El actual inédito proceso democrático, amplio y diverso, ha construido una agenda transformadora, interpeladora y de futuro que obliga a acuerdos nacionales y territoriales, que el sector agropecuario en su pluralidad debe empujar, independientemente del resultado del plebiscito. La agenda es mérito de los y las constituyentes, y de la mayoría sólida de dos tercios del método estructural utilizado.
La Convención Constitucional ha estremecido a todos los actores de la política y de la sociedad. Y a la agricultura de manera categórica. En la historia es sabido el esfuerzo que realizó el fecundo período federal con Freire, Infante y Pinto, buscando equilibrio y acuerdo con el pueblo mapuche (Parlamento de Tapihue, 1825), exigiendo inversión en las provincias extra Santiago. Hasta que, a juicio del académico constitucionalista Humberto Nogueira, se trunca tras el intento de Pinto de lograr mayor tributación. Una decisión que provocó la rebelión ultraconservadora portaliana y pelucona que derivó en la guerra civil y la Constitución presidencialista y centralista sin diálogo de 1833.
La Constitución de 1925 fue impulsada por movimientos sociales y los militares reformistas, que pedían las leyes sociales vetadas por un Parlamento oligárquico que omitía debatir la cuestión de la tierra, y nunca hizo reales sus artículos sobre asambleas provinciales. La redactó un grupo reducido con mediano apoyo plebiscitario.
El actual inédito proceso democrático, amplio y diverso, ha construido una agenda transformadora, interpeladora y de futuro que obliga a acuerdos nacionales y territoriales, que el sector agropecuario en su pluralidad debe empujar, independientemente del resultado del plebiscito. La agenda es mérito de los y las constituyentes, y de la mayoría sólida de dos tercios del método estructural utilizado.
Sin autonomías, se enfatiza lo que adelantó el programa del Presidente Gabriel Boric, y es que junto a nuestro dinamismo y tradición exportadora desde el siglo XIX, Chile debe prestar atención y generar políticas para su seguridad y soberanía alimentaria, rescatando la diversidad productiva, los cultivos tradicionales y la capacidad de sostenerse en turbulencias globales. Lo que es compatible con el relevante intercambio que nos permite aportar y recibir para la propia seguridad y solidaridad internacional. Más allá de alertas exageradas, la propia propuesta de valoración de nuestras semillas, reconoce el derecho a cuidarlas, reproducirlas y «exportarlas», entendiendo que soberanía no es autarquía.
Los Estados centralizados metropolitizan la inversión, generan una migración imparable del campo a la ciudad y omisiones lesivas con severas brechas de equidad al mundo rural en conectividad, calidad de los servicios y apoyo menor a la agricultura. Los países más equitativos del mundo y con mayor policentralidad y fondos de convergencia territorial –con tributación de las empresas en los territorios– son federales, autonomistas o descentralizados, como se propone. La existencia, por fin, de una tributación territorial robusta hará florecer la agricultura en un viraje histórico.
La alimentación de quienes en forma ancestral, colonial o en los tiempos modernos han habitado Chile, se funda y se ha enriquecido en la plurinacionalidad que pervive hasta hoy. Allí está la rica agricultura, manejo sustentable del bosque, cuencas y estepas de nuestras naciones originarias, desde las andinas a las australes y la fuerza mapuche, como lo hicieron castellanos y vascos con nuevos productos y obrajes desde la Colonia, la migración alemana en el sur, hasta el masivo aporte a las cosechas y fruticultura de las oleadas de emigrantes, hasta nuestros días. Reconocerse y dar autonomías es superar heridas profundas y reconciliarse en equidad y respeto a las cosmovisiones, así como devolviendo potestades en armonía, fortaleciendo un Chile fraterno y unido.
Se nos llama a dejar trincheras privatistas y dispersión de agencias públicas que no han dado el ancho, para ir a una autoridad pública que no actúa en la opacidad de un funcionario otorgando derechos de agua, sino sobre la base de consejos de cuencas donde los actores territoriales y productores privados deben objetivar los usos, gestionar colaborativamente y actuar solidariamente para cumplir con un mandato obvio de cuidado ecosistémico, dando prioridad al consumo humano y a las industrias sustentables, donde la alimentación ocupa un lugar esencial.
Esos principios ya fueron acogidos en gran medida en el Código de Aguas, aprobado durante el Gobierno de Sebastián Piñera por el Congreso y promulgado por el Presidente Boric: en caso de extrema sequía y si las juntas de vigilancias o asociaciones de usuarios no llegan a acuerdos de redistribución, el Estado cumple el papel de dialogar para superar con responsabilidad las emergencias. Por cierto, se debe dar certezas de mediano y largo plazo a los productores de alimentos en acceso al agua, como se reconoce en las normas transitorias, haciéndoles de manera expresa parte de la gobernanza, la que, a su vez, debe abrirse a otros actores y crear directorios colaborativos como lo promueve el Consejo de Ministerios por la Transición Hídrica. La agricultura puede bajar el uso del agua de un 78% a un 60% en una década, en la medida que exista trazabilidad, tecnificación y uso responsable. No hubo acuerdo en el Gobierno de Sebastián Piñera para una nueva Ley de Riego. Es obligación, en medio de la crisis climática y la sequía, destrabar nudos para la confianza entre actores y el levantamiento de trabas a la agricultura familiar campesina, para lograr agua segura.
La agricultura es verde o no es. Y ese es un clamor que la gran mayoría de la familia agricultura cumple a cabalidad; los campesinos de la agricultura familiar campesina, comunidades de pueblos naciones indígenas, cooperativas, medianos y grandes silvoagricultores. Pero también hay abusos y vacíos, que los y las constituyentes nos obligan a acuerdos amplios en cuidado del bosque nativo, planificación territorial, a pactar con los gobiernos subnacionales, cuidar nuestras semillas y biodiversidad, el bienestar animal y el cuidado de la naturaleza como casa común que se basa en una política mayor de cuidado de los suelos, con capacidad de dar seguridad alimentaria en tierra viva y cuidada por todos los actores.
Lo anterior implica transiciones hacia la agroecología, adherir a la nueva generación de fertilizantes y herbicidas no agresivos, rescatando diversidad y fecundidad sustentable. La nueva Ley de Suelos sigue pendiente en el Congreso y se trabaja en acuerdos para impulsar la senda que propuso Antonio Horvath de manera visionaria.