Publicidad
La implosión de la democracia norteamericana Opinión

La implosión de la democracia norteamericana

Publicidad
Jorge G. Guzmán
Por : Jorge G. Guzmán Profesor-investigador, U. Autónoma.
Ver Más

En el pasado la cultura popular estadounidense concibió a América Latina como un conjunto de “repúblicas bananeras” y un espacio fértil para comprobar la superioridad del “modelo norteamericano”. Pobladas de ciudadanos dóciles y gobernadas por dictadores inescrupulosos siempre dispuestos a entregarse a los intereses de las multinacionales de las materias primas –junto con el estereotipo del “latino” identificado con el bandido mexicano barbudo y perverso de las películas “western”–, por décadas los países de nuestra región fueron objeto del desprecio cultural de la sociedad y de la política de Estados Unidos. Esto ya no es así. En perspectiva, la erosión “desde dentro hacia afuera” de la democracia estadounidense representa para Chile y para el resto de Iberoamérica un imperativo para generar un paradigma democrático propio.


Durante semanas –en “horario prime”– la televisión estadounidense ha transmitido (y comentado in extenso) los interrogatorios y testimonios registrados en el marco de las sesiones del “Comité Especial de la Cámara de Representantes encargado de investigar el ataque al Capitolio (Congreso) el 6 de enero de 2021”.

Ese día una turba atacó la sede del Congreso en Washington para impedir que se verificara el triunfo de Joe Biden en las elecciones de noviembre anterior. Amén de una extensa destrucción del patrimonio del Congreso, en esos incidentes cuatro personas perdieron la vida, mientras que un total 138 policías resultaron heridos. Está establecido que esos desórdenes fueron causados por partidarios del expresidente Donald Trump (a quien hoy se sindica como “instigador” del asalto “a la cuna de la democracia norteamericana”).

Desde muchos puntos de vista, este hecho sin precedentes marcó “un antes y un después” en la manera en la que el mundo reconoce a la democracia estadounidense. Ese día Estados Unidos “terminó de perder la inocencia”.

A la fecha –y a la par de diversos procedimientos judiciales y tributarios vinculados a supuestas actividades impropias y/o ilegales del señor Trump–, las audiencias de la Cámara se han convertido en el último campo de batalla que enfrentan a –al menos– dos conceptos frontalmente encontrados de la política, los valores ciudadanos y, en definitiva, del “tipo de democracia norteamericana del siglo XXI”.

Si bien –en la perspectiva de la “longue durée”– los orígenes de tales sucesos pueden buscarse entre las transformaciones post Segunda Guerra Mundial de la sociedad estadounidense, lo concreto es que –“desde el exterior”– a comienzos del siglo XXI esa sociedad se percibe fragmentada entre irreconciliables “ideas de país”.

Para la superpolitizada generación que protagonizó la “vuelta a la democracia” y la “transición democrática” de los años 90, lo anterior resulta sorprendente, pues el “modelo norteamericano” (aquel de la segunda administración Reagan, que con sus embajadores en Santiago apoyó “el proceso del No de octubre de 1988”) era –el tiempo verbal es importante– un modelo de sociedad “a tener en cuenta”.

El catalizador del desencanto con el modelo estadounidense terminó siendo la administración Trump, caracterizada por escándalos variopintos, y porque el nivel intelectual y ético del debate político cayó a mínimos históricos. Esa experiencia fue el sedimento final que se asentó sobre “capas” de escándalos acumulados durante décadas, por ejemplo: el caso Watergate (espionaje de la sede del Partido Demócrata, que en 1974 concluyó con la renuncia del propio presidente Richard “tricky dicky” Nixon); o el caso de la joven becaria Mónica Lewinsky (que no solo ameritó mentiras en “horario prime” del propio Bill Clinton, sino que, con su esposa Hilary a la cabeza, fue objeto de un asesinato de imagen por parte del feminismo demócrata); o la invasión de Afganistán después de los ataques de septiembre de 2001 sobre Nueva York, concluida 20 años más tarde en un indecoroso retiro de las tropas estadounidenses, entregando el poder a los mismos talibanes (antes sindicados como responsables originales de los ataques sobre Nueva York); o la invasión de Iraq en 2003, justificada en un supuesto arsenal de “armas de destrucción masiva” en manos de Saddam Husein, pero que al poco andar se demostró al servicio del interés de las compañías petroleras por el crudo iraquí.

Estos y muchos otros “hechos políticos” (que han erosionado el prestigio internacional de la democracia estadounidense) han sido también materia de agraviosos debates entre políticos, expertos y “gente de la calle” transmitidos, urbi et orbi, por los canales de televisión por cable. Muchos de esos debates superaron en rating a los canales de pseudociencia y reality que caracterizan a la televisión norteamericana.

El efecto Trump

En la “memoria de corto plazo” de la comunidad internacional constan los múltiples escándalos de la administración Trump, marcada desde el inicio por acusaciones de intervención rusa vía redes sociales y sistemas de conteo de votos en favor de su candidatura, además de miles de artículos de prensa y minutos de televisión y radio dedicados a la misoginia y excentricidades del propio presidente, envuelto en amoríos con actrices porno, y acusado en diversas causas judiciales que, con el testimonio de algunos de sus propios colaboradores, revelan una conducta empresarial, moral y política completamente ajena a los valores ciudadanos que se suponía encapsulaba la democracia de Estados Unidos.

Si bien mucho de esto era conocido antes de 2016, nada impidió que el sistema y el electorado convirtieran a Donald Trump en su 45º presidente. Ello, incluso a pesar de que, en el conteo nacional de votos, el señor Trump obtuviera casi 3 millones menos que su adversaria, la ultraprogresista Hilary Clinton. Al contrario, el hecho de que el señor Trump proviniera del mundo empresarial, y que su popularidad obedeciera a su condición de “histórico del jet set neoyorkino”, a su “contribución” a los concursos de belleza y a un popular reality show, parecen haber sido “los secretos de su éxito”

“Particularidades” del sistema de elección indirecta del “modelo de democracia norteamericana”.

Mientras para los efectos de la paz y la seguridad internacionales esas “particularidades” permitieron la asunción de un gobierno que intentó un nuevo ejercicio de “aislamiento” geopolítico (con graves repercusiones sobre las relaciones con sus aliados de la OTAN), además de una aguda rivalidad económica política y geopolítica con China, en el plano interno consolidó la posición de ciertos sectores ultraconservadores, tanto al interior del Partido Republicano, como en instituciones fundamentales para el funcionamiento del sistema político y legal, por ejemplo, la Corte Suprema.

Desde esta última ha surgido la prohibición del “aborto libre”, una medida que ha profundizado la división social. Mientras que para sectores liberales el aborto es un derecho esencial y/o un problema de salud pública (“trámite ambulatorio”), no solo para los ultraconservadores, sino que para un amplio y silencioso sector de la sociedad estadounidense se trata de una aberración contraria a la religión y al respeto al derecho a la vida. La cartografía del “sí” y el “no” al aborto comprueba otras divisiones sociales y geográficas de la sociedad de Estados Unidos, por ejemplo, aquellas relativas al “derecho constitucional” a la tenencia de armas de alto calibre, a la cual se asocian los frecuentes “tiroteos masivos”, con sus decenas de víctimas inocentes y familias destruidas. Otra “especialidad de la casa” sobre la cual la sociedad norteamericana está lejos de llegar a un consenso.

La política al servicio del conflicto social

Los medios estadounidenses de todo signo político transmiten la imagen de un país afectado por una muy injusta, racial y geográfica distribución de la riqueza, con millones de ciudadanos excluidos. La percepción es también de que se trata de una sociedad afligida por la violencia, y una epidemia de adicción a las drogas blandas, duras y las que exigen prescripción médica. La cartografía de ciudades de Estados Unidos las caracteriza divididas entre ricos y pobres, entre “winners” y “loosers” (en inglés estadounidense una expresión sinónimo de “estúpido”), con amplios sectores convertidos en guetos dominados por una diversidad de maleantes y antisociales. Incluso, casi un 50% de la sociedad de estadounidense cree posible que en las próximas dos décadas se desencadene una “segunda guerra civil”. Increíble.

Todas estas “particularidades” de la sociedad norteamericana se perciben como expresiones de una profunda crisis social y moral que la política estadounidense no solo no ha podido solucionar, sino que parece haberse convertido en un instrumento para su profundización.

Con todo, sostener que estos son “signos definitivos” del “fin del imperio americano” puede resultar una simplificación. Estados Unidos no solo es, con diferencia, la “principal economía del mundo”, sino que es el líder indiscutible en ámbitos tales como los de la innovación científica y tecnológica, amén de ser la primera potencia militar, de la cual, en buena parte, depende la seguridad de Occidente y de sus aliados.

No obstante, en tanto “modelo político”, el estadounidense ya no posee la atracción del pasado. Y aunque los malls de Miami y “la oferta cultural” de Nueva York siguen atrayendo a muchos chilenos e iberoamericanos (incluyendo parte del progresismo y del “antiimperialismo” criollos), lo concreto es que la política de ese país ya no es referente de relacionamiento ciudadano. Esto es incluso más claro para la generación de relevo, para la cual, entre otras cosas, el sistema de elección presidencial indirecta que permitió la administración Trump resulta inexplicable.

Un nuevo paradigma

Si bien es correcto que la crisis de la política no es privativa de Estados Unidos, y que en todas partes la “calidad” de esa actividad es un reflejo de la sociedad, lo concreto es que dicho país dejó de ser el arquetipo que para una parte importante de la sociedad chilena e iberoamericana lo fue hasta, in extremis, el fin del gobierno de Barack Obama.

En el pasado la cultura popular estadounidense concibió a América Latina como un conjunto de “repúblicas bananeras”, y un espacio fértil para comprobar la superioridad del “modelo norteamericano”. Pobladas de ciudadanos dóciles y gobernadas por dictadores inescrupulosos siempre dispuestos a entregarse a los intereses de las multinacionales de las materias primas –junto con el estereotipo del “latino” identificado con el bandido mexicano barbudo y perverso de las películas “western”–, por décadas los países de nuestra región fueron objeto del desprecio cultural de la sociedad y de la política de Estados Unidos. Esto ya no es así.

En perspectiva, la erosión “desde dentro hacia afuera” de la democracia estadounidense representa para Chile y para el resto de Iberoamérica un imperativo para generar un paradigma democrático propio. La implosión del arquetipo norteamericano debería motivar a los políticos, expertos y ciudadanos de nuestra región a “dejar de mirar hacia el norte”, y focalizarse en encontrar y consolidar un modelo político y de convivencia ciudadana propios.

Visto así el proceso constitucional en marcha, una conclusión preliminar apunta a que estamos ante una oportunidad para dibujar y consolidar nuestro propio paradigma, nuestro propio modelo político, ajustado a nuestra propia realidad, que, en los hechos y no en los dichos, nos permita unirnos en la diversidad. Para esto, no obstante, es imprescindible que todos, sin excepción, hagamos ejercicio de virtudes ciudadanas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias