Cabe esperar que la autoridad no solo atienda a los efectos inmediatos y visibles de la reforma tributaria propuesta, pues, como habría remarcado el francés Bastiat, es en los efectos menos evidentes donde se cultivan los desastres. El impuesto al patrimonio es una mala idea, y si el espíritu del Gobierno está en impulsar un verdadero pacto tributario, es tiempo de comenzar a escuchar argumentos e impulsar medidas con un sólido respaldo en la evidencia y la experiencia internacional.
Frédéric Bastiat –a quien Joseph Schumpeter llamó el periodista económico más brillante que jamás haya vivido– solía sostener que existe solo una diferencia que separa a un mal economista de un buen economista. El mal economista, sostenía Bastiat, solo atiende y se convence a sí mismo mediante el efecto visible de una determinada política o acción. En cambio, el buen economista no solo tiene en cuenta aquellos efectos que se pueden ver, sino también aquellos que hay que prever. Lo decisivo de esta diferencia –remarcaba Bastiat–, radica en que mientras las consecuencias visibles e inmediatas de una política suelen ser favorables, las consecuencias posteriores y menos evidentes suelen ser desastrosas. Es lo que ocurre con el impuesto al patrimonio.
El impuesto al patrimonio, el cual es parte del paquete de medidas que incluye la reforma tributaria en curso, considera tasas marginales de 1% y 1,8% para patrimonios sobre 6.000 y 18.000 UTA (US$ 5 millones y US$ 15 millones, respectivamente). Aunque intuitivamente este impuesto parece ser una buena forma de inyectar mayor progresividad a nuestro sistema tributario, haciendo que, quienes tienen más, paguen más sin afectar de paso el camino para la creación de nueva riqueza, lo cierto es que un análisis costo-beneficio de la medida pone en duda la razonabilidad de esta intuición.
Este impuesto ha sido derogado por la mayoría de los países desarrollados que alguna vez lo tuvieron, principalmente producto de su baja recaudación y los efectos adversos que produce en la economía. Sostengo que hay cuatro razones de peso para no avanzar en la aprobación de este impuesto.
En primer lugar, la evidencia internacional muestra que este impuesto impulsa fuertes salidas de capitales hacia el exterior, perjudicando la inversión, que es lo que permite la creación de empleos para toda la población. El ex primer ministro francés Édouard Philippe, con ocasión de la eliminación del impuesto al patrimonio en Francia en 2017, apuntó precisamente a este motivo para derogarlo: “El impuesto sobre el patrimonio de Francia ha impulsado a 10.000 personas con alrededor de 35 mil millones de euros en capital hacia el extranjero en los últimos 15 años. […] Cuando alguien abandona el país debido al impuesto sobre el patrimonio… colectivamente todos los franceses pierden”.
Datos recientes muestran que la salida de capitales desde Chile hacia el exterior se ha intensificado sustantivamente desde fines de 2019 y principios de 2020. Estimaciones del Banco Central a marzo de 2022 dan cuenta de salidas de capitales de empresas no financieras y personas por US$ 19.200 millones solo en el último año, reflejo de una alarmante preferencia de los inversionistas locales por activos externos en respuesta a la incertidumbre económica, política y regulatoria de nuestro país. Evidentemente, un impuesto que impulsa salida de capitales no solo estará destinado a recaudar cada vez menos, sino también a causar pérdidas sociales cada vez mayores para el país.
En segundo lugar, la experiencia comparada muestra que gran parte de los países que implementaron un impuesto al patrimonio terminaron derogándolo, reflejo de su limitada recaudación e importantes efectos colaterales adversos. Si en 1990 eran 12 países en la OCDE que contaban con este impuesto, hoy solo cuatro países del grupo lo mantienen: Suiza, Noruega, España y Colombia. El resto, todos lo han derogado: Austria lo derogó en 1994; Dinamarca y Alemania, en 1997; Holanda, en 2001; Finlandia, Islandia y Luxemburgo, en 2006; Suecia, en 2007; y Francia, en 2018. ¿Por qué Chile debiese aprobar un impuesto que ha demostrado fracasar en el resto del mundo? Es muy probable que, de aprobarse, lo terminemos derogando al poco tiempo. Sin embargo, lo efectos negativos ya los habremos asumido.
En tercer lugar, a pesar de que tasas de 1% y 1,8% parecen ser bajas, lo cierto es que, en la práctica, no lo son. Por ejemplo, a razón de 1,8% anual, una persona habrá pagado el equivalente a un 25% de aquel patrimonio gravable en solo 16 años. Esto, sin considerar todos los demás impuestos ya pagados, pues el patrimonio no es otra cosa que la acumulación de ahorro proveniente de ingresos que ya han sido gravados. Este espejismo (tasas que parecen ser pequeñas pero no lo son) ocurre cuando, al revés de lo que recomiendan las buenas prácticas en tributación, se imponen impuestos sobre el stock y no sobre el flujo de los activos.
En cuarto lugar, incluso si aceptáramos que es necesario inyectar mayor progresividad al sistema tributario, la elección de este tipo de impuesto no es óptima, pues distorsiona de forma importante los incentivos a ahorrar y consumir, favoreciendo –nocivamente– el consumo por sobre el ahorro. Como ha apuntado Gregory Mankiw, los impuestos que gravan la riqueza –dado que se aplican sobre un stock de ahorro– pueden terminar por hacer pagar más a quienes más ahorran y menos a quienes más consumen. Esto es nocivo, pues el motor de las economías es justamente el ahorro –no el consumo–, que es lo que hace posible financiar grandes proyectos de inversión. Lamentablemente, nuestro mercado de capitales local solo se ha jibarizado en el último tiempo, y medidas como estas no favorecen su recuperación mediante la acumulación futura de ahorro.
Con todo, estos cuatro puntos críticos que supone el impuesto al patrimonio deben ser considerados por las autoridades de Hacienda, pues las políticas económicas deben ser evaluadas considerando tanto sus beneficios como sus costos. Cabe esperar que la autoridad no solo atienda a los efectos inmediatos y visibles de la reforma tributaria propuesta, pues, como habría remarcado el francés Bastiat, es en los efectos menos evidentes donde se cultivan los desastres. El impuesto al patrimonio es una mala idea, y si el espíritu del Gobierno está en impulsar un verdadero pacto tributario, es tiempo de comenzar a escuchar argumentos e impulsar medidas con un sólido respaldo en la evidencia y la experiencia internacional.