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Equilibrios en los discursos públicos

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El ejercicio del poder público siempre obliga a sus titulares a procurar equilibrios que concilien diferentes sensibilidades. Requiere ajustar los tonos, estilos y momentos del discurso para lograr su mejor recepción. No se trata de aceptar la mentira o el oportunismo, sino de reconocer que todo dirigente debe disponer de franjas en las cuales ejercer la política, más todavía cuando adopta decisiones arriesgadas.



Pero, ¿dónde fija los límites para lograr el necesario equilibrio? La discusión ética podría ser extensa. Sin embargo, una cuestión práctica pareciera clara: esos límites no pueden ser tan amplios como para frustrar el objetivo principal de una determinada acción.



Digo todo esto a propósito de los debates sobre derechos humanos que se han actualizado en los últimos días con motivo del suicidio de un ex oficial de Ejército sometido a proceso y de la forma como el Comandante en Jefe del Ejército ha abordado la dramática situación.



La admisión por el General Cheyre de responsabilidades institucionales de su arma en las violaciones masivas y sistemáticas de derechos humanos durante el régimen de Pinochet, ha tenido sin duda un impacto en las filas del Ejército, en los militares en retiro y en sus familias. Parece razonable que el General busque realizar gestos y actuaciones que le permitan mantener el reconocimiento de su liderazgo y el vínculo afectivo que todo líder debe preservar con sus compañeros o subordinados. No obstante, pareciera que los límites definidos por Cheyre para construir sus equilibrios son tan amplios que amenazan con desconfigurar el propósito principal de su acción que -si no entiendo mal- es procurar un reencuentro digno entre el Ejército de Chile y toda la ciudadanía.



En los días previos a importantes decisiones judiciales en procesos que afectan a Pinochet, el General Cheyre realizó publicitadas visitas al ex dictador. En otra oportunidad señaló, al referirse a la construcción de la Carretera Austral, que el ex dictador había sido «un presidente visionario», reclamando una mayor equidad en el juicio sobre su gobierno. Ahora se suman sus gestos y declaraciones a propósito del suicidio del Coronel Barriga.



Las palabras de Cheyre son sugerentemente claras: el Coronel Barriga no eligió por su propia voluntad ser miembro de la DINA y de la CNI. Es decir, fue asignado a esas tareas y obedeció como le correspondía. El coronel Barriga -entiendo- fue en realidad una víctima de las políticas institucionales que lo condujeron a actuar del modo que lo hizo y que los Tribunales hoy día investigan y persiguen. Lo que todo el país sabe es que quien dirigía el gobierno y el Ejército cuando se elaboraron y aplicaron esas políticas era Pinochet, el «presidente visionario» en las palabras de Cheyre.



A propósito del suicidio y la carta del coronel Barriga surgen voces que culpan a los hijos de las víctimas y a los propios Tribunales de haber inducido al oficial a quitarse la vida. Se trata de afirmaciones inaceptables, que no tienen otro fin que inhibir acciones privadas y públicas que buscan que se ejerza efectivamente justicia.



Las mismas voces alientan una aceleración de los procesos sobre derechos humanos. Es paradojal. Muchos de los oficiales retirados que hoy desean acelerar los juicios, permitieron que durante años los familiares de las víctimas observaran con frustración e impotencia cómo los procesos no avanzaban por falta de información, mucha de la cual ellos podían -y seguramente pueden- proporcionar. No parece razonable que los sospechosos o inculpados deban ser eximidos de las perturbaciones de la espera judicial causada precisamente por su sistemática negativa a entregar la información necesaria.



Durante catorce años un juez a lo menos inepto, si no venal, mantuvo en la oscuridad el asesinato de Tucapel Jiménez, que otro juez aclaró en sólo dos. Si el criterio de aceleración que hoy se procura establecer, aún sin la información esencial que requieren los procesos, se hubiese aplicado en el pasado, como se intentó repetidamente, varios criminales habrían logrado evadir la acción de la justicia.



La demora es, en la mayoría de los casos, responsabilidad de los que se han negado a entregar antecedentes. Son los que hace catorce años emitieron un Libro Blanco para desacreditar y desmentir los contenidos del Informe Rettig, los que han ocultado cuerpos y tumbas y que falsearon informaciones a la Mesa de Diálogo, los que juraron una y otra vez que la «Esmeralda» no había sido lugar de torturas, los que en definitiva son responsables de la actuación institucional del Ejército que su actual Comandante en Jefe ha admitido con dolor. Son los mismos que ahora quieren cerrar los procesos que, lentamente, comienzan a develar la verdad.



El Ministro del Interior dijo hace algunas semanas que los procesos «algún día tendrán que terminar». Su intención es procurar que la sociedad chilena cierre las heridas aún abiertas. Pero no es la vía. Ojalá que los procesos terminen, pero con desaparecidos cuyos cuerpos aparecen y con culpables sentenciados. En otros casos, los procesos no van a terminar: los delitos de lesa humanidad no terminan sin culpable, no son amnistiables ni prescriptibles.



Por primera vez Human Rights Watch, una acreditada organización internacional, elogia en su último informe los avances que en materia de derechos humanos ha registrado Chile. Las autoridades de gobierno debieran sentir satisfacción con esas opiniones y no involucrarse en equilibrios políticos que frustran aquello positivo que se ha logrado. Del mismo modo, los equilibrios que, seguramente presionado, realiza el General Cheyre pueden terminar anulando el propósito principal de sus acciones.





Jorge Arrate es ex Presidente del Partido Socialista y actual Presidente de la Corporación Universidad de Arte y Ciencias Sociales (ARCIS).












  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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