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¿País inteligente?


Últimamente la inteligencia se ha venido desacreditando. Todo es inteligente: los edificios, las oficinas y cualquier artefacto que tenga incorporado un minicomputador que le permite realizar unas cuantas rutinas.



La inteligencia ha pasado a ser sinónimo de automatización, cuando debiera ser todo lo contrario. Y no hablemos de otros usos siniestros como el de las llamadas «operaciones de inteligencia» o «centrales nacionales de inteligencia», que tienen parentescos cercanos con el crimen.

Sería bueno volver a relacionar la inteligencia con las capacidades intelectuales. Y así como hay un instrumento para medir el coeficiente intelectual de las personas, habría que inventar otro para evaluar la inteligencia del país.



Se dice que el hombre es el ser más inteligente del planeta. Puede que sea cierto, si se lo considera como individuo, pero como especie es una de las más idiotas. Porque casi ninguna otra destruye su propio hábitat, ni organiza holocaustos ni eficientes suicidios masivos.



Es interesante preguntarnos cuan inteligentes somos como país, porque está claro que la suma de todas nuestras brillantes inteligencias individuales, no necesariamente hace que tengamos una nación clever.



Examinemos entonces nuestras acciones y reacciones colectivas, para ver si son o no inteligentes. Hay dos grandes elementos movilizadores de la nación: el fútbol y el consumo. Apliquémosle a ambos un muy elemental test de inteligencia, basado en la capacidad de aprender.



La experiencia histórica debiera habernos convencido hace rato que somos malos para el fútbol, que la selección chilena, frente a sus rivales de las potencias futbolísticas sudamericanas, parece un equipo de taca-taca de Cartagena, oxidado y desteñido. En la escena internacional hemos hecho papelones como el caso del Cóndor Rojas, para no hablar de las derrotas y palizas reiteradas. Pero en lugar de aprender y de aceptar que en materia de fútbol no tenemos nada que hacer, seguimos alimentando la esperanza infantil de que podemos clasificarnos y llegar aunque más no sea a los cuartos de final de algún campeonato mundial. Y en cada uno de esos intentos hacemos el ridículo y creamos frustraciones y depresiones colectivas. Aunque no lo hayamos asumido, está claro que el fútbol nos hace mal.



Nuestras reacciones tienen una peligrosa tendencia a repetirse: cada vez que perdemos -o sea casi siempre- le echamos la culpa al entrenador de turno, al que la prensa crucifica. ¿Es que son malos todos los D.T.? A nadie se le ha ocurrido pensar que los malos son los equipos chilenos, con los que ningún entrenador puede hacer milagros.



Con el consumo también se dan patrones de conducta reiterativa, impermeables al aprendizaje. Hemos hecho astillas nuestros bosques y despoblado de peces ese mar que tranquilo nos baña, para tener dólares con que importar una cantidad de cosas inútiles. Luego, para comprarlas nos convertimos en esclavos, remamos en la galera de trabajos agobiantes, en ambientes competitivos y estresantes. Y todo para acceder a la promesa del consumo, de hacernos felices, que nunca se cumple.



No hay caso, no aprendemos nunca. Aunque tenemos premios nobeles, genios creativos y grandes inteligencias individuales, no hemos logrado hacer un país inteligente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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