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Antecedentes para un debate sobre la Constitución económica Opinión

Antecedentes para un debate sobre la Constitución económica

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Eugenio Rivera Urrutia
Por : Eugenio Rivera Urrutia Director ejecutivo de la Fundación La Casa Común.
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Parece necesario replantear el debate a partir de una confianza básica en la responsabilidad de la ciudadanía y de sus representantes. Esto no implica una visión ingenua sobre la política ni sobre los procesos de decisión. Implica, sí, una relativa desconfianza sobre las capacidades de instituciones y “expertos” que pretenden ponerse por encima de la política democrática. Desconfianza respecto a la pretensión de resolver problemas políticos con una mirada meramente técnica, a menudo profundamente influida por la economía ochentera. Implica, finalmente, superar enfoques simplistas sobre los ciclos políticos y los determinantes de la toma de decisiones de políticos e instituciones de la administración. Sobre esta base, es necesario generar los mecanismos que permitan controlar los problemas que todo sistema trae consigo.


El exministro de Hacienda Felipe Larraín, que perdió su puesto el 28 de octubre del 2019, poco después de iniciado el estallido social del 18-O, ha publicado una columna en El Mercurio bajo el título “Nueva Constitución, incertidumbres y orden público económico”. Aunque reconoce el triunfo categórico del Apruebo, propone dejar la Constitución económica tal como está en la Carta Magna del 80. Queremos abordar dos de los temas fundamentales que trata en su columna: 1) La autonomía del Banco Central; y 2) la iniciativa exclusiva del Presidente de la República en materias de impuesto y gasto público.

Su análisis denota una preocupación unilateral por reducir las “incertidumbres” de los inversionistas; no hay rastros de preocupación por reducir la incertidumbre que el modelo económico impone a los grupos de menores ingresos y a los sectores medios. Más importante aún, las principales fuentes de incertidumbre a nivel internacional son la incapacidad de los sistemas políticos y económicos de atender las demandas ciudadanas y la presencia de presidentes o primeros ministros de ultraderecha en varios gobiernos del mundo.

El debate político sobre las principales instituciones económicas se ha caracterizado en las últimas décadas por el predominio de un enfoque presuntamente técnico, que en realidad está determinado por una perspectiva ideológica no explicitada. No se indica, por ejemplo, que la idea del Banco Central constitucionalmente independiente y la iniciativa exclusiva del Ejecutivo en prácticamente todas las materias relevantes, tiene como fundamentos la desconfianza neoliberal básica en las instituciones democráticas, que caracteriza el pensamiento de Friedrich Hayek, Milton Friedman y James Buchanan.

No cabe en el debate constitucional pretender desechar los planteamientos de los padres ideológicos del actual ordenamiento constitucional sin entregar los fundamentos para ello. Pero tampoco es aceptable que los defensores de la Constitución el 80 den por buena la Constitución económica sin los argumentos requeridos. Es, sin embargo, el caso de la columna del exministro que pasamos a comentar.

La independencia del Banco Central (BC)

Felipe Larraín propone mantener en la Constitución independencia extrema del BC. Plantea también que sus consejeros no puedan ser acusados constitucionalmente ni tampoco removidos por el solo arbitrio del Ejecutivo. Señala, por otra parte, que el BC de Chile es reconocido por su carácter técnico y autónomo.

Un problema de la columna de Larraín en el tratamiento de los distintos temas es la falta de matices en su análisis. No cabe sino coincidir en que los consejeros del BC no deberían ser removidos por el solo arbitrio del Presidente, menos aún sin manifestación de causa. No obstante, de eso no se sigue que los consejeros carezcan de responsabilidad política. El proceso constituyente requiere superar las visiones simplistas.

Es cierto que hay antecedentes históricos que parecen fundamentar la idea de que los BC no independientes contribuyeron a la alta inestabilidad económica de los 60, 70 y 80 en Chile y en el mundo. No obstante, el desempeño histórico de los BC no independientes estuvo asociado a otros elementos: de partida, una subestimación de la teoría económica de la época, de los efectos desestabilizadores de los déficits presupuestarios. También estuvo asociado con la alta conflictividad social derivada de la crisis fiscal del Estado en la época.

Situaciones complejas similares a las de esa época, generadas luego de la crisis financiera del 2007-2008, han puesto en cuestión la capacidad de los bancos centrales europeos (independientes) de evitar el financiamiento de los altos déficits públicos de varios países de esa región. Por el contrario, bancos centrales no independientes (caso Colombia) tienen resultados similares al BC chileno, pues operan sobre la base de concepciones económicas distintas a los de los años 60 y en un ambiente de mayores consensos sociales y una menor conflictividad social.

El BC de Chile, según Felipe Larraín, es reconocido por su carácter técnico y autónomo. En una columna dejamos en evidencia la intervención política del BC, quedando claro que su análisis no se puede reducir a uno presuntamente técnico. Dicha columna fue respondida por el presidente del BC. Sin embargo, en una réplica dejamos en evidencia la insuficiencia de la respuesta.

Parece adecuado realizar una evaluación técnica por parte de especialistas con miradas estrictamente económicas, pero también desde el punto de vista de los efectos políticos de sus decisiones y sobre el desarrollo democrático, para lograr un balance objetivo del desempeño del BC en sus 30 años de vida independiente. Este es un antecedente indispensable para el debate constitucional.

Sin duda, aparecerán momentos en que el BC ha tenido un desempeño adecuado; otros, menos afortunados, entre los cuales se podría señalar la forma en que se enfrentó la crisis asiática en 1998; la crisis financiera del 2008 (aún en enero del 2009 la tasa de interés real estaba por sobre el 8%) o la grave subestimación en abril del presente año de la crisis que provocaría la pandemia y las medidas económico-sanitarias destinadas a enfrentarla. Igualmente, importante es evaluar el impacto de la alta volatilidad cambiaria en detrimento de los esfuerzos por impulsar nuevos sectores exportadores.

Para avanzar hacia una NC consensuada es indispensable abandonar las trincheras y superar visiones “blanco y negro”, como la que presenta Larraín. La idea de la autonomía absoluta o ilimitada del BC tiene como antecedente fundamental la desconfianza absoluta de Hayek respecto de toda asamblea democrática.

Por otra parte, la independencia extrema del BC chileno contrasta con la primacía del Congreso de los Estados Unidos sobre la Reserva Federal. Es el Congreso estadounidense el que fija los objetivos específicos de esta última institución, en el tiempo, de acuerdo con los problemas que se van enfrentando. Algo similar ocurre en el caso de Gran Bretaña. Como ha señalado el expresidente del BC, Roberto Zahler, en Australia el Gobierno y el BC firman un acuerdo (“Statement on the Conduct of Monetary Policy”) cada vez que cambia Gobierno o que cambia gobernador del BC. En el caso de Chile, el BC fija por sí y ante sí los objetivos, en el contexto de objetivos inscritos en su Ley Orgánica definidos sobre la base de teorías económicas abandonadas hace ya tiempo.

Ello, junto con la preocupación legal de asegurar la estabilidad de la moneda, lo lleva a adoptar políticas que han afectado negativamente, por ejemplo, la diversificación de la economía. Un tipo de cambio real altamente volátil dificulta el desarrollo de nuevas actividades exportadoras, en especial las intensivas en conocimiento. En tal sentido, parece razonable proponer una autonomía responsable, que se traduce en que los errores que puedan cometer los consejeros estén sujetos al juicio político (como el resto de las autoridades importantes del Estado), que asegure una real coordinación con las políticas del Ejecutivo y el Legislativo.

Las políticas públicas tienen sin duda un alto contenido técnico, pero son también decisiones políticas que dependen de las diferentes miradas ideológicas y teóricas que existen en la sociedad. Por tanto, las decisiones deben evolucionar de acuerdo con los cambios en la política democrática. En tal sentido, es indispensable que la designación del Consejo del Banco Central resulte de un sistema de quórum que permita reflejar la evolución de la política democrática. Desde el punto de vista de los objetivos legales, la Ley del Banco Central debe ampliar las preocupaciones de la institución al crecimiento económico sostenible, el empleo y el nivel y variabilidad del tipo de cambio real.

La iniciativa exclusiva del Presidente de la República

Larraín insiste en mantener las disposiciones de la Constitución del 80 en lo relativo a la iniciativa exclusiva del Ejecutivo en materias de impuesto y gasto público y la no afectación de los impuestos a destinos específicos. No se refiere la columna a si es necesario mantener la iniciativa exclusiva del Presidente en todas las materias que precisa el artículo 65 de la Carta Magna del 80 (alteración de la división política o administrativa del país, creación de nuevos servicios públicos, fijación de remuneraciones mínimas del sector privado, establecer modalidades y procedimientos de negociación colectiva y establecer o modificar normas de seguridad social).

Más allá de estas materias, la iniciativa exclusiva del Ejecutivo en ámbitos que Larraín sí analiza, requiere una discusión más pormenorizada. En efecto, estas definiciones están asociadas a aquellas sobre si se reemplaza el hiperpresidencialismo e, incluso, el sistema presidencial por un sistema parlamentario o semipresidencial, en cuyo caso la problemática relativa a la iniciativa exclusiva del Presidente pierde relevancia.

Por otra parte, no todos los países con sistemas presidenciales incluyen la iniciativa presidencial exclusiva en estas materias. De hecho, en los Estados Unidos “los senadores y representantes están autorizados a presentar todo tipo de iniciativas e indicaciones en los más variados aspectos. Incluso en la elaboración de la Ley de Presupuesto los congresistas juegan un rol activo. La iniciativa presidencial es muy reducida, al punto que no puede enviar proyectos de ley al Congreso ni presentar indicaciones (Sebastián Soto, «Iniciativa exclusiva del Presidente de la República: un aporte del TC para su interpretación”).

Un debate amplio debería partir analizando los fundamentos teóricos de la iniciativa exclusiva. Como Sebastián Soto señala, uno de los orígenes fundamentales de esta idea es la Teoría de la Elección Pública (escuela que se constituye en uno de los pilares principales del pensamiento neoliberal), que sostiene que “los legisladores y los votantes actúan racionalmente y que, por ello, ambos buscan maximizar sus utilidades. Dado que uno de los principales intereses de las autoridades de elección popular es la reelección, los congresistas procurarían comprar votos entregando para ello variados beneficios a sus electores en forma de regulaciones, pensiones, empleos, etc.”. No hay espacio en la presente columna para analizar en detalle esta perspectiva. Baste decir que se trata de una mirada profundamente economicista que explica toda la acción individual a partir del interés de maximizar la utilidad individual, concebida además principalmente en su dimensión monetaria.

El advenimiento de la democracia representativa y el fin de las exclusiones del derecho a voto generan, según Hayek, una situación en que los gobiernos se ven obligados a “satisfacer las particulares apetencias de los diferentes intereses sectarios” (2006, p. 175). La única forma de que el poder de un gobierno democrático (que Hayek denomina democracia negociadora) no se vea obligado a ceder ante pretensiones sectarias, es que se le imponga una limitación definida por el sometimiento de su comportamiento “a aquellos principios en torno a los cuales el pueblo haya logrado establecer consenso”, sin que se explicite cómo se construye ese consenso (ib.). Esta limitación debe aplicarse “a todo órgano de gobierno y, de manera especial, a aquel que opere según el modelo democrático”.

En la mirada de Hayek no está un gobierno al estilo de Nicolás Maduro; su crítica se dirige incluso al sistema parlamentario británico, “que introdujo a nivel político, no solo el principio de representatividad, sino también, por desgracia, el de la soberanía parlamentaria, es decir, la idea de que las cámaras representativas deben gozar de poderes ilimitados. Son, sin embargo, irreconciliables entre sí los conceptos de soberanía de la ley y de soberanía parlamentaria (ib., p. 180).

Parece necesario replantear el debate a partir de una confianza básica en la responsabilidad de la ciudadanía y de sus representantes. Esto no implica una visión ingenua sobre la política ni sobre los procesos de decisión. Implica, sí, una relativa desconfianza sobre las capacidades de instituciones y “expertos” que pretenden ponerse por encima de la política democrática. Desconfianza respecto a la pretensión de resolver problemas políticos con una mirada meramente técnica, a menudo profundamente influida por la economía ochentera. Implica, entonces, superar enfoques simplistas sobre los ciclos políticos y los determinantes de la toma de decisiones de políticos e instituciones de la administración. Sobre esta base, es necesario generar los mecanismos que permitan controlar los problemas que todo sistema trae consigo.

Implica, finalmente, hacerse cargo del fracaso del hiperpresidencialismo, en particular de las normas que han guiado el debate legislativo y el autoritarismo que ha caracterizado el debate presupuestario en los 30 años de democracia. Esto no es un problema de blanco y negro. Es indudable que las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo han tenido como consecuencia equilibrios fiscales y bajos niveles de endeudamiento, pero es también indudable que la contrapartida de ello ha sido la mala educación y salud pública, la incapacidad de responder a las demandas ciudadanas de buenas pensiones, la desafección ciudadana frente al sistema político, los problemas  para contribuir a detener el deterioro creciente de la capacidad de crecimiento y, finalmente, un estallido social. El marco general de estas deficiencias son justamente los amarres de la Constitución del 80 (cuestión que analizamos antes en este medio) que Felipe Larraín se niega a abordar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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