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Opinión: ríos de orgullo y esperanza para la gente del norte

Opinión: ríos de orgullo y esperanza para la gente del norte

Andrés Alburquerque
Por : Andrés Alburquerque Periodista El Mostrador Deportes
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No pudo ser casualidad un final así, como prefigurado por la mente superdotada de Alfred Hitchcock antes de filmar “Vértigo”. Con un desarrollo de partidos tan anormal, tan surrealista para desatar un melodrama simultáneo en El Salvador y en San Carlos de Apoquindo.


Una bufonada del destino de tintes exquisitamente dulces para unos, y de crueles hieles para los otros. Era el dibujo de realidades opuestas. La opulencia de los faldeos de la precordillera frente a la humildad y la tacañería del desierto. Y en esta guerra de divergencias, al final de 90 minutos de aturdimiento, los muchachos de Cobresal dándole a Atacama el premio mayor después de tantas penas y sinsabores, tantos sufrimientos y noches en vela.

No, no fue casualidad. El equipo campeón fue más que el resto. Estuvo un peldaño por arriba de la mediocridad de un campeonato de luces tenues y de marchas irregulares y desordenadas para la mayoría.

No, esta vez reniego de los análisis futbolísticos, porque lo de este equipo nortino escapa al rigor de tácticas y disciplinas. Nadie parece ser más que otros en sus puestos, pero tampoco son menos, y eso ya resulta meritorio.

Sólo decir que tampoco la UC merecía respirar aires de esperanza hasta la fecha final, porque lo suyo siempre deambuló por la cornisa del desatino y el error grosero. De arquero a puntero izquierdo. De entrenador a utilero.

En el campamento minero enclavado a punta de pala y picota en uno de los lugares más áridos y recónditos de la tierra, la celebración promete prolongarse como malón sureño, y más con los tiempos que les ha tocado en (mala) suerte vivir.

Porque si la fortuna existe, todos coincidirán en que se ensañó con las tierras más secas de este planeta, donde en apenas cuatro horas cayeron más goterones de lluvia de todo lo que cayó en los cuatro años anteriores. Todo el diluvio junto para conspirar contra hombres de esfuerzo cotidiano, la mayoría vinculados de una u otra forma a la minería (pequeña, mediana, grande o minúscula de pirquinero, mulas y lámpara de carburo).

El equipo de fútbol está lejos de esa realidad de barrenado de cerros, pero es un plantel integrado a una comunidad de esfuerzo y disciplina, y eso se nota en la cancha, donde todos corren y meten y vuelven a meter.

Por eso el estadio El Cobre disfrutó en grande. Precisamente por esa permanente sed (de triunfo, en este caso) y de venganza contra un destino brutal que se vive día a día.

No hubo lleno, simplemente porque en ese estadio cabe cuatro veces la población total del campamento. Es que eso que en otra ciudad en similares circunstancias parecería una perogrullada, en El Salvador significaría un milagro.

Como lo graficara hace unos días una crónica del diario español El País, interesado por una realidad tan inusual, como Cobresal “se clasificó en 1986 a la Copa Libertadores, la Champions latinoamericana, el club se vio obligado a construir un estadio para 25 mil personas. Dada la población de El Salvador, esto sería como construir en Madrid un recinto con aforo para 12 millones de espectadores”.

Y también tenía razón el cronista cuando afirmaba, sobre el final de su escrito, que no hay gloria más grande que triunfar cuando todo está en contra.

Lo que nadie sabía, nadie podía imaginar siquiera, es que el desenlace tuviese torrentes de causas y azares (como recitaría Silvio Rodríguez), hasta convertir a este grupo de gladiadores en ejemplo de Atacama. En un grito de luz y de esperanza, en un río de orgullo para su gente.

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