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Caso Prats: El fin de la gran mentira

Mi pregunta fue directa: ¿le duele tener la certeza de que la DINA asesinó al general Prats? La guardia de Ballerino estaba por los suelos. Su mirada siempre directa se perdió en un infinito, posiblemente cargado de recuerdos. Tras una pausa sólo se limitó a decir entre susurros: «fue un gran error… un gran error. El general Prats no era una amenaza».


Para fines de los 90, a meses de que Augusto Pinochet abandonara la Comandancia en Jefe del Ejército, cargo y protección a la cual se había aferrado por más de 25 años, fui testigo privilegiado de una de las primeras fisuras que sufrió la «verdad oficial» que se había construido el Ejército para enfrentar a la difícil cuestión de quién o quiénes habían asesinado, alevosamente, al antecesor de Pinochet, el general Carlos Prats.



El escenario fue el living del departamento del ex general Jorge Ballerino, quien había llegado a ser el brazo derecho de Pinochet por largos años en su comité asesor, pero quien -sabía con certeza- años atrás -cuando aún era capitán- había sido asistente del general Prats.



Hablamos varias horas de todo un poco, de Pinochet, del Ejército, del legado, de los derechos humanos. El ambiente era preciso para escarbar en una herida abierta en los corazones de todos los uniformados que conocieron y sirvieron bajo las órdenes del general Prats en su larga trayectoria institucional. Lo sabía bien porque mi abuelo, Alberto Amaro Cortés, lo había respetado y admirado mientras Prats fue comandante del Regimiento de Artillería Tacna, donde el «maestro Amaro» sirvió por 48 años como peluquero de oficiales. Desde allí mi abuelo vivió casi toda la historia de Chile del siglo XX, allí vivió «el Tacnazo», «el Tanquetazo» y el posterior golpe. Era muy difícil convencerlo de que hablara de esos y otros temas, de los muertos en el regimiento, de lo que vio y escuchó en aquellos días grises.



Una sola vez lo hizo y fue la primera y última vez que lo vi llorar. Habló de las torturas, de los fusilamientos, del horror, de los hombres de La Moneda de los que fue testigo de su martirio antes del destino que aún los mantiene desaparecidos. Pero habló también de «su» general Prats, y cómo por años el tema obligado al final de las reuniones anuales de los artilleros, para la celebración de Santa Bárbara, era el del asesinato de Prats a manos de la temida DINA de Manuel Contreras.



El día aquel con Ballerino recordé la figura de mi abuelo, de su gran contradicción, de su herida en el corazón, y apelé a esa misma emoción para que por fin alguien rompiera la gran mentira institucional.



Al igual que los ojos del maestro peluquero del Tacna, los del general Ballerino se nublaron con la sola mención de su relación como ayudante de Prats. Mi pregunta fue directa: ¿le duele tener la certeza de que la DINA asesinó al general Prats? La guardia de Ballerino estaba por los suelos. Su mirada siempre directa se perdió en un infinito, posiblemente cargado de recuerdos. Tras una pausa sólo se limitó a decir entre susurros: «fue un gran error… un gran error. El general Prats no era una amenaza».



Sorprendido, no hallé qué contra preguntar más que reiterarle la pregunta tres o cuatro veces, con saña, fui duro, como también lo había sido con mi abuelo más de una década atrás, cuando le cuestioné con rudeza su sacrosanto sentido del honor militar. Mi abuelo habló de que la DINA se había sobrepasado, de que Pinochet no necesariamente podía saber lo que hacía El Mamo, pero también reconoció que no se explicaba cómo después del atentado en Buenos Aires, Contreras acumuló más y más poder.



Ballerino no se permitió tanto, prefirió secar sus ojos en silencio y días después de la publicación de la entrevista en La Nación, limitarse a aclarar sus dichos en el sentido de que él en ningún momento había culpado a la DINA del asesinato del ex jefe militar.



Han pasado algunos años y la porfiada verdad sale a la luz en medio de señales de reconciliación del Ejército con la familia Prats. Los asesinos están a las puertas de la cárcel (el principal declarado loco) y el Ejército, por primera vez en muchos años, no sólo califica de un «error» el asesinato, sino que de un crimen alevoso que no sólo privó a una familia de un padre y una madre, sino que mancilló el honor del Ejército de Chile que por años convivió con la certeza no oficial de que un ex comandante en jefe había sido asesinado por orden de su sucesor.



Ha llegado la hora de que el nombre y legado del general Prats al interior del Ejército se reconstruya. Los nuevos mandos deben hacer las paces con un pasado que habla de horror, pero no sólo desde el manido «fueron hechos aislado u ovejas descarriadas». Deben cortar con todo lazo que aún los une a la «institucionalidad Pinochet» y hacer las paces con quienes de verdad en el siglo XX hicieron su aporte para hacerlo grande y respetado.



Yo hoy las hago con mi abuelo, porque en medio del reinado del terror tuvo la valentía de llorar su silencio culpable ante su «nieto rojo», porque recién hoy comprendo que lo hizo para que yo algún día le entregara este mensaje en clave de artillero a la familia de «su» general Prats: «el respeto edificado en el honor es más definitivo que la muerte».





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