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La profunda crisis de la diplomacia chilena Opinión

La profunda crisis de la diplomacia chilena

Jorge G. Guzmán
Por : Jorge G. Guzmán Profesor-investigador, U. Autónoma.
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Pre facto y sin excepción, todos los partidos que han estado en alguno de los gobiernos de las últimas décadas aseguraron que no habría premios de consuelo. Sin embargo, todos han instrumentalizado a la Cancillería como un espacio para el amiguismo, o como parcela pagadora de favores, o como fuente ad hoc de financiamiento. En este campo, todos le han fallado al país. Asimismo, es urgente que el propio Servicio Exterior inicie un proceso de reflexión que le devuelva su unidad y su mística, y que renueve su compromiso de servir a Chile. La diplomacia profesional tiene la obligación de asegurar al conjunto del país que, efectivamente, cada uno de sus miembros habla por Chile, y no solamente por los intereses del gremio, o de un determinado sector político, o de minoría o grupo de la sociedad civil.


Inexperiencia es una condición, no una virtud

La comprensión expresada por el Presidente de la República respecto de las conocidas declaraciones viva voce del embajador de Chile en España, sumadas al bochornoso incidente generado por su decisión de no recibir las Cartas Credenciales del embajador de Israel, son diagnósticos de la crisis que aqueja a la conducción y ejecución de nuestra política exterior. Ello, no obstante, en lo estrictamente coyuntural.

Por supuesto que es preocupante que, pasados seis meses desde su asunción, el Presidente aún se resista a asumir que, además de Jefe de Gobierno, su condición es la de Jefe de Estado. Esto significa que, en materia de Política Exterior, sus acciones y sus declaraciones comprometen al Estado, no solo a los partidos que apoyan su Gobierno. ¿Es tan difícil comprender este hecho esencial?

Si –como lo han anotado diversos analistas– el método del Gobierno es aquel del ensayo y error, la opinión pública comienza a preguntarse: ¿cuántos errores y desaciertos más son necesarios para que el Presidente y su equipo acepten que sus responsabilidades exceden el compromiso con sus electores?

¿Si el embajador de Chile en España tiene libertad para expresar su opinión libremente, tienen los demás embajadores de Chile en el exterior –de carrera y designados– la misma libertad? Y, si es así, ¿cree el Presidente que dicha libertad no afectará la coherencia y la eficacia de su política internacional?

Todo esto –sin embargo– no es completamente nuevo.

La crisis estructural de la Cancillería

Por décadas gobiernos de todo signo han recurrido al amiguismo para ocupar nuestras embajadas en el exterior, a la vez que, al margen de los méritos y destrezas individuales de los funcionarios, han intervenido a piacere en el orden del escalafón de mérito y la distribución de nuestro cuerpo diplomático profesional.

Si con la llegada de la Unidad Popular al poder, en 1970, grupos de diplomáticos fueron apartados de sus funciones, lo mismo ocurrió tres años más tarde con el gobierno militar. En esa coyuntura, otro grupo de diplomáticos fue apartado u obligado a renunciar por no contar «con la confianza de la Junta». En ambos casos la parte perjudicada fue nuestra propia acción exterior.

En 1979, el Ministerio de Relaciones Exteriores fue dotado de un Estatuto que –al menos desde 1989– se entendió como la plataforma para emprender lo que la clase política aún denomina la modernización de la Cancillería.

Salvo un reordenamiento de las unidades geográficas-administrativas y la creación de la Subsecretaría de Asuntos Económicos (antes Direcon), en lo fundamental el Ministerio de Relaciones Exteriores sigue siendo el mismo.

En él aún cohabitan dos almas. Una primera compuesta por grupos de asesores y operadores políticos que, dependiendo del Gobierno de turno (y exentos de la obligación de rendir cuentas por resultados), rotan en embajadas y puestos de responsabilidad. Una segunda alma está compuesta por el Servicio Exterior, o diplomacia de carrera. Esta, a su vez, presenta marcados matices de calidad y de color político.

Hasta fecha reciente dicho servicio público permaneció ajeno al escrutinio de la ciudadanía. Esto, sin embargo, ya no es así. Hoy los medios y las redes sociales transmiten la percepción de que el país cuenta con un servicio diplomático internamente convulsionado, sin equilibrios y ajeno a los asuntos de su especialidad. Dicha percepción indica también que se trata de un servicio muy bien pagado, que goza del privilegio de la inamovilidad en el cargo, pero del que poco se sabe sobre cuál –exactamente– es su aporte al desarrollo del país.

Eso es lo que parece dar cabida para que nuevos actores –como el embajador designado en España– impongan contingencias irrelevantes para el interés nacional de largo plazo.

En parte no menor esto es resultado de la lógica de politización del servicio diplomático impuesta por los partidos políticos, que transformaron a parte esencial de dicho servicio público en una clientela en la cual opera un gentlemen agreement de cuoteo político. Así, a cambio de militancias o proximidades ideológicas, los funcionarios participan de círculos de poder que aspiran a ascensos rápidos, mejores destinaciones y asignaciones de costo de vida o, simplemente, pretenden la titularidad de oficinas de importancia en Santiago. En un país esencialmente aspiracional, muchos de nuestros diplomáticos también quieren ser exitosos.

Las personalidades políticas que por décadas han dirigido a la Cancillería parecen coincidir en que las principales preocupaciones del Servicio Exterior son las gremiales. Esto parece haber contribuido a que el corpus de nuestra diplomacia profesional no desempeñara rol alguno, ni de análisis ni ejecución, durante una serie de asuntos internacionales trascedentes, amén de ausentarse del análisis prospectivo de las amenazas a nuestra seguridad económica, sanitaria, demográfica o territorial.

La politización interesada y el ethos aspiracional de parte de nuestros diplomáticos ayuda también a explicar por qué el epicentro de nuestra acción internacional ha girado hacia materias mucho más sexis que la integridad del Campo de Hielo Sur, la dimensión legal y geopolítica de la hidrografía de nuestro altiplano, las amenazas a la Pax Antarctica, o la acción conjunta con otros países para prevenir –en los hechos y no solo en los discursos– la depredación de nuestros mares por flotas extranjeras.

En cambio, las prioridades de la política exterior chilena se han radicado en la agenda feminista y las cuestiones de género, el cambio climático y las cuestiones ambientales (en sentido meramente declarativo o procesal), o en la agenda de derechos humanos de Naciones Unidas, especialmente si de todo esto surge algún acceso a puestos en organismos internacionales con sede en Nueva York o Ginebra.

En lo principal nuestra política exterior no es una política de Estado, sino una mera política de prestigio al servicio –en el sentido más simple– del Gobierno de turno. Carece de contenido trascendente y permanece expuesta a las crisis de coyuntura. Mientras esto acomoda a la mayor parte de los funcionarios de designación política, no incomoda a la mayoría de la diplomacia profesional. Por ejemplo, para esta última el aterrizaje de nuestra acción externa sobre el bienestar y la seguridad de nuestras regiones es una cuestión muy lejana. Por ello, a pesar de contar con una extensa red de embajadas, consulados y oficinas comerciales, la diplomacia chilena fue incapaz de alertar sobre el impacto que –en la forma de flujos migratorios masivos– tendrían las crisis político-sociales de varios países de América del Sur y del Caribe.

Las cuestiones comerciales y económicas tampoco han seducido al servicio diplomático profesional. En este caso se trata de una continuada renuncia que facilitó la consolidación de una diplomacia económica paralela que, sin graduarse de la Academia Diplomática (ergo, sin concurso público de oposición de antecedentes), por default negocia y controla nuestra agenda económica internacional. Mucho más que una afirmación, esto es una mera constatación.

La levedad del servicio diplomático chileno

De estas y otras formas, el Servicio Exterior se ha condenado a la irrelevancia progresiva.

Dividido y enfrascado en disputas entre trenzas de amigos y grupos de cercanos a distintos partidos políticos, dicho servicio público (que se entiende es un servicio de excelencia) tampoco parece tener opinión acerca de cómo, en lo que resta del siglo, nuestro país (históricamente minero) se insertará en el sistema internacional, en la medida que nuestros yacimientos paulatinamente dejen de ser esenciales para la economía global. Para la diplomacia chilena, el futuro no tiene importancia.

Practicando una calculada levedad, el Servicio Exterior ha sido instrumental a la anotada fagocitosis de los partidos políticos, siempre ávidos de repartirse embajadas y puestos de responsabilidad. Por acumulación, ello ha derivado en una debilidad que terminó por limitar el cumplimiento eficaz de las responsabilidades de conducción política que, conforme con la Constitución y las leyes, corresponde a ministros y subsecretarios.   

Así, no debe culparse a la actual canciller del intento naïf del Presidente de –nada menos que ante la Asamblea General de las Naciones Unidas– intentar atribuirse el legado del Presidente Salvador Allende (a cuyo Partido Socialista su propia base política culpa de los últimos 30 años de desigualdad), pues este y otros impasses deben atribuirse a la debilidad de nuestra diplomacia de carrera, que reiteradamente ha sido incapaz de prevenir tales desaguisados.

Con estas mismas deficiencias son –por ambición– solidarios grupos de exfuncionarios y exasesores que, luego de muchas décadas en la Cancillería, empeñados en dar consejos, se resisten a abandonar la primera línea para seguir reclamando protagonismos inconducentes. Todo indica que para estos grupos nunca es suficiente.

Una diplomacia a la altura de los desafíos del país

El componente estructural de caos introducido por la invasión rusa a Ucrania –que se suma a otros conflictos internacionales de difícil diagnóstico y al efecto progresivo del cambio ambiental con sus efectos sobre la seguridad alimentaria del planeta– hace como nunca patente que un país de estatura mediana como Chile debe contar con una primera línea de defensa profesional, eficaz y prospectiva. Para ello, no obstante, resultan imprescindibles ciertas condiciones previas.

Primero, se requiere de la generosidad de todos los partidos políticos (sin excepción) para dejar de entender al Ministerio de Relaciones Exteriores como una fuente de recompensas o botín electoral. En todos y cada uno de sus ámbitos, la acción exterior del país involucra al conjunto de la sociedad chilena. Este es un hecho de la causa que debería ser fácil de entender, pero difícil de aplicar, y cuya observancia requiere de altura de miras y patriotismo.

Pre facto y sin excepción, todos los partidos que han estado en alguno de los gobiernos de las últimas décadas aseguraron que no habría premios de consuelo. Sin embargo, todos han instrumentalizado a la Cancillería como un espacio para el amiguismo, o como parcela pagadora de favores, o como fuente ad hoc de financiamiento. En este campo, todos le han fallado al país.

Asimismo, es urgente que el propio Servicio Exterior inicie un proceso de reflexión que le devuelva su unidad y su mística, y que renueve su compromiso de servir a Chile. La diplomacia profesional tiene la obligación de asegurar al conjunto del país que, efectivamente, cada uno de sus miembros habla por Chile, y no solamente por los intereses del gremio, o de un determinado sector político, o de minoría o grupo de la sociedad civil.

El servicio diplomático no solo debe estar compuesto por profesionales de alta preparación académica, sino además por personas dotadas de virtudes ciudadanas, patriotismo y vocación de servicio. Si no es así, la diplomacia profesional no recuperará el prestigio perdido, y seguirá condenándose a la irrelevancia. Si es así, más temprano que tarde será víctima del innovador de turno, que la reemplazará para ajustar la acción exterior del país al ritmo de los tiempos. En esa circunstancia, solo Chile terminará de perder. Tempus fugit.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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