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¿Qué nos pasó?

Ximena Abogabir
Por : Ximena Abogabir Integrante del Directorio, Fundación Casa de la Paz y Miembro del Panel de Acceso a la Información del Banco Interamericano de Desarrollo - BID
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Lo peor del período fue el apoyo explícito del Presidente Frei a los proyectos más cuestionados, antes o durante su evaluación ambiental.


En este período en que todo se evalúa todavía está pendiente explicarnos en qué minuto y por qué la sociedad civil se desencantó de la gestión del Estado en materia ambiental y se fue minando su disposición a colaborar con ella.



El inicio de la década mostraba un ánimo diferente. El Día de la Tierra, celebrado el 22 de abril de 1990, en que se conmemoraron los 20 años desde la primera reunión de los gobiernos sobre medioambiente sostenida en Estocolmo, movilizó en Chile a un millón de ciudadanos con el objeto de difundir la necesidad de modificar nuestros hábitos en pos de reestablecer el equilibrio natural. En ese entonces, los colegios organizaron actos cívicos, en las parroquias se hicieron prédicas alusivas, los vecinos plantaron árboles y se recolectaron infinidad de botellas y periódicos.



Dos años después, en la Reunión Cumbre celebrada en Río de Janeiro, la delegación chilena de la sociedad civil se reunió con autoridades de su gobierno en el Foro Global, destacándose que el Presidente Aylwin fue el único mandatario que accedió a reunirse con sus connacionales en el recinto de las ONGs. En esa oportunidad, los presentes manifestaron sus preocupaciones e intereses, pero, por sobre todo, su disposición a colaborar en la implementación de la Agenda 21, el Plan de Acción que el mundo había aprobado con la intención de entrar al próximo siglo por la senda del desarrollo sustentable, para conciliar las necesidades sociales, económicas y ambientales.



Al regreso de Río, se sucedieron numerosas reuniones con el gobierno, cada una más estéril que la otra, lo que fue minando la paciencia de los actores sociales.



Por cierto, no fue ésta la única razón que atentó contra la voluntad de colaborar. La autorización de la central hidroeléctrica Pangue, que daba inicio a la intervención del río Bío Bío; la simplificación del problema de la contaminación de Santiago (es sólo polvo, hay que barrer las calles, se dijo en 1994); la sistemática «bajada de perfil» que los funcionarios gubernamentales hicieron a las emergencias ambientales, tales como el incendio químico de la industria Mathiesen Molypack, la contaminación del río Loa, la existencia de acopios de plomo en medio de poblaciones nortinas, y otras; así como la falta de conducción política del tema de la basura y la ausencia de respuestas al creciente deterioro de los recursos naturales, constituyeron evidentes señales que el gobierno no otorgaba prioridades a las preocupaciones ambientales.



El «affaire» Costanera Norte fue otro balde de agua fría a quienes estaban legítimamente preocupados de la ciudad. La autopista urbana daba la señal exactamente contraria a lo que proponía el Plan de Descontaminación de la Región Metropolitana y el Plan de Transporte de Santiago: evitar la extensión de la ciudad y el uso del automóvil individual. Sin embargo, el Ministerio de Obras Públicas se resistió a ingresar al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental, y cuando lo hizo, presionado por la opinión pública, fue a través de sucesivos addendum, cada uno de los cuales modificaba substancialmente el proyecto, lo que dejaba obsoleto los esfuerzos que hicieron las organizaciones ciudadanas por entender las diferentes propuestas del MOP y realizar sus observaciones.



Lo peor del período fue el apoyo explícito del Presidente Frei a los proyectos más cuestionados, antes o durante su evaluación ambiental, lo que restó credibilidad al sistema, tornó estéril el esfuerzo ciudadano y debilitó a la autoridad ambiental. Por otra parte, la reiterada ausencia presidencial en los principales eventos -tales como el lanzamiento del Plan de Descontaminación de Santiago, la instalación del Consejo de Desarrollo Sustentable, entre otros- fueron elocuentes manifestaciones de su poco interés en el tema. Tampoco vaciló en descalificar a respetables y reconocidos miembros de la sociedad civil, calificándolos de «shiítas ambientales» ni en afirmar que «las preocupaciones ambientales no detendrán el desarrollo».



Podría seguir identificando los hechos -y los responsables- que fueron minando la disposición de las organizaciones a construir juntos un mejor país que posibilitara un trabajo digno para todos sus habitantes con respeto a los límites de los ecosistemas naturales.



Pero la pregunta más relevante que hoy cabe hacernos es cómo sacar las actividades en torno al medioambiente desde la esfera de las descalificaciones y los ataques personales, para volver a recuperar el altruismo, la disposición a escuchar puntos de vista diferentes y, por sobre todo, la disposición a remar juntos hacia la playa.



O el naufragio será inevitable porque la embarcación es una sola.



*Ximena Abogabir es presidenta de la Casa de la Paz


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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