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Retroactividad parlamentaria: el «espejo roto» de la confianza ciudadana Opinión

Retroactividad parlamentaria: el «espejo roto» de la confianza ciudadana

Diego Ancalao Gavilán
Por : Diego Ancalao Gavilán Profesor, politico y dirigente Mapuche
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Para muchos chilenos y chilenas la toma de decisiones política aparece hoy como “un espejo roto en el cual la nación no puede reconocer su propia imagen”(PNUD 2017). Qué duda cabe, necesitamos con urgencia otro concepto de democracia que sea más justo y que represente a la sociedad mayoritaria. Ente este escenario, el límite a la reelección parlamentaria (retroactiva), es un paso imprescindible. Hoy tenemos parlamentarios que llevan 30 años en el ejercicio del cargo. Esto no sería un problema si estos fueran una manifestación de lo mejor que podemos generar como sociedad. Sin embargo, estos representantes virtualmente vitalicios, son parte de un sistema que se regenera a sí mismo, no precisamente por la calidad de sus méritos, sino por la voracidad de sus intereses mezquinos.


La desigualdad en Chile tiene múltiples rostros y expresiones. No se limita a aspectos como los niveles de ingreso, el acceso al capital o al empleo, sino que también adquiere formas específicas en otros campos, como el que corresponde al poder político y la desigualdad con que son tratadas las personas de bajos recursos e indígenas.

Este trato desigual, afecta en mayor grado a las mujeres, a la población rural de las regiones retrasadas, a los pueblos originarios, a personas de diversas minorías y a quienes sufren la pobreza en todas sus manifestaciones. Pero, también hay un grupo amplio de afectados, que podemos describir como aquella mayoría ciudadana que teniendo plenas capacidades, son tratados como interdictos.

Se pueden constatar dos pilares que originan la desigualdad. Se trata de dos tipos de concentración inescrupulosa, ostentada por pequeños grupos de privilegiados: la económica y la política. De la primera sabemos mucho, por el largo prontuario de abusos cometidos contra quienes somos considerados simples “consumidores”.

La segunda parece menos evidente y es a la que hace referencia el Informe del PNUD denominado “Auditoria a la democracia, más y mejor democracia para Chile” y se expresa en la administración del poder de decisión política, que sigue concentrado en los mismos grupos y en los mismos partidos que hemos conocido en las últimas décadas. Todos ellos, mediante una negociación transversal, que va mucho más allá de sus diferencias ideológicas, consiguen sus escaños y sostienen sus posiciones, con la justificación de mantener una supuesta “estabilidad política”. ¿En qué consiste esa “estabilidad”?, primero, en que ellos sigan gobernando, por supuesto. Se arrogan, con un sentido de predestinación, el título de salvadores permanentes de la patria, y sin ellos, todo deviene en un caos absoluto. Así, los ciudadanos, aunque no tengamos conciencia de ello, los necesitamos para que todo siga funcionando con “normalidad”.

Hay un pequeño inconveniente en todo esto, y es que esa normalidad a la que se aferran con desesperación, mantiene al 99% de Chile postergado, y entre ellos a los pueblos indígenas, que es probablemente la mayor vergüenza histórica que tristemente se mantiene hasta hoy.

El informe citado, asegura que las inequidades sociales y económicas son consecuencia directa de la concentración de las decisiones políticas de todo el espectro ideológico que, con tanto esfuerzo, han logrado mantener el control del poder, a costa de tanto sufrimiento de los excluidos de este país. Esto me recuerda ese descarnado dicho popular que reza: “no hay mal que dure cien años, ni tonto que lo resista”. Lo cierto, es que hemos resistido, a fuerza de una confianza ingenua, un mal del que debemos deshacernos. Y es que ya sabemos que la desigualdad es, finalmente una opción política, como ya lo había sentenciado el Premio Nobel de economía Joseph Stiglitz.

En conclusión, la responsabilidad de la pobreza y exclusión que viven las grandes mayorías de chilenos, tienen nombres y apellidos, todos muy conocidos y que podemos recitar de memoria. Es esa casta política de todos los colores que ha administrado el Estado, bajo el principio de esa recurrida metáfora de la puerta giratoria. A veces parece que ya se van o que decidieron jubilar, pero de pronto, renacen como la maldición del “Ave Fenix”.

Una pequeña muestra de esto, es esa “oportunidad de negocios” que siempre puede ver un empresario, cargado de espíritu emprendedor, en esta espantosa pandemia que estamos viviendo. En efecto, basta ser un empresario bien conectado con las elites de poder político, para adjudicarse directamente los servicios que provean las canastas familiares que resultan imprescindibles para los más pobres. Un negocio redondo, donde nuevamente ganan los mismos grupos económicos de siempre.

Así, nuestra democracia una vez más vuelve a estallar en las mentes de los ciudadanos, como dice Manuel Castells. Participamos de un sistema democrático que no cumple la misión para lo cual existe. Es decir, no garantiza que quienes son sujetos de injusticias puedan reclamar, movilizarse y, en definitiva, elegir representantes que efectivamente defiendan sus intereses y derechos.

En Chile, el financiamiento de la actividad política, como todos sabemos, se ha transformado en una gran colusión de intereses de los grupos de poder. Para decirlo en breve: cerca del 75% de los ministros, el 60% de los senadores y más del 40% de los diputados del período 1990-2016, asistió a colegios de elite, estudió carreras universitarias de elite, o ambas cosas (PNUD 2017). Esto no solo incluye, obviamente, a la “patrulla juvenil” de la derecha, sino a una buena parte de la Concertación, y también al llamado Frente Amplio.  Al final son las castas de la elite, que se reproducen y mutan para mantener el poder, dejando afuera a los sectores pobres, en definitiva a las grandes mayorías excluidas del modelo político y económico de Chile.

Para muchos chilenos y chilenas la toma de decisiones política aparece hoy como “un espejo roto en el cual la nación no puede reconocer su propia imagen”(PNUD 2017).

Qué duda cabe, necesitamos con urgencia otro concepto de democracia que sea más justo y que represente a la sociedad mayoritaria. Ente este escenario, el límite a la reelección parlamentaria (retroactiva), es un paso imprescindible.

Una democracia fuerte y sana, debería llevar al Parlamento a los y las mejores, representantes de la gran mayoría segregada políticamente del país. Quienes son más probos, más decentes, más sabios, más trabajadores, más austeros y más aptos para ejercer este nivel de responsabilidad social y política. Y, ¿qué podemos decir de la calidad de nuestros parlamentarios?, salvo honrosas excepciones, tenemos dudas razonables.

Hoy tenemos parlamentarios que llevan 30 años en el ejercicio del cargo. Esto no sería un problema si estos fueran una manifestación de lo mejor que podemos generar como sociedad. Sin embargo, estos representantes virtualmente vitalicios, son parte de un sistema que se regenera a sí mismo, no precisamente por la calidad de sus méritos, sino por la voracidad de sus intereses mezquinos.

Hablamos de una suerte de lactantes empedernidos de un sistema que se niega a morir. Ahí tenemos, por ejemplo, al Senador José Miguel Insulza que afirma con prepotencia: «No voy a aceptar que haya retroactividad» en el límite a la reelección. Sería conveniente que este y otros senadores desesperados por mantener sus privilegios, escuchen la voz del pueblo y sean capaces de un solo acto digno.

Como se puede apreciar, en esto no hay derechas ni izquierdas. Lo que hay son intereses corporativos de la clase política dispuesta a hacer todo lo necesario para sostener una posición que les ha dado tan “buen pasar”. En este escenario se desdibuja el concepto tan necesario de una oposición y visualizamos un solo bloque de intereses cruzados.

Detrás del ampuloso discurso de la meritocracia, se ocultan pactos espurios que no quieren reconocer una estrategia acordada tácitamente para auto protegerse y salvar este momento de riesgo para ellos.

Pero, el sistema democrático tiene un antídoto de sobrevivencia, que no solo se sustenta en la legalidad, sino en la ética. Este último, un concepto que está en boca de todos, pero que se practica demasiado poco.

Soñamos con la restitución de la decencia en la política y el imperio del Buen Vivir como modelo de desarrollo, que restituya al ser humano como centro de las decisiones que nos conduzcan a un desarrollo integral.

Debemos ubicar el derecho a la vida por sobre la propiedad, a los seres humanos por sobre el mercado, los derechos del trabajador por sobre el capital y el cuidado de la naturaleza por sobre el lucro.  Buscamos una unión más perfecta entre lo que nos semeja y no en lo que nos separa.

Así vemos el mundo desde la visión indígena, bajo los preceptos de nuestros antepasados, que nos impulsan a un necesario y nuevo modelo de desarrollo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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