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Los nombres por venir

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Entre los tupinambás -habitantes de buena parte del actual Brasil al momento de la conquista francoportuguesa- mudar de nombre era motivo de regocijo (fiesta), de estatus y de honor. Una cierta exclusividad como «cosa pública». Tanto los primeros en hacerse de un adversario en una incursión pre-festiva como los matadores en las festividades antropofágicas, tomaban nombre. Entre los moxos del actual oriente boliviano, cuando alguien se cruzaba con un jaguar (tupí yaguareté) y vivía para contarlo, había de tomar el nombre del susodicho jaguar (y como éste, naturalmente, se guardaba de pronunciar títulos y nombre, quien se encontrase en tal situación tenía que agenciarse conversa con algún comocois o chamán que lo supiera). Y entre los huicholes mexicanos -me contaba hace poco un amigo que con ellos pasó una temporada- mantener por mucho tiempo el mismo nombre no sólo es signo de falta de generosidad, sino también de rigidez y malas maneras.



La milenaria costumbre occidental (judeocristiana-occidental) «un hombre, un nombre» tiene, a decir más o menos verdad, harto más de singularidad que de norma, obviedad o legalizada elegancia. El mismo nombre occidental -aún en su presión judeo-cristiana (un hombre, un alma)- se habrá radicalizado en nombre de lo moderno, desde la adopción de la oriental impresión tipográfica por Gutenberg pocos años antes del des(en)cubrimiento de América a la emergencia de la moderna ciudadanía (donde lo que domina ya no es la pertenencia a una tradición dada sino la libre decisión individual, voluntad y méritos personales: un hombre, un voto).



El «cambio» de nombre en Occidente, como está dicho, ha sido tradicionalmente una práctica cultivada por o reservada a unos pocos: religiosas y religiosos (al momento de hacer sus votos) y artistas, y, entre estos, especialmente, escritores y/o poetas. Entre estos últimos se trata la mayor de las veces de seudonimia que eventualmente puede desembocar en ortonimia o nombre con todas la ley (es el caso de Pablo Neruda, no así el de Gabriela Mistral, pues doña Lucila Godoy Alcayaga jamás (se) lo «legalizó»). La heteronimia de Fernando Pessoa, poeta portugués de comienzos del siglo pasado en que una cierta tradición griega (politeista y mediterráneamente apolínea) y una cierta tradición judeocristiana (sefadita conversa) se dan la mano, es caso aparte. Pessoa (personaen portugués) no se cambia de nombre en sentido estricto, sino que escribe la obra de un conjunto de personalidades poéticas (Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Alvaro de Campos, etc.), con distintos estilos o poéticas y «biografías», donde la suya como tal, la de Fernando Pessoa mismo, es sólo una entre otras (lo que éste llamara «o drama em gente»). Un poco como el dios-Cristo (el niño-cristo-dionisos) entre la pluralidad de dioses occidentales, apenas uno mais novo (Ricardo Reis). En cualquier caso, dispersión y/o «descentralización» del ego en juego (que Pessoa, en carta a un amigo, atribuía sin tapujos a su «histeria»), y no mudanza.



Internet, con las direcciones de correo múltiples, el chateo en línea y la adscripción a comunidades virtuales vía user name, aparentemente facilitaría un cierto aligeramiento del nombre legal o propio (y, en este sentido, una «pessoismo» activo). Hay quienes, incluso, desde un cierto heideggerianismo no o pos- apocalíptico (Hubert Dreyfus), han llamado recientemente la atención sobre las posibilidades abiertas por la tecnonimia a que predispone la red, pero lo cierto es que si aligeramiento de las identidades hay (personales y/o sociales) lo que hasta ahora predomina en la red es (sólo) juego de roles y tratativas -más o menos burocráticas, más o menos democráticas- por regular el uso de nombres y dominios.
Escribo esto y pienso en (el nombre de) América Latina, sus nombres. Como nombre «América Latina» o «Latinoamérica» es tardía, de mediados del siglo XIX, y vino lentamente a suplantar -movimiento de las independencias mediante- a la antigua América Española y a mantener a raya posteriormente a la más o menos reactiva Hispanoamérica, al punto que hoy por hoy es el nombre en uso en todos los organismos mundiales dependientes de las Naciones Unidas (América Latina y El Caribe, dicen los textos de las NN.UU., donde la «y» no queda muy claro si junta o descoyunta). Ni «Indoamérica», impulsada por intelectuales y líderes sociales del primer indigenismo del siglo pasado (Vasconcelos, Mariátegui y la Mistral, entre otros) ni Abya-yala (nombre kuna), del segundo, habrán entrado en uso, cotidiano, popular. Y así con varios otros nombres (Francisco Miranda, quien secretó el ideario integracionista bolivariano, habló el primero de Colombia como el macro-país que eventualmente daría lugar la independencia de las hasta entonces colonias españolas en suelo americano). En cualquier caso, preguntar si América Latina es o no un buen nombre para lo que se supone que nombra es tarea sin destino; un nombre siempre está en falta con la «cosa» que nombra. Y, sin embargo, es evidente que el énfasis «latino» de América Latina deja en un casi pornográfico ocultamiento lo africano y lo indígena del «conjunto de los países de la región».



Si el siglo XIX fue el del inicio de la invención de los Estados-nacionales en la mayor parte de la actual América Latina, éste habrá de ser -entre otras de sus modulaciones epocales- el de la recreación de las identificaciones políticas intra y supra estadonacionales (Chiapas y el Nafta, elMapudungun y Mercosur, costeños y paisas colombianos y la Comunidad Andina de Naciones, etc.). No, claro,el fin del Estado-nación ni mucho menos, sino su reajuste, su reensamblaje, su reacomodo. Pero para que lo intra y lo supra (meridional) se conjuguen, se potencien y se retroalimenten, precísase una (por ahora) inaudita política del nombre llamado propio, no necesariamente (el) legal.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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