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Más allá del justo medio y las transfiguraciones del Rechazo Opinión

Más allá del justo medio y las transfiguraciones del Rechazo

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Pablo Geraldo Bastías
Por : Pablo Geraldo Bastías Candidato a doctor en sociología UCLA.
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Hay quienes han criticado al proceso constituyente por ser, según sostienen, una catarsis de “consumidores furiosos”, lo que se vería plasmado en una propuesta constitucional parecida a una lista de supermercado, donde cada grupúsculo incorporaría sus propias demandas de manera negociada pero inconsistente. No parecen notar que la idea del consumidor furioso se devuelve como un espejo contra quienes la utilizan. Cada quien levanta su propia bandera, y cada semana vemos cómo surgen nuevos grupos de “ciudadanos independientes” cuya única causa (el Banco Central, el Senado o los derechos de autor) justificaría moverse hacia el Rechazo.


El Rechazo vive días gloriosos. El trabajo de la Convención Constitucional está cerca de culminar, y la posibilidad de que su propuesta sea aprobada está seriamente puesta en duda. Los medios advierten (nuevamente) que “el Rechazo crece” aunque, al menos por un tiempo, ha cesado el anuncio de las plagas del apocalipsis que la escritura de una nueva Constitución traería consigo. El “coro catastrofista” de Politzer ha dado lugar a una letanía de lamentos algo más sobrios, aunque igualmente mal impostados.

Ya no se anuncia con tanta vehemencia el fin de los tiempos; en su lugar, se llora por la solución derramada, se acepta con resignación que no tendremos el respiro institucional que tanto necesitamos. Así, los columnistas de turno lamentan que “la suerte parece echada” (1), y nos notifican que el proceso “ya fracasó”(2), lo que sería culpa de los propios convencionales devenidos en “poderes fácticos”(3), a pesar de haber comenzado como el órgano con “la pista más despejada (…) para ganar en popularidad”(4).

¿Cómo reaccionar frente a este clima? ¿La suerte realmente está echada? ¿En qué se basan estos juicios? ¿Son realmente juicios acerca del trabajo de la Convención, o debemos más bien leerlos como un intento, otro más, de clausurar el proceso constituyente, como una campaña permanente con vistas al plebiscito de salida? ¿Debemos creer lo que advierten columnistas y comentaristas de TV, medios de prensa y encuestas por igual ? ¿O habremos, en cambio, de ensayar una descripción alternativa y, por qué no decirlo, emancipada del tutelaje biempensante de turno?

Más allá del justo medio

Carlos Peña, en una reciente columna (citando a Aristóteles y Arendt, que no quepa duda) criticó al Presidente Gabriel Boric por sostener, frente a las críticas a la Convención, que “el adversario político al discrepar está instalando mentiras”. Más allá de que Boric haya afirmado tal cosa (no lo hizo), la postura de Peña revela una extendida perspectiva, motivada quizás por la búsqueda de un justo medio (Aristóteles, Ética Nicomaquea, 1106b35) entre defensa y ataque a la Convención. El sello de sensatez estaría reservado para quien logre mantener un disciplinado equilibrio entre el lamento recién descrito (“el proceso ya fracasó”) y su negación (“todo está bien”, “la constituyente avanza”).

Sin embargo, el intento extremo de encontrar el promedio entre posturas disímiles solo sería virtud, tal vez, si la discusión política tuviera lugar en un vacío de intereses, si pudiéramos asumir que todos los actores participan de buena fe en lugar de estratégicamente, y un largo etcétera de condiciones que ciertamente no se cumplen. Solo desde un fanatismo centrista podría negarse que la cobertura del trabajo de la Convención haya estado repleta de las más burdas mentiras, y que estas mentiras han sido reproducidas alegremente por los medios. Resulta claro a quiénes beneficia tal aritmética de la opinión, y negarse a verlo no es sino ingenuidad o cinismo.

¿Significa esto que toda crítica al trabajo de la Convención debe tenerse por malintencionada y desinformada? Ciertamente no. Se trata, en cambio, de reconocer que no es posible realizar una descripción aséptica del proceso constituyente, que todo relato acerca de su desempeño traerá siempre una interpretación de contrabando. Debemos poner en relación los hechos y los compromisos normativos detrás de su descripción, no para determinar la verdad, sino simplemente para delimitar lo aceptable y descartar aquello que es insostenible. Si bien la política no habita el terreno de lo verdadero, debería al menos aspirar al terreno de lo plausible. Que no nos cuenten cuentos, como diría Eduardo Devés.

Disputas de representación

Pues bien, ¿qué se ha dicho de la Convención? Por ejemplo, a la vez que es menos y más representativa que otros órganos de elección popular. Sería menos representativa por no parecerse (ideológicamente) a los resultados de ninguna otra elección. Sería más representativa por tener una composición (demográficamente) más similar a los habitantes del país. Ahora bien, que la Convención y otras autoridades electas no tengan la misma distribución ideológica es una constatación; que esto vuelva a la Convención “menos representativa” (así, sin calificativos) es un juicio de valor. Lo mismo puede decirse de la relación entre diversidad y representación de la sociedad.

Si concedemos, como parece justo hacerlo, que los resultados de una elección democrática son de por sí válidos, ni la elección de los convencionales invalida la representatividad de otras autoridades, ni estas invalidan la elección de convencionales. Entonces, ¿qué nos queda? ¿Es la composición de la Convención producto de un desquiciamiento temporal de la matrix electoral? ¿Esto la volvería menos legítima? ¿Obedece, más bien, a que el mandato específico de escribir una nueva Constitución es inmensurable con otras elecciones? ¿Quizás este mandato específico se beneficia especialmente de un tipo de representación más prosopográfica que ideológica? ¿O habremos, de alguna manera, de obtener un promedio entre estas posiciones, para acabar donde mismo?

No hay “dato duro” que pueda resolver esta tensión. El juicio que tengamos dependerá, de partida, de qué entendamos por “representación”. Pero sobre todo, es necesario reconocer que su espacio de verificación no se encuentra “allá afuera” (la voluntad popular no tiene referente externo, ni siquiera en las encuestas sobre valoraciones de la Convención), sino “allá adelante” (en el plebiscito de salida). Y esto es así, fundamentalmente, no por razones metodológicas (¿podemos confiar en las encuestas?), sino políticas. Ni el sondeo de la opinión pública, ni tampoco su ordenamiento algorítmico, pueden reemplazar la deliberación democrática y el ejercicio universal del voto que sellará el destino de la nueva Constitución.

Las transfiguraciones del Rechazo

Habiendo tanto ruido en torno a la Convención y su trabajo, resulta casi imposible orientarse sobre lo que está realmente ocurriendo, entender hacia dónde va el proceso constituyente. ¿Cómo ser críticos del desempeño de la Convención sin volverse involuntaria caja de resonancia de quienes quieren verla fracasar? ¿Cómo contribuir a subsanar sus defectos sin torpedear sus posibilidades de éxito? ¿Cómo involucrarse de buena fe en una discusión tan claramente (mal)intencionada? Un principio orientador, propongo, es identificar la estrategia adoptada por los partidarios del Rechazo, describiendo cómo dicha estrategia ha ido mutando en el tiempo y adoptado retóricas específicas según las circunstancias.

En el principio existía el Rechazo, y la derecha estaba por el Rechazo, y el Rechazo era nada más que la propia derecha. Sin embargo, dicha postura no fue bien recibida, como bien sabemos. Ante el abrumador triunfo del Apruebo en el plebiscito de entrada, la derecha decidió redoblar su apuesta y presentar lo más reaccionario entre sus filas como candidatos a convencionales. Solo un tercio de la Convención era necesario para bloquear el proceso. Pero nuevamente, y contra todo pronóstico, fallaron sus cálculos. Comenzaron entonces los ataques “desde dentro”, con la misma retórica del fin de los tiempos que habían desplegado para el plebiscito. Con todo, ni los numerosos escándalos de la Convención (entre ellos, el episodio Rojas Vade es sin duda el más imborrable) volvieron mayoritario al Rechazo.

En los últimos meses, sin embargo, es posible apreciar un cambio de tono, gracias a la llegada de nuevos aliados, incluyendo a los autodenominados “Amarillos por Chile” y la iniciativa “Una que nos una”. En su mayoría representantes de la derecha soft o nostálgicos tardíos de la Concertación, este grupo trajo consigo un nuevo mensaje, un viraje a la “moderación”. Es sin duda necesaria una nueva Constitución, nos dicen; pero la actual Convención (aquel inexplicable fallo en la matrix) no sería apta para la misión de redactarla. El primer intento fallido del grupo fue el levantamiento de una “tercera opción”, ya sea incluyéndola literalmente en la papeleta o reflotando la Constitución de Bachelet, alternativas que, sin embargo, naufragaron prontamente. El esfuerzo actual, por su parte, está enfocado en torpedear desde ya la legitimidad del resultado, sin importar el contenido de la propuesta resultante.

Así, la trayectoria estratégica del Rechazo resulta clara. Inicialmente, intentaron denunciar la supuesta ilegitimidad de origen del proceso constituyente, por ser fruto de la violencia del estallido social. La viga en el ojo propio era demasiado grande, sin embargo, y dicha crítica no soportó el test de la verosimilitud. Ahora, en cambio, se apunta a la ilegitimidad de proceso y de resultado. Por un lado, se afirma que el proceso constituyente habría ya fracasado como instancia de diálogo social; ninguna propuesta de Constitución resultará válida sin dicho componente. Por otro lado, se anuncia que, de aprobarse la nueva Carta Magna por un porcentaje sustancialmente inferior al 80%, se podría hablar de un fracaso del proceso y un resultado ilegítimo. Reglas sacadas del sombrero que, sin embargo, repiten como quien constata que llueve.

El justo medio entre dictadura y democracia

Aún está por verse si el contraste con la Constitución actual (bajo la misma lógica, indiscutiblemente ilegítima por su origen dictatorial, su proceso de elaboración unilateral y su aprobación en un plebiscito fraudulento) será suficiente para que la nueva Constitución sea aprobada en las urnas. Lo que está claro, eso sí, es que el Rechazo seguirá buscando por todos los medios posibles homologar el actual proceso con la Constitución de Pinochet, por inverosímil que parezca tal asociación.

Se ha dicho, por ejemplo, que la labor de la Convención es “menos transparente que la comisión Ortúzar”; que su mayoría (dos tercios de los constituyentes democráticamente electos) estableció una dictadura que aplasta a sus minorías; y que las propuestas de la Convención son maximalistas y revanchistas, convirtiéndose en una suerte de Constitución del 80 de signo inverso. “No escribamos nuevamente una Constitución de vencedores sobre vencidos”, repiten con insistencia.

No deja de ser llamativa esta maniobra retórica del Rechazo: conceder para no ceder. Así, aceptarán alegremente que la C80 que tanto han defendido es dictatorial, unilateral, maximalista, ilegítima, y más, siempre que esto les otorgue un punto de apoyo para describir el actual proceso en términos similares, manteniendo apariencia de ecuanimidad.

La clave es que toda concesión retórica ocurre en diferido, en un pasado remoto o cercano, mientras se las moviliza para no ceder ni un milímetro en el momento actual. Así, por ejemplo, cuando la Convención comenzó sus labores con audiencias públicas, reuniéndose con organizaciones sociales y civiles, grupos históricamente marginados, y víctimas de violencia estatal, entre otros, muchos constituyentes de derecha se quejaban de no estar realizando la labor para la que habían sido electos: escribir los artículos de la nueva Constitución. Se opusieron sistemáticamente a cualquier intento de aumentar plazos y presupuestos para hacer posible un amplio proceso de participación social. Hoy, mientras el Pleno vota los artículos de la nueva Constitución, se quejan de la falta de participación ciudadana.

Por otro lado, es con estos insumos discursivos (y sin ajustar siquiera por la inflación retórica de las afirmaciones, y para qué decir su valor de verdad) que los adeptos a la aritmética de la opinión obtienen su tranquilizador justo medio: entre los extremos de una Constitución dictatorial y otra, entre un maximalismo y otro, entre una revancha y otra, es mejor quedarse con lo que tenemos y ya luego lo reformaremos… solo si es necesario, según indique “la evidencia”. Y es que el extremismo derechista sabe a qué matemáticas juega, y el centrismo se dedica a calcular cuidando de no quitar de sus ojos el tupido velo.

Sin duda, lector, si aún sigue aquí se preguntará usted, ¿para qué sirve, a fin de cuentas, todo este ejercicio, ya bastante tedioso? Al menos para dos cosas. En primer lugar, tiene una función epistemológica: contrapesar el lente distorsionador que la retórica del Rechazo ha instalado en torno a la Convención. Por minoritaria que sea su postura en número de convencionales, su presencia mediática es abrumadora, y su encanto opera por pura repetición. En segundo lugar, cumple una función estratégica: ayudarnos a definir una posición en el campo en disputa que es el proceso constituyente. En otras palabras, cumple la función de interrumpir la repetición.

¿Apruebo a toda costa?

Hay quienes han criticado al proceso constituyente por ser, según sostienen, una catarsis de “consumidores furiosos”, lo que se vería plasmado en una propuesta constitucional parecida a una lista de supermercado, donde cada grupúsculo incorporaría sus propias demandas de manera negociada pero inconsistente. No parecen notar que la idea del consumidor furioso se devuelve como un espejo contra quienes la utilizan. Cada quien levanta su propia bandera, y cada semana vemos cómo surgen nuevos grupos de “ciudadanos independientes” cuya única causa (el Banco Central, el Senado o los derechos de autor) justificaría moverse hacia el Rechazo.

¿Significa esto que debemos aprobar la propuesta de nueva Constitución a toda costa? No necesariamente. Lo que sí significa es que debemos asignar correctamente el peso de la prueba. Por origen y proceso, una Carta Fundamental elaborada en democracia debería reemplazar a la Constitución dictatorial que nos rige. Una mayoría por el Apruebo en el plebiscito de salida (tal como está establecido en las reglas del proceso) nos dotaría de una Carta Magna legítima y democrática, aún sin necesidad de replicar los números del plebiscito de entrada.

Así, son los partidarios del Rechazo quienes cargan con el peso de demostrar que, a pesar de todo, tenemos ya una Constitución adecuada para nuestro país. Difícil tarea tras haber asumido, aun cuando lo hicieran cínicamente, que la C80 está obsoleta y representa la imposición de un grupo sobre otro. Dada esta dificultad argumentativa, como hemos visto, el Rechazo ha adoptado una estrategia de racimo: atacar el origen, el proceso y los contenidos de manera simultánea y/o alternante, según las circunstancias, con la esperanza de que cada mensaje contra la Convención alcance a sus “consumidores” adecuados. Esto, aun cuando dichas críticas resulten inconsistentes entre sí.

Por ejemplo, se dirá que las “escandalosas” normas emanadas de la Comisión de Medio Ambiente son motivo suficiente para sumarse al Rechazo. “Muy bien”, se dirá, “¡una crítica de contenido!”. Sin embargo, al ser estas normas rechazadas en el Pleno (disolviendo la crítica de contenido), se gira acomodaticiamente el foco hacia el proceso: la falta de civilidad y acusaciones cruzadas de traición y maximalismo entre convencionales sería prueba suficiente de que el proceso está viciado, de que la Convención no sería un espacio realmente democrático. Motivo suficiente, una vez más, para sumarse al Rechazo.

Aquí el círculo acaba por cerrarse. ¿Qué sería, entonces, lo democrático? Se repite con frecuencia que la política es la alternativa civilizada al conflicto desatado. El problema es que muchos parecen entender este conflicto como querella de familia, y esperan del debate constituyente la cordialidad de la sobremesa del domingo. Sin embargo, la única manera de conseguir algo semejante en un país tan fracturado política y socialmente sería excluyendo a una porción importante de los grupos que hoy, por fin, ocupan un puesto en la mesa. ¡Qué larga es la sombra de Portales!

Hacia una apertura democrática

¿Es entonces posible, en último término, la crítica de contenido? ¡Ciertamente, y necesaria! Por lo pronto, para tenerla por sinceras, cabría comenzar reconociendo que algunos de los aspectos más importantes de la nueva Constitución están aún por definirse y, hasta ahora, los anuncios que han encendido las alarmas responden a normas que no han pasado por el tamiz de dos tercios del Pleno. Pero, sobre todo, cabría reconocer que cada vez que nos hacemos eco del alarmismo ante posibles pasos en falso, estamos caminando decididamente en una dirección difícil de desandar.

De ser necesaria, una campaña bastaría para desacreditar una propuesta inaprobable. Sin embargo, reponerse a las sospechas cultivadas por meses de campaña sostenida por el Rechazo puede resultar una labor imposible, privándonos de un ingrediente fundamental para reconfigurar nuestra convivencia fracturada. Pero, ¿acaso sería esta nueva Constitución la solución a todos nuestros males? Absolutamente no; sería, sin embargo, un punto de partida para enfrentar con un proceso de profundización democrática los enormes desafíos sociales y ambientales que nos acechan.

Queda, finalmente, el problema de la posición disminuida de la derecha en la Convención. Se escucha repetidamente que no podrá ser exitosa una Constitución redactada en contra de la derecha, que representa casi la mitad del país. Sin embargo, esto es simplemente un argumento vacío. Por un lado, ni los votantes de derecha ni sus convencionales son un ente monolítico. Como ha mostrado Claudio Fuentes (5), algunos de ellos han concurrido efectivamente a la formulación de la actual propuesta de Constitución en aspectos nada triviales. Asimismo, es difícil imaginar un escenario en que el Apruebo triunfe en el plebiscito de salida sin contar con el respaldo de votantes de derecha.

Por otro lado, tenemos al ala más dura, el eje UDI-independientes-republicanos. Como los giros estratégicos del Rechazo han mostrado, no podemos esperar de esta derecha ningún compromiso genuino con un proceso de cambio constitucional. La Constitución del 80 es su Constitución, que plasma al pie de la letra su proyecto de sociedad, una Constitución en cuya presencia no pueden sino exclamar “¡qué bien estamos aquí!”. Ni cien años de metáforas de casas compartidas los sacarían de tamaña comodidad.

Así, resulta indispensable asumir que cualquier nueva Constitución deberá aprobarse a pesar de la extrema derecha realmente existente. Y no por revancha, sino por realismo político. Sin embargo, la nueva Constitución no traerá consigo ningún artículo 8° transitorio en contra de los partidos del sector. Simplemente, se les pide participar en el juego democrático sin las cartas marcadas, y aquel mínimo democrático puede sin duda ser experimentado como opresión por aquella derecha que decidió atar su suerte a una Constitución dictatorial.

1. https://www.ieschile.cl/2022/04/puede-rectificar-la-convencion/
2. https://www.ieschile.cl/2022/04/por-que-crece-el-rechazo/
3. https://www.ieschile.cl/2022/04/el-proceso-en-la-cornisa/
4. https://www.ieschile.cl/2022/04/el-dia-despues-del-plebiscito/
5. https://www.ciperchile.cl/2022/04/06/cuando-la-derecha-cruza-el-cerco/
  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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