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Mis años como estudiante de filosofía Opinión

Mis años como estudiante de filosofía

Juan Guillermo Tejeda
Por : Juan Guillermo Tejeda Escritor, artista visual y Premio Nacional "Sello de excelencia en Diseño" (2013).
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Yo vagaba por las hermosas termas de Macul, como le llamábamos al Pedagógico, y me sentía vacío de mollera, impactado por el buen decir y el mucho hablar de los que sabían.


Tonto, lo que se llama tonto, me sentí mucho durante los casi tres años en que estudié Filosofía en el glorioso Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, que lo inventó entre otros don Valentín Letelier, tras haber pasado dos cursos lectivos en Alemania observando allí cómo se educaba a los futuros profesores, y el Pedagógico denominado en los sesenta el Piedragógico por lo revoltoso de su estudiantado, funcionaba muy bien… hasta que Pinochet lo desprendió de la Universidad de Chile y le dio autonomía, o sea, lo dejó solo y sin recursos, he estado allí y no es ni la sombra de lo que fue. Eran tan buenos los profes, recuerdo haber tenido clases con Rivano, Soler, Cassigoli, Giannini, Skármeta, Carla Cordua, profes que publicaban libros y traducían textos del alemán o del griego, o sea, que flotaba en el ambiente mucha lumbrera intelectual, mucho referente, también mucho dirigente estudiantil rudo… pero, bueno, eso se terminó.

Yo vagaba por las hermosas termas de Macul, como le llamábamos al Pedagógico, y me sentía vacío de mollera, impactado por el buen decir y el mucho hablar de los que sabían. Existe en esas cosas como quien dice un sindicato, o sea, hagas lo que hagas te das cuenta de que hay unos bakanes, unos modos, unos gestos, unas vestimentas, y yo me sentía espantosamente de colegio de curas, muy de familia DC, sin lecturas marxistas que a mi padre nunca le hicieron falta, huérfano de la alétheia heideggeriana y de la dialéctica socrática o hegeliana. Estaba quizá paralizado al darme cuenta de lo poco que sabía.

Mi amigo Selim, más resuelto, se consiguió un ejemplar de Sein und Zeit del maestro de Friburgo y se paseaba con el grueso tomo bajo el brazo, lo que le daba un aspecto seductor, en cambio yo no atinaba. Andábamos además muy pendientes de la cosa amorosa, del oleaje erótico, campo en el que mi torpeza era casi tan evidente como en el de la filosofía misma, pero uno se esmera, aprende como puede y algo va logrando.

Orgulloso de mi rapidez para leer, encallé en los roqueríos de la lectura lenta, que había instalado años antes el profesor Ernesto Grassi, o sea, en un seminario de Hegel o de Platón podíamos pasarnos un semestre leyendo un párrafo, y no es raro porque para abordar aquellos textos era preciso entrar en la etimología griega de cada término si se trataba de los textos platónicos, o descifrar la jerga hegeliana que venía con expresiones del tipo ‘ciencia de la experiencia de la conciencia’, y ahí los esfuerzos se remitían al alemán, y en esas etimologías asomaba la nariz a veces el propio Heidegger, para el cual la palabra alemana era continuación directa del logos griego, es que filosofar solo es posible, decía él estrambóticamente, o en griego o en alemán.

Entretanto apareció el libro Los escandalosos amores de los filósofos, con ilustraciones del genial Themo Lobos, escrito por un profe anónimo de filosofía que se firmaba Josefo Leónidas, y sobre él no hemos tenido en Chile las suficientes investigaciones académicas, aunque como en el Fondecyt son tan serios y serias no creo que sea fácil conseguir financiamiento.

Bueno, me sentía muy tonto sobre todo cuando otros más despiertos que yo se subían al carro de esa jerigonza y hablaban desde el ser del ente, analizando las contradicciones de la burguesía o la necesidad no ya de entender el mundo, sino de cambiarlo, y además triunfaban más en la cosa erótica, es que no me animaba yo como ellos a dejarme barba o a ponerme boina o a militar políticamente, todo eso era cool y trendy. Intentaba entender el mundo y no entendía gran cosa, y en eso no he cambiado mucho, sigo tratando de entender pero la realidad nunca se deja, se escapa, y nada es algo de manera fija o para siempre.

Entonces uno entra a estudiar arquitectura, por ejemplo, en Lo Contador, como hice yo sin saber mucho por qué, y cae derrotado por la trigonometría o por los regios apellidos de los compañeros y compañeras… o si no entra a estudiar Bellas Artes, que ahí fui más perseverante aunque nunca me he sentido ni pintor ni escultor, y empieza una dura lucha con la trementina, el aceite de linaza, el barniz Damar, los pigmentos, el drapeado, los limones secos… tal como se abre una compleja relación con la modelo inmóvil y desnuda bajo el borboteo de las viejas estufas a gas… allí donde llegas hay unos modos de hablar, unos supuestos, un sindicato, unas familias, una cosa nostra, un qué dirán.

Para mí que un buen profe te hace sentir inteligente y no tonto, busca tus talentos más que tus torpezas, y vas aprendiendo un poco como aprenden los niños de campo el oficio campesino, mirando, colaborando aquí y allá, entrando día a día en los secretos del saber. Con todo, aunque no logré decir nada inteligente en esos dos o tres años porque andaba con la boca abierta o con el corazón inflamado, todo aquello se fue ordenando luego lentamente en mi interior… no me sirvió para nada pero me ha ido sirviendo de mucho, o no sé si sirviendo, sí sé que somos un poco la suma de todo lo vivido, lo recordemos o se nos haya ya olvidado…

 

  • Esta opinión fue publicada originalmente en el Facebook de Juan Guillermo Tejeda. Ver AQUÍ
  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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