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FF.AA. y legitimidad Opinión

FF.AA. y legitimidad

Gabriel Gaspar
Por : Gabriel Gaspar Cientista político, exembajador de Chile en Cuba y ex subsecretario de Defensa
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Si una lección nos deja a todos lo ocurrido con la estatua de Baquedano, es que se hace necesario reconocer lo profundo a que ha llegado el deterioro de lo nacional colectivo. Debemos recomponerlo. La grieta de desconfianza que anima a muchos, el debilitamiento de lo institucional, obliga a preguntarse el por qué y ser proactivos. Vale para los ciudadanos, las autoridades y las instituciones. Todos somos Chile.


A finales de los años 80 del siglo pasado, las Fuerzas Armadas percibieron con exactitud que enfrentaban un fuerte cuestionamiento de parte de importantes sectores de la sociedad. Eran los años finales de Pinochet. Una vasta movilización democrática puso en tensión al régimen y a la sociedad. Varios estrategos apreciaron que los largos años del gobierno militar empezaban su fase terminal, pero que era necesario, para la nueva etapa, separar a las FF.AA. de la experiencia política reciente. En suma, volver a su rol profesional.

El peligro mayor era que el fin del régimen podía también implicar el fin de las Fuerzas Armadas o experimentar un deterioro profundo en el futuro cercano. La sombra de Nicaragua y de Argentina. La base de ello era el cuestionamiento a su legitimidad. Se hacia necesario separar a los siameses. Desde 1973 en adelante, las FF.AA. se identificaron a plenitud con una fórmula política, perdiendo su característica de ser instituciones nacionales, cuyo norte ha de ser siempre la defensa de todos los chilenos. Digamos, también, que el escalón político fracasó previamente en construir una fórmula que impidiese la solución de fuerza. Agreguemos que la Guerra fría imperante azuzó la polarización.

En vastos sectores de la civilidad se anidaron fuertes resentimientos y desconfianzas hacia las Fuerzas Armadas. Especial rol tuvo la sistemática violación de los Derechos Humanos que caracterizaron a esos años. Miles de víctimas y sus respectivos familiares representaron comprensiblemente esa desconfianza. Reconozcamos que en importantes sectores de la sociedad se anidó un fuerte antimilitarismo.

Separar el tema de los DD.HH. respecto a la política de Defensa, reconstruir un nuevo diseño de seguridad profesional y acorde a los tiempos de la post Guerra Fría, entre otros, fueron los desafíos que debió asumir Chile en su reconstrucción democrática. Sectores de las Fuerzas Armadas entendieron con exactitud que era necesario reconstruir su legitimidad ante los ojos de la mayoría de la población. No fue tarea fácil, porque en sectores que acompañaron al Gobierno de Pinochet prevalecían (y prevalecen aún) visiones ultraideológicas. Mientras algunos estrategos se planteaban la necesidad de reconstruir una nueva relación civil-militar de carácter eminentemente nacional y profesional, otros a cada rato amenazaban con sacar sus corvos.

Durante las administraciones Aylwin y Frei predominó una compleja convivencia, entre otras cosas porque Pinochet se atrincheró en la Comandancia en Jefe del Ejército. Vino Londres y después el descubrimiento de las cuentas en el banco Riggs. Entremedio, la Mesa de Diálogo y un decidido proceso de fortalecimiento del rol profesional de las FF.AA. Se elaboró el libro de Defensa en 1997, primer diseño público de una política de defensa construida en democracia. En la primera década del siglo XXI Chile avanzó en muchos planos, incluida una nueva relación civil-militar. Se renovaron capacidades estratégicas y surgieron unas Fuerzas Armadas más pequeñas, más tecnologizadas y con profundos procesos de renovación de sus políticas educativas. Un solo dato: hoy las FF.AA. tienen un personal profesional por sobre el 80% de sus efectivos, una oficialidad joven bilingüe y con capacidad de interoperar a nivel OTAN.

Si comparamos esta trayectoria de inicios de siglo con el presente, refrescado por el debate en torno a la estatua de Baquedano, constatamos que las Fuerzas Armadas, que habían logrado reconstruir en buena medida su legitimidad, hoy vuelven a enfrentar el mismo desafío.

Es obvio que en sectores de la sociedad perduraron los sentimientos antimilitaristas, pero estos rebrotaron con fuerza por la emergencia de un nuevo delito de lesa humanidad: la matanza de recursos públicos. La corrupción.

En efecto, los diversos casos de corrupción en que se han visto involucrados uniformados estimuló una nueva crisis de legitimidad para las Fuerzas Armadas. Por cierto, la corrupción no es para nada un fenómeno exclusivo de los uniformados. Sonados casos de cohecho, abuso de poder y flagrantes violaciones a la legalidad los encontramos en el nivel político, en empresarios coludidos para obtener ganancias perjudicando a los consumidores, en el clero, en Carabineros, entre otros estamentos. El resultado ha sido un enorme distanciamiento de la ciudadanía respecto a las elites. Existe el convencimiento, para muchos, de que todo aquel que llega a posiciones de poder abusa de ello en beneficio personal.

Esa desconfianza, unida a las carencias sociales que se incrementaron en paralelo al lujo desbordante de una minoría y el descrédito progresivo de la institucionalidad, entre otras causas, llevaron al 18/O. Como sabemos, la plaza se transformó en un punto icónico de la disconformidad. También una flagrante muestra de la incapacidad de las autoridades para comprender la magnitud de la crisis. La estatua pagó los platos rotos.

Digámoslo más claramente, para algunos el tema no es que se quiera Fuerzas Armadas de otro tipo. Derechamente algunos piensan que no es necesario tenerlas. Y aquí convergen desde las heridas del 73, la indignación contra la corrupción, hasta teorías utópicas, como aquellas voces que sostienen que en el mundo “ya no habría conflictos”, todo sería cooperación. En suma, desde diversos frentes, nuevamente el tema de la legitimidad se pone en el tapete.

Es evidente que los consensos que Chile construyó para recuperar su democracia hoy son insuficientes y están muy deteriorados. Es necesario reconstruirlos, el camino constituyente muestra que una inmensa mayoría de los chilenos quiere hacerlo pacíficamente, quiere cambios con profundidad y con orden, institucionales y que traigan más democracia y bienestar. Crear el mejor clima para ese proceso es responsabilidad de todos, empezando por las autoridades. Dejar en el pasado actitudes de confrontación y desafío, como la desafortunada fotografía presidencial en la plaza. Por el contrario, las autoridades debieran asumir que su mejor legado es crear buenas condiciones para que Chile reconstruya su pacto social y funde una nueva República. Dejar ordenada la casa y no confrontar en cada cadena nacional.

Es cierto que la sociedad va mutando en sus prioridades y sus sensibilidades. El paso del tiempo es rotundo. A modo de ejemplo, miremos a los jóvenes de Corea del Sur, la mayoría nació con el K-pop y siempre han vivido como jóvenes de un país desarrollado. Sus abuelos padecieron después de la guerra un PIB de menos de 100 dólares al año. Es obvio que tengan sensibilidades diferentes. Es preciso advertir esas diferencias, son inevitables y no necesariamente nocivas per se. De hecho, todo abuelo que las vivió duras en su infancia y juventud, se alegra y reconforta de que no pase lo mismo con sus nietos.

La cohesión social requiere de la construcción de una cultura que contribuya a la noción de pertenencia a un conglomerado mayor, a la tierra de los padres. El individualismo desenfrenado que hemos vivido en las últimas décadas unido a un consumismo alentado por la masificación del crédito privado disuelve el tejido social, pero también la memoria y la simbología común. Generaciones sin educación cívica y con Historia como ramo optativo, dan por resultado millennials que, como toda juventud, tiene una gran inquietud y la convicción de que lo harán mejor que sus predecesores.

No solo debemos retomar buenas prácticas –como el republicano currículo escolar de tiempos del liceo sino también regular otras. El paupérrimo manejo de algunos medios, TV en especial, donde los matinales llevan la guaripola, que fomentan la banalidad, el morbo ante el crimen del día, llegando incluso a añadir efectos especiales a sus trasmisiones, manejando todo en un tono que infantiliza al espectador. ¿Qué hace el Consejo Nacional de TV?

Si una lección nos deja a todos lo ocurrido con la estatua de Baquedano, es que se hace necesario reconocer lo profundo a que ha llegado el deterioro de lo nacional colectivo. Debemos recomponerlo. La grieta de desconfianza que anima a muchos, el debilitamiento de lo institucional, obliga a preguntarse el por qué y ser proactivos. Vale para los ciudadanos, las autoridades y las instituciones. Todos somos Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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