubo entre balmacedistas y antibalmacedistas en 1891.

Retomando las palabras de esos sectores, para la construcción del Estado de bienestar no se parte de una página en blanco. El Gobierno, la oposición y los grupos de interés, desde la CChC y la CPC, incluyendo sus gremios afiliados, como también los sindicatos y universidades, debieran pensar estratégicamente, más a largo plazo, lejos del “cosismo” del siglo XXI, con un nuevo paradigma, que les dé coherencia y los oriente a reconstruir un Chile mejor, más solidario y justo. Ello constituiría un paso significativo en enfrentar una de las profundas causas que llevaron al “estallido social” del 18-O, contribuyendo a la paz social y a la más pronta recuperación de la actividad económica del país. Todos  ganaríamos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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