Publicidad
El Presidente Boric y la Iglesia: gobernar, rezar e investigar Opinión

El Presidente Boric y la Iglesia: gobernar, rezar e investigar

Neftalí Carabantes
Por : Neftalí Carabantes Abogado, secretario general de la Universidad Central, ex subsecretario General de Gobierno de la administración de Michelle Bachelet.
Ver Más

La molestia expresada por el Presidente Boric es parte esencial del ejercicio de gobernar. Un Mandatario no puede dejar de emitir un juicio ético y valórico que le dicte su conciencia, menos aún si lo hace con apego a los principios de humanidad y de justicia. Se trata de un legítimo abandono de la neutralidad y una coherente toma de posición en favor de las víctimas de abuso eclesiástico, frente a quienes representan, ante nuestra sociedad, el signo del encubrimiento.


El Presidente Boric ha señalado con nitidez que le causó molestia la presencia del cardenal Ricardo Ezzati quien fuera arzobispo de Santiago en el Te Deum ecuménico “Oración por el pueblo de Chile y el nuevo Gobierno”, actividad a la cual también asistió su antecesor, Francisco Javier Errázuriz, y cuyo anfitrión fue el actual arzobispo de Santiago, el cardenal Celestino Aós.

¿Tiene fundamento y razón la molestia del Presidente de la República? Absolutamente.

Desde que comenzaron las investigaciones relacionadas con abusos sexuales en la Iglesia católica chilena, quienes representan a las víctimas de los abusos sexuales cometidos por distintos sacerdotes han ido configurando, ante la justicia, la tesis del encubrimiento de la jerarquía eclesiástica. No solo eso, las pruebas que ha recabado el Ministerio Público dan cuenta, cada vez con mayor certeza, de que las máximas autoridades de dicha institución en los últimos años, siempre estuvieron en conocimiento de lo que sucedía en las etapas iniciales de muchas de las denuncias. En la especie, Ezzati y Errázuriz han sido cuestionados por la desidia en la forma enfrentar las denuncias de abusos cometidos por sacerdotes de la Iglesia católica en Chile contra menores de edad y personas bajo su dirección espiritual, hechos que provocaron una investigación directa encargada desde el Vaticano por el Papa Francisco a monseñor Scicluna, así como una serie de cambios al interior del episcopado. De hecho, Ezzati ha debido enfrentar una serie de querellas en su contra, interpuestas por asociaciones de víctimas de abusos sexuales eclesiásticos, apuntando a su presunta acción como encubridor.

A mayor extensión, el Papa Francisco reconoció una verdadera «cultura de abuso y encubrimiento» en la Iglesia católica chilena y, en tal virtud, en el último tiempo ha venido desvinculando a una decena de clérigos, particularmente obispos. Claro es que la reacción de la Iglesia ante las denuncias de abusos no fue la adecuada. Se ocultó, se minimizó, se encubrió y, más aún, se desacreditó a los denunciantes.

Es insoslayable que las víctimas de abusos golpearon una y otra vez las puertas del arzobispado y la Nunciatura y, lamentablemente, no fueron escuchados. En la vereda opuesta, monseñor Charles Scicluna, en su paso por Chile, trabajó sigilosamente, con deliberada y total independencia de la Nunciatura, no solo investigando denuncias de abusos, reuniéndose con las víctimas, sistematizando información y determinando responsabilidades, sino que fue aún más lejos, al levantar un completo y riguroso informe de los graves casos de abusos ocurridos en Chile, distanciándose radicalmente de la verdadera muralla investigativa que hasta ese momento había implicado históricamente el secreto pontificio.

Felizmente, hace muy poco el mundo fue testigo de la importante decisión del Vaticano de poner fin al secreto pontificio en casos de violencia sexual y abuso de menores cometidos por clérigos, toda vez que se consideró que el bien y la seguridad de los niños y jóvenes debe estar siempre por encima de cualquier protección del secreto, incluso del “pontificio”. Por ello, de aquí en adelante nada debiese oponerse al cumplimiento de las obligaciones y del imperio del derecho en cada país, incluidas las obligaciones de denuncia y de aportar medios probatorios, debiendo la Iglesia católica acatar sin más trámite las resoluciones que expidan las autoridades judiciales civiles.

A la luz de los esfuerzos que en la actualidad libra el Ministerio Público por acceder a gran parte del material probatorio que rola en los archivos eclesiásticos, así como a toda la información que posea el Vaticano y que pudiese ser útil para el éxito de las investigaciones de abusos sexuales en Chile, cobra especial relevancia una nueva actitud de colaboración que pudiese asumir la Iglesia chilena, pues, al no existir impedimento legal canónico alguno, el único camino posible es el de la colaboración con las investigaciones.

Es dable señalar que, al año 2021, un total de 80 religiosos involucrados en casos de abusos sexuales fueron condenados en los últimos 15 años en Chile. A la fecha, la Fiscalía mantiene abiertas 159 investigaciones por delitos sexuales contra niños, niñas, adolescentes y adultos cometidos por clérigos y laicos relacionados con la Iglesia católica, lo que finalmente arroja un total de 271 víctimas con procesos investigativos en curso.

A estas alturas del siglo XXI no es comprensible que tantos hombres, que se suponía debían consagrar su vida a Cristo, hayan incurrido en este tipo de abusos, de forma tan cruda y sistemática, en algunos casos hasta llegar a construir verdaderas cofradías del horror al interior de la Iglesia católica. Estas atrocidades, unidas a una profunda secularización de la sociedad, han puesto la cruz que arrastrara Cristo en la espalda de la Iglesia, relegándola a un rol menor en la sociedad chilena, la cual ve a su jerarquía como parte del problema. Valga recordar que la Conferencia Episcopal emitió dos declaraciones tras el estallido social, y pocos se enteraron o comentaron.

Ante esta cruda realidad, la Iglesia católica debe asumir importantes desafíos:

1. Fortalecer el trabajo de prevención de este tipo de delitos: es hora de revisar la forma en que ha operado la justicia y el sistema procesal canónico, y, por ende, reformar aspectos tan sustantivos como, por ejemplo, que el tribunal eclesiástico sigue siendo juez y parte a la vez, sin las garantías del debido proceso para víctimas ni para acusados. A este gravísimo problema, se suman la completa falta de transparencia del proceso, la inexistencia del principio de bilateralidad de la audiencia, y la ineficacia de las penas y medidas decretadas para la prevención de nuevos delitos.

2. Obligación de denuncia: es indubitado que la Iglesia ejerce además un deber de cuidado en sus propias instituciones de formación seminarios y noviciados, a partir de lo cual resulta fundamental que sea la propia Iglesia católica la que proceda a efectuar la denuncia, en vez de esperar, solamente, la denuncia por parte de la víctima.

3. Comisión Nacional de Verdad, Justicia y Reparación: las chilenas y chilenos tienen el legítimo derecho a saber qué ocurrió. Las víctimas tienen derecho a que se haga justicia y se consagre la verdad, respetando, por cierto, las garantías para los acusados y sobre todo para las víctimas que pidieron resguardo de su identidad ante la sociedad.  Algunos delitos pueden estar prescritos pero el dolor de las víctimas no caduca. Ahora es cuando la Iglesia católica chilena tiene la gran oportunidad de mostrarse dispuesta a revisar su pasado y a decir toda la verdad sobre los abusos sucedidos al alero de la institución, puesto que la verdad no prescribe. Para ello, un primer paso altamente valorable, sería establecer una Comisión Nacional de Verdad, Justicia y Reparación, donde asuma con hidalguía su responsabilidad moral, se establezca una memoria histórica de los abusos sexuales y se prevenga la no ocurrencia de estos en el futuro.

4. Responsabilidad patrimonial: asumidas las atrocidades, se abre paso al reconocimiento por parte de la Iglesia de su responsabilidad patrimonial, a través de indemnizaciones reparatorias a las víctimas, tal como ya lo han dictaminado los tribunales superiores de justicia. Lo anterior, debido al patrón de conducta que configuran las actuaciones negligentes de la Iglesia en Chile, tanto al descartar de plano las denuncias en lugar de considerar la posibilidad de examinar si tenían  elementos de veracidad, como por su aversión a investigar y sancionar a los pederastas, protegiendo con su inactividad a los abusadores, como si ellos fueran víctimas de una infamia y agresión pública contra su buen nombre y descuidando por completo lo ocurrido a las víctimas del abuso.

Valga expresar que la falta de investigación, sanción y reparación genera, además, responsabilidad internacional del Estado de Chile y, al mismo tiempo, de la Santa Sede, en materia de derechos humanos. En tal virtud, es clave que la Fiscalía continúe desarrollando, con más fuerza e intensidad que antes, la persecución penal pública y el trabajo de protección de las víctimas y testigos, además, de seguir garantizando que la persona denunciante tenga una misma respuesta en todas las fiscalías del país. Resulta también esencial que la Fiscalía Nacional actualice los protocolos de actuación de los fiscales en la investigación de delitos sexuales cometidos por miembros de la Iglesia católica.

En suma, la molestia expresada por el Presidente Boric es parte esencial del ejercicio de gobernar. Un Mandatario no puede dejar de emitir un juicio ético y valórico que le dicte su conciencia, menos aún si lo hace con apego a los principios de humanidad y de justicia. Se trata de un legítimo abandono de la neutralidad y una coherente toma de posición en favor de las víctimas de abuso eclesiástico, frente a quienes representan, ante nuestra sociedad, el signo del encubrimiento.

El trato entre un Gobierno y la Iglesia debe ser siempre de respeto mutuo y de colaboración, con foco en abordar con sinceridad los problemas reales. A la luz de este episodio y de las definiciones que está adoptando la Convención Constitucional, más temprano que tarde se tornará necesario reevaluar la relación entre Estado e Iglesia, vale decir, la forma en que, en pleno siglo XXI, un Estado laico debe interactuar con las Iglesias del país; debiendo razonar, además, si se justifica que exista una vinculación con ellas a través de la Oficina Nacional de Asuntos Religiosos, ONAR, dependiente de la Segpres. Como expresara el jurista Georg Jellinek en cuanto a los procesos de secularización: “El Estado laico y moderno solo puede constituirse removiendo los límites morales y religiosos impuestos por la Iglesia, que condicionan el ejercicio del poder político…”.

Corren nuevos vientos en la Iglesia, y sabido es que vienen nuevas generaciones de sacerdotes que nada tienen que ver con las atrocidades cometidas por algunos de sus antecesores, que están rompiendo paradigmas de los perfiles tradicionales, con renovada vocación y con un valioso trabajo en las calles, poblaciones, no necesariamente al interior de capillas y templos, siendo fácil encontrarlos en Facebook, Instagram, YouTube, y Twitter, signos inequívocos de una verdadera renovación de la vida consagrada.

En cuanto a la responsabilidad que le cabe a la Iglesia católica por la presencia de los cardenales Ezzati y Errázuriz en el Te Deum, ahora, en momentos en que reina el silencio y la calma, el arzobispado de Santiago y la Conferencia Episcopal deberán efectuar una profunda reflexión acerca de cuán posible se pudieron haber hecho mejor las cosas, a fin de desentrañar: ¿qué señal se quería enviar al país con la presencia de los citados cardenales?; o si ¿se actuó con tino y prudencia en relación con la víctimas de abusos sexuales? La Iglesia podrá argüir que no existen sentencias judiciales a firme en contra de los precitados cardenales que les atribuyan la comisión de delitos, pero el abuso sexual contra menores no es solo un tema de naturaleza jurídica, sino además moral y ética; sobre todo para aquellos sacerdotes que ejercieron la dirección espiritual de la Iglesia en Chile. Además, se trata de un episodio que, de alguna manera u otra, marca el inicio de la relación entre el nuevo Gobierno y la Iglesia católica, que sin duda se pudo haber evitado.

Habla con sabiduría el Presidente Boric cuando expresa que “no quiere entrar en una guerra con la Iglesia católica”, y que su molestia obedeció a la presencia en el Te Deum de los cardenales Ezzati y Errázuriz, quienes a juicio de las víctimas actuaron con desidia, negligencia, e inhumanidad frente a las víctimas de abusos sexuales y, como señalara el Papa Francisco, “con ánimo de encubrimiento”.

Como sociedad, debemos ser capaces de comprender que no es a la Iglesia católica a la que se persigue, sino a los delitos y actos cometidos por personas, en tanto, un mínimo sentido de prudencia, hubiese aconsejado no haber invitado a los cuestionados cardenales a un acto ecuménico de encuentro que, para algunos, sigue constituyendo una tradición de fraternidad republicana.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias