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Centro Diurno de Quinta Normal: «Aquí nos ayudamos, nos reímos de la vida y de los que nos tocó» PAÍS

Centro Diurno de Quinta Normal: «Aquí nos ayudamos, nos reímos de la vida y de los que nos tocó»

Sólo un dispositivo para personas con discapacidad intelectual o síquica en situación de pobreza y vulnerabilidad existe para toda la zona poniente de Santiago. Tiene cupo para 60 personas de 18 a 60 años. En él, socializan, hacen amigos, se capacitan en talleres diversos, ganan independencia y autonomía y, como efecto colateral, alivianan la tarea de sus cuidadores. Esta crónica recoge parte de quiénes son y qué hacen.


¿Qué pasa con los adultos con discapacidad mental al cumplir 26 años?

Se quedan volando, colgados de una lámpara.

Las escuelas especiales no reciben personas mayores de esa edad y nuestro sistema de asistencia social cuenta con una oferta paupérrima, en materia de programas que puedan aliviar la carga de cuidado a sus familias. Y,  sobre todo, y lo más importante, donde estos adultos con limitaciones intelectuales o síquicas puedan socializar, capacitarse, integrarse.

La carencia se hace aún más crítica en el caso de hombres y mujeres pobres y vulnerables, donde muchas veces el destino perpetuo es el encierro en el último rincón de la casa.

El Centro Diurno que tiene el Hogar de Cristo en Quinta Normal es uno de esos escasos espacios. Allí estas personas –de entre 18 y 60 años– cuentan con un lugar estimulante y gratuito, para sacar lo mejor de sí mismos, convivir con otros y alivianar la carga a sus cuidadores.

Con capacidad para 60 adultos, este lunes nos encontramos con el taller de actuación bullente de actividad en la antigua y amplia casa de la calle Padre Tadeo. Hay 15 actores y actrices disfrazados, ensayando la obra que presentarán a sus familias a las tres de la tarde.

También está María Eliana Urquizar (57), la trabajadora social encargada de este y otros tres programas centrados en discapacidad mental que funcionan aquí: un Hogar Protegido, que alberga a 7 residentes permanentes; el Programa para la Vida Independiente, que atiende a 45 personas, quienes pese a su discapacidad, son capaces de vivir de forma autónoma e incluso de trabajar; y un PAFAM, que ofrece contención emocional y ayuda práctica a cuidadores de adultos con problemas intelectuales o síquicos. Es un dispositivo ambulatorio que apoya a familias de las comunas de Maipú y Estación Central, visitándolas regularmente. Es gratuito y hay vacantes. Para más información, se puede llamar al número 9 92258842.

Respecto del Centro Diurno, María Eliana hace notar que “en todo Santiago Poniente no hay ninguna otra opción equivalente para estas personas”. Una cuestión lamentable, porque como dice la profesional: “Esto les permite desarrollar habilidades sociales, que quienes los cuidan, puedan trabajar, e incluso conseguir trabajo ellos mismos”. Y agrega otros beneficios más intangibles, pero igualmente importantes:

–Al estar con otros, logran interiorizar el respeto por la diversidad. En una etapa inicial, quienes tenían discapacidad siquiátrica discriminaban a los con discapacidad intelectual. Eso pasaba aquí mismo. Pero al empezar a relacionarse, se encuentran, se aceptan, se instala el respeto por el otro. Verdaderamente aquí logran reencontrarse con otros y vincularse con la comunidad.

–¿Cómo es ese vínculo con los “normales” (partiendo de la base de que, como dice Caetano Veloso, “nadie de cerca es normal?

–Muchas de las cosas que hacemos son en espacios públicos del barrio de la comuna, justamente para integrarlos. Vamos a la Biblioteca de Quinta Normal; a la Casona Dubois, que es un centro cultural muy lindo; al CORMUDEP, que es un gimnasio. Ahí sucedió que, en un inicio, las mujeres, las vecinas, que iban a hacer aeróbica, se alejaban, se corrían cuando llegábamos nosotros. Por temor, por desconfianza. Pero, de a poco, ellas los fueron descubriendo, dándose cuenta de que no eran personas de riesgo o peligrosas, porque la discapacidad mental despierta muchos prejuicios, básicamente por desconocimiento. Ahora nuestros chicos son parte del grupo, no hay distancia. Los reconocen y aprecian. En ese caso, yo he visto un acercamiento efectivo de inclusión.

Con María Eliana imaginamos una suerte de apadrinamiento o voluntariado cultural. Que alguien llevara a uno de los adultos del Centro Diurno con sensibilidad artística regularmente a exposiciones o a espectáculos o a ver una película. Que otro invitara a otro a tomar café y recorrer barrios patrimoniales. Dejamos lanzada la idea…

La profesional sabe que es clave visibilizar a estos adultos, que muchas veces han sido escondidos por sus propias familias a causa del prejuicio, la vergüenza y el estigma que acarrea la discapacidad mental. Aunque entre nuestros entrevistados hay varios, donde el esfuerzo de sus padres o familiares, pese a toda la adversidad económica y social que enfrentan, es admirable.

Los invitamos a conocer cómo son “los actores” del Centro Diurno de Quinta Normal. Oírlos es la manera más eficiente de conectarse con esta tremenda deficiencia que tienen nuestra sociedad y nuestro Estado: falta de inclusión, en especial, de la discapacidad mental.

Sergio y los pensamientos tontos

Sergio Cubillos (51), viene desde hace cuatro años al Centro Diurno, en la calle Padre Tadeo. Lo hace a pie. Dice que los talleres le sirven para desarrollar pensamientos positivos “y no andar pensando leseras”.

Cuenta que está medicado de por vida, que se educó en el Liceo Amunátegui y que llegó sólo hasta tercero medio, porque a los 17 años, “empecé a tener ideas complejas. Ahí ya se empezó a presentar mi enfermedad. Yo soy esquizomorfo y eso significa que tengo alucinaciones, cosas así. Pero los medicamentos me ayudan. Y venir aquí también. La peor etapa de mi vida fue cuando estuve en el Hospital Psiquiátrico. Fue horrible. Acá, en cambio, normalizo mis pensamientos, esto me ayuda a centrarme y a usar mi cabeza para fijarme en lo bueno de mí mismo. Al Centro Diurno asistimos personas con malestares mentales, deficiencias intelectuales, y hacerlo nos sirve para fortalecer nuestra autoestima, el autocuidado, la autonomía, en la medida de lo posible”.

Sergio vive en la comuna de Santiago en “un departamento chico que comparto con mi hermano mayor. Él es artesano. Cada uno tiene su cama a un lado del departamento y tenemos un espacio central. Él administra mi pensión”.

No es porque Sergio no sepa manejar el dinero, asegura, sino porque administran todo con tarjeta de débito y su hermano le pasa lo necesario para su día a día. “Necesito lo mínimo y tengo lo suficiente” afirma, sobándose los ojos y chascando la lengua en ese tic característico de quienes consumen medicamentos que secan la boca.

“He trabajado algunas veces: como obrero, vendiendo cursos, de reponedor en supermercados. Eso es lo que más me gustó. Yo me siento capaz de trabajar y sueño con hacerlo, y con dormir tranquilo. ¿Qué más puedo pedir? Eso y no pensar cosas tontas, ni tampoco decirlas. He avanzado harto aquí. Somos todos amigos. Nos ayudamos, nos queremos, nos reímos de la vida y de los que nos tocó”.

Admirable, Rossana

Veinte, cuarenta, sesenta años tienen la nieta, la hija y la madre, que viven juntas desde hace 15 años en una casa con deuda hipotecaria en Cerro Navia. La madre es Rossana Lagos (60), una mujer con discapacidad síquica, que –contra viento y marea– logró sacar adelante a su hija, quien es administradora de empresas y trabaja en un banco y juntas a su nieta, que estudia obstetricia en una universidad en Las Condes.

Tres mujeres solas que se enfrentan a una dificultad propia de los tiempos: en la casa vecina se instaló una familia que trafica drogas. “Son narcos. Tiran fuegos artificiales. Disparan tiros al aire, los fines de semana, cuando saben que está mi hija, ponen la música a todo volumen sobre todo en la noche. Y nosotros tenemos una pandereta baja, lo que nos deja indefensas. Hay que llegar, entrar y encerrarse”, narra Rossana.

Desde hace 3 años viene al Centro Diurno. “Me inscribió mi hija y me sirve mucho. Aquí tengo amigas y amigos, me siento acompañada, ya que en mi casa estoy sola casi todo el día”.

Desgraciadamente, la inseguridad que se ha instalado en sus vidas desde que llegaron sus nuevos vecinos, le impide asistir todos los días al Centro. “Vengo solo martes y jueves, para no dejar la casa sola, y lo lamento, más ahora que va a haber un taller de apresto laboral”, dice.

Rossana, pese a sus dificultades, a su discapacidad síquica, a las pastillas que toma, se declara “orgullosa de mi hija y mi nieta. Ambas son profesionales o serán, en el caso de mi nieta, que estudia con beca y le va muy bien. Yo habría querido estudiar, me habría gustado ser profesora, pero llegué sólo hasta séptimo básico. Tuve que salir a trabajar por la situación económica en mi casa. ¿Se acuerda cuando los carnets tenían fotos de papel? Yo trabajaba para llevar clientes al estudio fotográfico cerca del Registro Civil. Eso hacía. Ahora sólo cocino. Para las tres. Y lo que mejor me queda son los porotos”. Ya sea con riendas o granados con mazamorra. Todo depende de la estación.

«Me decían la escalera»

Anda por el metro 90 de estatura este Jaime Milla (37), que tiene la dulzura de un niño. Es de Cerro Navia y cuenta que llegó al Centro Diurno por recomendación del terapeuta del Centro de Derivación de Salud Salvador Allende de su comuna. “Él dijo que me serviría para distraerme, para despejar mi mente. Y ha sido así. Ahora estoy mejor. Tomo solo una pastilla al día y no varias, muchas, como antes, que me pasaba con sueño, durmiendo, empastillado”.

Jaime terminó cuarto medio y entró a trabajar como “envasador de lentejas y de arroz en una distribuidora. Trabajé dos meses no más; después me despidieron. Había muchos postulantes”. Tiene una pensión que le administran sus padres, ambos jubilados. “Nos llevamos bien los tres. Vemos teleseries, salimos juntos a comprar, a la feria, al supermercado. Nos queremos”. Cuenta que él hace ejercicio, tanto en el Centro Diurno como en su casa y en el parque que le queda cerca. “Me preocupa que haya tanta gente obesa. Eso hace mal, por eso me ejercito”.

Una vez nada más ha pololeado, pero “me fue mal, ella me traicionó, se fue con otro”, dice con su sonrisa beatífica y le quita drama al caso diciendo: “Fue en el colegio, no me dolió, no fue importante”. Eran los años cuando sus compañeros lo apodaron “La Escalera”, por lo alto.

Ahora sus compañeros Del Centro Diurno no le tienen un apodo, pero sí mucho cariño.

María y sus temores

María Aravena no sabe decirnos su edad, pero al ir narrando su historia, la deducimos. Fue mamá a los 15 y tiene un hijo de 14, que al igual que ella presenta discapacidad intelectual. Con 29 años, vive de allegada con su madre en una pieza en la casa de una tía en Pudahuel. Su hijo está a cargo de una de sus hermanas en Puente Alto; es ella quien le administra la pensión de invalidez.

–El papá de mi hijo se fue, porque me pegaba mucho, por eso se fue. El Juan, que se llama, le deposita a mi mamá 40 mil pesos para el niño. Yo vivo con mi mamá. Ella hace el aseo, cocina, yo hago mi cama, me sirvo el desayuno, a veces voy a comprar el pan para todos los de la casa. Yo sé manejar dinero, pero mi mamá me ve la plata de mi jubilación. Y mi hermana se encarga de la de mi hijo.

–¿Él también tiene discapacidad intelectual?

–Sebastián es como yo, igual. Tampoco sabe leer ni escribir. Yo algo aprendí en la escuela especial, pero me costaba mucho. Él va a la escuela especial de Puente Alto y está gordito.

Como no sabe leer, María no puede desplazarse sola por la ciudad en locomoción colectiva, lo que le dificulta trabajar. Hoy explica que es reponedora en el almacén que tiene otra de sus hermanas. “Yo repongo bebidas, jugos, yogures. Pongo las cosas ordenadas; eso hago”.

Cuando hablamos del futuro, pese a su simplicidad, María se angustia. Llora y, al mismo tiempo, habla, diciendo: “Si mi mamá se enferma, quién me cuidará. Voy a estar en el aire. Nadie se va a encargar de mí; las chiquillas, mis hermanas, tienen sus propias familias. Y me preocupa mi hijo también, pero sobre todo mi mamá, porque está delicada de salud”.

María cambia de tono, de ánimo, cuando habla de Efraín, su pololo. Lo conoció en el Centro Diurno. Él vive en la Residencia Protegida, que queda al lado. “Él es lindo”, dice secándose las lágrimas, y mostrándonos las coquetas amarras que hizo en el taller de manualidades, para armar los pompones que agitarán felices en la presentación artística de las tres de la tarde.

 

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