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Opinión: por ahora, ni hablar del fin de la violencia en los estadios

Opinión: por ahora, ni hablar del fin de la violencia en los estadios

Envuelto en un contexto social y político insano, el fútbol chileno azotado por las barras bravas es sólo un síntoma de un mal mayor, caracterizado por la hipocresía, el robo institucionalizado, la cobardía de uniforme, la falta de pudor…


En un país enfermo como el nuestro (desconozco cómo denominar su enfermedad, pero sí acierto con el diagnóstico), todo es posible. Por ejemplo, desde que comenzó la Copa Chile -tras el paréntesis de ensueño que dejó el título conseguido por la Roja- no hablamos de otra cosa que de este retorno 2.0 de la violencia en nuestros estadios. Al decir «hablamos» me refiero, obvio, al periodismo deportivo.

Concuerdo plenamente con lo que escribió Eduardo Bruna en este mismo espacio: el tema se ha convertido «en una prédica que, por estéril, parece no encontrar jamás respuesta ni destino. Si hasta parece que escribir sobre esto es hacer el ridículo o perder el tiempo».

Pero, como dice el refranero popular, «lo que abunda no daña», recorreré nuevamente el camino de la majadería, aunque en un contexto mayor.

Todos sabemos que en una sociedad seria y responsable, con instituciones que realmente funcionen, la violencia en los recintos futbolísticos se hubiese erradicado hace tiempo. Basta con revisar los registros audiovisuales y las fichas que poseen los organismos policiales y de inteligencia para detener a los violentistas, ponerlos a disposición de la justicia y, en coherencia con la Ley, meterlos a la cárcel por un ratito largo.

Un proceso que no parece difícil de exigir y de cumplir.

Pero estamos en Chile y acá muchas cosas suceden como miradas frente a un espejo; es decir, al revés. Partiendo por la justicia. Sin ir más lejos, veamos lo que ocurre con algunos casos emblemáticos de violaciones a los derechos humanos: el juez Mario Carroza acaba de dejar detenidos a cinco ex militares por haber quemado vivos a Carmen Gloria Quintana y a Rodrigo Rojas, hecho ocurrido en… ¡1986!

Aunque toda la sociedad sabía -o intuía- que los responsables directos de ese acto aberrante fueron los militares a cargo del entonces teniente Pedro Fernández Dittus, recién ahora el expediente es reabierto con las acciones ya señaladas.

Es cierto: en torno del caso el Ejército había establecido un «silenzio stampa», roto recién hace pocas horas, aunque bastaba con escuchar el testimonio de Carmen Gloria para determinar las culpabilidades. A propósito, «nuestros nobles y valientes soldados» poco han colaborado para resolver este tipo de situaciones. En términos institucionales, el Ejército ha negado su participación en hechos como ese, aunque todas las evidencias indican los contrario.

Eso se llama cobardía, porque hasta el delincuente más picante termina por confesar su participación en el delito y asume con resignación la sentencia. Acá, nuestras Fuerzas Armadas siguen en la etapa de negación, lo cual convierte a los miembros de sus respectivos altos mandos en unos cobardes de marca mayor, a la vez que en cómplices pasivos o activos de actos terribles que aún hoy sacuden nuestras conciencias. Hablamos de las FF.AA., las mismas que están a cargo de la seguridad del país.

Hay otros hechos tan delirantes como el narrado: el rol que le cabe a los diputados y senadores en nuestra sociedad. Abastecidos con recursos ilimitados provenientes del Fisco (es decir, de todos nosotros) han hecho de la impudicia un método de trabajo y de interacción con los votantes. Nuestros políticos (salvo contadas excepciones) perdieron la verguenza hace mucho y sus «dietas» (¿por qué se llaman así esos sueldazos que no hacen pensar en dieta alguna, sino en opulencia?) y privilegios parecen salidos de la Corte de Luis XVI y no de un estado moderno y democrático.

Para qué hablar de las declaraciones de algunos de estos próceres: el ex presidente derechista Ricardo Lagos sigue definiéndose como socialista (sí, el mismo al que aman los empresarios), mientras que Hernán Larraín, presidente de la UDI y ex defensor acérrimo de la Colonia Dignidad y del Tío Permanente, sostiene que es de centro.

Andrés Chadwick, también UDI y ex Ministro Secretario General de Gobierno de Sebastián Piñera, declaró desconocer que durante la Dictadura -de la cual él fue un ferviente y activo partidario, sacando dividendos políticos y económicos- hubo violaciones a los derechos humanos, «porque de haberlo sabido, hubiese tenido una postura diferente…»

Todos estos ejemplos, sacados casi al azar de la historia reciente de nuestra nación, hacen pensar en un proceso de descomposición moral de una sociedad incapaz de reaccionar ante tanta hipocresía y falta de pudor. En este contexto, ¿por qué seguimos asombrándonos que los violentistas enquistados en el fútbol sigan actuando con total impunidad?

Lo que ocurre en los estadios es un síntoma más de la enfermedad. Forma parte de un cáncer mayor. De una metástasis. De una dinámica que parece no tener un punto de retorno. Porque, aunque parezca exótico, estos mismos políticos serán elegidos nuevamente por votación popular en los próximos comicios, pese a que en las papeletas figurarán los apellidos Orpis, Moreira, Girardi, Navarro y otros tantos que lucen verdaderos «prontuarios».

Hay un aspecto en que los dirigentes del fútbol tienen razón: lo que pasa en nuestros estadios no son hechos aislados. Responden a una realidad macro, de la cual nadie se hace cargo, excepto para perpetuarla por los siglos de los siglos.

Así no hay remedio posible, a menos de que hagamos una cirugía mayor.. Pero eso suena imposible por el momento. Sólo resta esperar que, ojalá más temprano que tarde, Chile despierte de esta pesadilla y se haga cargo de un proyecto para hacer de éste, un país más justo. Allí, los ladrones de cuello y corbata, los cobardes de uniforme, con jinetas y galones, el lumpen y los barrabravas no tendrán cabida: o estarán encerrados o sencillamente morirán de inanición…

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