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Estados Unidos: ¿puede quebrarse la democracia? Opinión

Estados Unidos: ¿puede quebrarse la democracia?

Mladen Yopo
Por : Mladen Yopo Investigador de Política Global en Universidad SEK
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Según un estudio de la Universidad de Virginia, el 30% de la población controlará el 68% del Senado para 2040. La mitad de la población vivirá en ocho estados. El mal reparto del Senado da una ventaja abrumadora a los votantes blancos y sin estudios universitarios. Por lo que un candidato demócrata podría ganar por muchos millones de votos y, aun así, perder, como ya ha sucedido. Si a eso sumamos que otros estudios reflejan que la mayoría de los demócratas y republicanos cree que el otro partido es una «seria amenaza”, existiendo minorías que justifican la violencia, como los Oath Keepers –un grupo paramilitar y antigubernamental de extrema derecha–, estamos frente a una crisis no vista desde la Guerra Civil. Baste decir que la policía del Capitolio ha registrado un aumento del 107% en las amenazas contra los miembros del Congreso.


El 20 de enero de 2021, Joe Biden asumió como el 46° presidente de Estados Unidos tras recibir más de 81 millones de votos (la mayor votación histórica presidencial), además de una mayoría relativa en el Congreso. Sin embargo, y a pesar de ello y de los logros de su gestión –recuperación económica, empleo, salarios, millonario programa social Build Back Better y grandes inversiones en infraestructura–, su apoyo se está diluyendo rápidamente por causas como una inflación del 7% (la más alta desde 1982), la pandemia (40% sigue sin inmunización completa y enfrenta la variante ómicron), 60% de alza de la bencina, salida apresurada de Afganistán y, especialmente, por los “escombros” que le dejó Trump, que han profundizado la crisis institucional y cuyas palabras siguen en la línea del odio, la falsedad y la desestabilización, aumentando la polarización en el país. Revelador de esto es la denuncia de Fred Upton, congresista republicano por Michigan, de que lo habían amenazado de muerte a él y su familia por el solo hecho de apoyar el plan de infraestructura de Biden.

En un mitin de campaña en Arizona (Biden ganó por solo 10 mil votos) por las elecciones de medio mandato (los demócratas podrían perder su mayoría relativa), donde se renueva la totalidad de la Cámara de Representantes, un tercio del Senado y la elección de gobernadores de 36 Estados y tres territorios, Trump dijo que el país “se está yendo al infierno. Es un desastre. Tenemos que ser fuertes y recuperar nuestro país y nuestro futuro… Pocos imaginaron que (Biden) sería tal desastre… La inflación es la peor en 40 años… Las tiendas están vacías, no hay mercancías… Las calles de las ciudades demócratas están llenas de sangre y homicidios, hay cuatro veces más casos de Covid que antes”. Es decir, y tal como lo hizo en sus dos carreras presidenciales y su mandato, su máxima sigue siendo «ganar ahora a cualquier precio», incluso a costa de la propia democracia –124 almirantes y generales (r) publicaron carta con líneas discursivas de Trump–.

Jimmy Carter (39.º presidente) escribía en The New York Times que “hace un año, una turba violenta, guiada por políticos sin escrúpulos irrumpió en el Capitolio y casi logró evitar la transferencia democrática del poder. En aquel momento, los cuatro expresidentes condenamos sus acciones y afirmamos la legitimidad de las elecciones de 2020. Luego hubo una breve esperanza… Sin embargo, un año después, los promotores de la mentira de que las elecciones fueron robadas se han apoderado de un partido político y han avivado la desconfianza en nuestro sistema electoral”. Carter denuncia que republicanos en Estados como Georgia, Texas, Florida y otros, aprovechando la desconfianza que han creado, están promulgando leyes que facultan a legislaturas partidistas para intervenir en los procesos electorales, lo que amenaza con derrumbar el sistema a una velocidad asombrosa.

Precisamente, en su artículo “La crisis de la democracia estadounidense”, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt alertan que la democracia ya no es “inquebrantable” en EE.UU. a partir de actos y dichos imprudentes de los políticos. Observan con creciente inquietud cómo el sistema político amenaza con descarrilarse “con costosos cierres del gobierno, asientos robados de la Corte Suprema, juicios políticos, crecientes preocupaciones sobre la imparcialidad de las elecciones y, por supuesto, la elección de un candidato presidencial que había tolerado la violencia en mítines y amenazó con encerrar a su rival, y quien, como presidente, trasgredió el Estado de derecho al desafiar la supervisión del Congreso y corromper a las fuerzas del orden para proteger a sus aliados políticos e investigar a sus oponentes”.

Levitsky y Ziblatt recuerdan que hubo señales tempranas de esta erosión cuando, en la década de 1990, el republicano Newt Gingrich (expresidente de la Cámara de Representantes) alentó a sus compañeros a usar palabras como “traicionar, contra la bandera y traidor”, para describir a los demócratas. Al hacerlo, Gingrich promovió abandonar el barandal no escrito de la tolerancia mutua. Este discurso, además de provocar un cambio en el ethos republicano, trajo consigo un abandono del autocontrol en el uso de este instrumento constitucional, al llegar a los límites de causar el primer cierre importante del gobierno en 1995 y un juicio político presidencial en 1998 (primero en 130 años). Luego otros líderes republicanos, como Sarah Palin, Rudy Giuliani, Mike Huckabee y el propio Trump denostaron la figura presidencial, diciendo que “Obama no amaba a EE.UU.” y que “Obama y los demócratas no eran estadounidenses reales”. Pero lo que debió servir de luz roja, fueron los resultados de las elecciones presidenciales de 2000 y 2016, en las que el perdedor en los votos fue presidente (Bush Jr. y Trump, respectivamente). Esto debió ser el punto límite sobre el sesgo de un sistema electoral que favorece un conservadurismo/adinerado en contra de la mayoría ciudadana.

Distintas instituciones reflejan este retroceso democrático. Por ejemplo, la clasificación de Freedom House 2021, donde EE.UU. aparece por debajo de Chile, la República Checa, Eslovenia, Taiwán y Uruguay, y está en el mismo tramo que democracias jóvenes como Croacia, Grecia, Mongolia y Panamá; el Survey Center on America Life, expone que el 36% de los estadounidenses (casi 100 millones) está de acuerdo en que “el estilo de vida tradicional está desapareciendo tan rápido que quizá tengamos que usar la fuerza para salvarlo”; y The Washington Post informó hace un tiempo que cerca del 40% de los republicanos cree que la acción violenta contra el gobierno en ocasiones se justifica; etc.

Una encuesta de 1999 encontró que el 85% de los estadounidenses creía que era la Constitución la principal razón de por qué la que democracia ha tenido tanto éxito (amén del sueño americano). Pero las constituciones por sí solas no son suficientes para proteger la democracia y aquí se han roto dos normas básicas no escritas en este sentido: a) la tolerancia mutua y/o aceptar la legitimidad de los rivales políticos más allá de la magnitud de los desacuerdos; y b) la prudencia y el autocontrol para usar el derecho (los resquicios legales) y facultades disponibles en las leyes y la Constitución. El respeto mutuo y el compromiso compartido de ejercer con moderación sus prerrogativas institucionales, es lo que se perdió en EE.UU. y que sirvió para mantener la gobernabilidad democrática por más de un siglo.

No es la primera vez que Estados Unidos está en crisis: ahí están en el imaginario aún la guerra de Vietnam, las protestas por los derechos civiles, el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, de Robert Kennedy y de Martin Luther King, el escándalo del Watergate, abusos y matanzas raciales, etc. Tampoco es la típica polarización liberal-conservadora que observa a lo largo de la historia; es decir y en lo fundamental, la gente no se teme ni se odia por los impuestos, la política de salud o la educación en los colegios. Precisamente, Stephen Marche dice que “la política de partidos se ha visto prácticamente reducida a una distracción. Ya no importan mucho los partidos o las personas que los forman, ni en un sentido ni en otro”, al haberse transparentado (reflorecido) un clivaje más profundo radicado en las estructuras de poder.

Las divisiones partidistas actuales se anclan con la identidad racial y cultural, la continuidad del clivaje de la Guerra de la Secesión (1861-1865, controversia sobre la esclavitud) y que mantuvo una cierta segregación en el texto constitucional. Las normas democráticas fueron escritas y santificadas por y para una comunidad blanca, cristiana y adinerada, y que excluyó por la fuerza a millones de afroamericanos, como lo describen bien Levitsky y Zimblatt. Es decir, los padres fundadores, en su mayoría grandes comerciantes y propietarios de las plantaciones, no estuvieron dispuestos a entregar el nuevo país a los artesanos, agricultores, trabajadores, afroamericanos o etnias originarias. Alexander Hamilton (1757-1804), militar, primer secretario del Tesoro y redactor de los Federalist Papers, por ejemplo, dijo: «Debe gobernar aquel que mueve los hilos del monedero».

Los demócratas del sur reaccionaron de manera similar a los republicanos de hoy en relación con la concesión del derecho a voto de los afroamericanos en la era de la Reconstrucción, que fue ordenada por la Decimoquinta Enmienda. Dado que los afroamericanos representaban una mayoría en casi todos los estados antes confederados, este derecho era considerado un peligro al dominio político de los demócratas blancos del sur y una potencial amenaza a todo el orden racial. Al verlo como una amenaza existencial, entre 1885 y 1908, en muchos de estos estados se aprobaron leyes que establecían impuestos electorales, pruebas de alfabetización, requisitos de propiedad y residencia y otras medidas destinadas a despojar a los afroamericanos de sus derechos de voto y asegurar el dominio demócrata blanco, cristiano y adinerado, marcando el comienzo de casi un siglo de autoritarismo en el sur.

De acuerdo a Lance Selfa, la democracia en EE.UU. se fue ampliando solo gracias a las luchas populares como la abolición de la esclavitud, las movilizaciones por el derecho al voto de las mujeres, la lucha por el derecho a referéndum, por el referéndum revocatorio, el recall, y la elección directa de los senadores, llevadas adelante por los movimientos populares y progresistas desde 1890, la lucha por los derechos sindicales en los 30 y por los derechos civiles en los 60. Solo a través de estas luchas, muchas veces en contra de la clase dirigente y la gente “bien nacida” de ambos partidos, se fue ampliando el abanico de los derechos democráticos más allá de lo que pretendían los “Padres Fundadores”.

El pilar fundamental del gobierno de minorías se sustentó en un sistema constitucional que estaba sesgado hacia los estados pequeños (o de baja población). Pero, con el tiempo, ese sesgo inicial evolucionó hacia una sobrerrepresentación masiva de los estados rurales, lo que afectó sesgando a tres importantes instituciones contramayoritarias: un Colegio Electoral, que está ligeramente inclinado hacia los estados escasamente poblados; un Senado que está fuertemente sesgado hacia los estados escasamente poblados; y debido a que el Senado debe aprobar las nominaciones a la Corte Suprema, esta también está sesgada hacia los estados escasamente poblados. La tendencia demográfica muestra una despoblación de las zonas rurales, lo que agrava más el problema. En 20 años, el 70% de la población vivirá en 16 estados, lo que significa que el 30% del país controlará el 68% del Senado, mostrando que el sistema federal ya no representa la voluntad de los ciudadanos estadounidenses.

Levitsky y Ziblatt grafican la crisis de representación así: a) los dos últimos presidentes republicanos asumieron el cargo a pesar de haber perdido el voto popular, y podría volver a suceder fácilmente en 2024; b) los demócratas ganaron fácilmente la votación general en las elecciones al Senado de 2016 y 2018 y, sin embargo, los republicanos aún controlan el Senado; c) en 2017, Neil Gorsuch se convirtió en el primer juez de la Corte Suprema de la historia en ser nombrado por un presidente que perdió el voto popular y luego ser confirmado por senadores que representaban a menos de la mitad del país. Un año después, Brett Kavanaugh ascendió a la Corte exactamente de la misma manera, creando una mayoría conservadora en la Corte con orígenes minoritarios; d) en febrero de 2020, los 52 senadores que votaron para absolver al presidente Trump provenían de estados que representaban a 18 millones menos de estadounidenses que los 48 senadores que votaron a favor de condenar.

En ningún lugar se hizo más clara la erosión de los controles y contrapesos que en el fracaso del proceso de juicio político a Trump de 2019-2020. Los republicanos del Senado declararon desde un principio que absolverían al presidente sin importar las pruebas de irregularidades y “delitos”. Con una polarización extrema, su temor era tan grande, que era más importante para los republicanos vencer a los demócratas que frenar a un presidente que amenazaba las instituciones y la paz del país. El juicio político, es decir, el control constitucional más poderoso sobre el abuso ejecutivo, quedó incapacitado por una mayoría “falsa”.

En los 50 del pasado siglo, los cristianos blancos constituían más del 90% del electorado, pero para el 2024 ellos estarán por debajo del 50%, lo que para muchos republicanos representa un gran temor al futuro. Lemas como «recuperar nuestro país» y «hacer que EE.UU. vuelva a ser grande» reflejan esta sensación de peligro. Este cambio, en lo fundamental, se debe a tres hechos del último siglo: a) el movimiento por los derechos civiles provocó una migración masiva de sureños blancos demócratas al Partido Republicano, mientras que la gran mayoría de los afroamericanos liberados en el sur se volvieron demócratas; b) EE.UU. experimentó una ola masiva de inmigración y la mayoría terminó en el Partido Demócrata; y c) comenzando con la presidencia de Reagan, a principios de los 80, diversos cristianos evangélicos blancos han ido en masa a votar por los republicanos. Esto ha tenido como resultado una representación muy opuesta de los dos principales partidos y que ha conducido a una polarización al sustentarse la estabilidad democrática, en parte, en la exclusión racial/social.

Marche dice, por lo mismo, que gane quien gane en las elecciones de medio término o las de 2024, la crisis de legitimidad del sistema está presente. Según un estudio de la Universidad de Virginia, el 30% de la población controlará el 68% del Senado para 2040. La mitad de la población vivirá en ocho estados. El mal reparto del Senado da una ventaja abrumadora a los votantes blancos y sin estudios universitarios. Por lo que un candidato demócrata podría ganar por muchos millones de votos y, aun así, perder, como ya ha sucedido. Si a eso sumamos que otros estudios reflejan que la mayoría de los demócratas y republicanos cree que el otro partido es una «seria amenaza”, existiendo minorías que justifican la violencia, como los Oath Keepers –un grupo paramilitar y antigubernamental de extrema derecha–, estamos frente a una crisis no vista desde la Guerra Civil. Baste decir que la policía del Capitolio ha registrado un aumento del 107% en las amenazas contra los miembros del Congreso.

Al ver la victoria del adversario, se ve como una catástrofe, se ponen en marcha acciones oscuras (el fin justifica los medios), pero hoy con agravantes. La derecha se está preparando para una ruptura de la ley y el orden, hoy está copando las fuerzas encargadas de garantizarlas. Los «patriotas» contrarios al Gobierno han usado la reacción contra el movimiento antirracista Black Lives Matter para construir una base de apoyo dentro de las fuerzas del orden (ahí esta el eslogan Blue Lives Matter, en referencias al color de los uniformes policiales), revelando una contradicción extrema: algunas de las fuerzas que deben imponer el orden están contaminadas por «ideologías supremacistas y racistas”.

Por eso Carter dice que “actualmente, nuestra gran nación se tambalea en el borde de un abismo cada vez más grande. Sin una acción inmediata, corremos un verdadero riesgo de entrar en un conflicto civil y perder nuestra preciada democracia”. Para su solución y que la democracia perdure, propone, entre otras, exigir a los líderes y candidatos que defiendan los ideales de libertad y se adhieran a los más altos estándares de conducta (tolerancia y paciencia mutua); que los ciudadanos puedan participar con facilidad en procesos electorales transparentes, seguros y protegidos; que las denuncias de irregularidades se presenten de buena fe y aceptar las resoluciones (que los partidos sepan perder); buscar formas de reencuentro, y resolver el problema de la propagación de desinformación, en especial en las redes sociales.

Sin embargo, y además de lo expresado por el expresidente, el problema esta en las estructuras del poder, especialmente en un sistema federal que ya no representa la voluntad del pueblo estadounidense. Por lo mismo, es necesario un sistema electoral moderno, donde cada voto valga lo mismo y que de manera proporcional determine el número de escaños. Más allá de que sus raíces democráticas son sólidas, hay que seguir con detención los hechos que vendrán en la primera potencia mundial, tal como lo expresa Heraldo Muñoz en una columna similar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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