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La inequidad y nuestro sistema tributario

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Cualesquiera sea el tenor de las recomendaciones que formule el Consejo de Reforma Previsional nombrado por el Gobierno, ellas impondrán la necesidad de hurgar en nuevas fuentes de financiamiento tributario que hagan viables las reformas que una gran mayoría del país considera urgentes y necesarias. Cuando llegue el momento (y éste no debiera tardar, según se desprende de la urgencia que la Presidenta Bachelet impuso al trabajo de la Comisión), el país se verá nuevamente enfrentado a los mismos argumentos planteados hace unos días por algunos (muy pocos, es cierto) parlamentarios de la Concertación respecto de la conveniencia de efectuar un debate de fondo sobre el régimen impositivo chileno.



La decisión de mantener el IVA en 19 por ciento para cofinanciar el aumento de las pensiones mínimas y asistenciales ha sido criticada como oportunista (al vinculársela a un tema de elevado rédito social) y además injustificada (el fisco dispondría de recursos más que suficientes). Pero independiente de que los parlamentarios opositores o los analistas neoliberales ‘olviden’ que los elevados ingresos del cobre no son permanentes (como sí lo es el mayor gasto asociado a las pensiones), una vez más el debate se ha ido por las ramas y eludido abordar la cuestión de fondo.



Si hay un oportunismo en este proyecto gubernamental, éste es haber echado mano al IVA porque es una fuente de financiamiento masiva y rápida, sin importarle consolidar una estructura tributaria de por sí ya regresiva e ignorando las propias recomendaciones de quienes integraron la comisión programática de Bachelet. Estas apuntaban precisamente en la dirección contraria: eliminar exenciones y franquicias tanto del IVA como, especialmente, del impuesto a la Renta, e intensificar el combate contra una evasión todavía significativa. Tal como en su momento lo sugirió el ex ministro Nicolás Eyzaguirre y lo replanteó hace unos días el senador Carlos Ominami -partidario de reducir los beneficios tributarios a los grupos de altos ingresos
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Como se ha dicho hasta la saciedad, nuestro régimen tributario es esencialmente regresivo. No sólo porque dos terceras partes de su recaudación (de ellas, 51% del IVA y 13% de impuestos específicos a los combustibles) descansan en impuestos indirectos También porque la utilización de triquiñuelas legales o la franca evasión derivan en que muchos de quienes se ubican en el tramo de más altos ingresos simplemente no pagan la tasa máxima de 40% a los ingresos de las personas. Así, lo que el fisco recauda en renta es básicamente aportado por profesionales, mientras que los grandes empresarios y las mayores fortunas del país siempre dispondrán de algún ‘hoyo negro’ que absorba su aporte -el único directamente redistributivo que estos grupos debieran efectuar a la sociedad en cuyo seno lucran.



En un país cuyas élites políticas suelen mirar -displicentes- ‘la paja en el ojo ajeno’ de los países vecinos, resulta sorprendente que continúen eludiendo examinar ‘la viga en el ojo propio’. Por ejemplo, las escandalosas cifras que representan la evasión, la elusión y las numerosas franquicias tributarias, que sumadas representan un estimado de Ä„siete y medio porcentual del PIB!



Todas ellas equivalen a casi la mitad de la carga tributaria nacional (17% del Producto).



Pese a los esfuerzos de los últimos gobiernos, la evasión continúa representando al menos un quinto de la recaudación total (algo más de 3 puntos del PIB), mientras que el total de exenciones, franquicias y otros privilegios tributarios equivale a otros 4,2 puntos (US$ 2.806 millones) del PIB. De estos últimos, el diferimiento de impuestos (rentas empresariales que son retenidas de manera indefinida) impone al fisco un gasto de US$ 750 millones (1,10% del PIB), y la depreciación acelerada y la amortización de intangibles otros US$ 460 millones).



Contra lo sostenido por la teoría, tampoco el IVA es ni tan masivo ni tan parejo. Buena parte de lo recaudado fluye en sentido inverso mediante inexplicables deducciones que representan un 0,9% del PIB (US$ 560 millones). El grueso de éstas beneficia a los grupos de más altos ingresos, como el crédito otorgado a las empresas constructoras de viviendas, (US$ 150 millones), las deducciones concedidas a los llamados ‘sostenedores’ de colegios, el que no constituyan renta los ingresos provenientes del arrendamientos de bienes inmuebles (0,11% del PIB) y las importaciones de Zonas Francas (0,10% del PIB).



El carácter del régimen tributario chileno está en la raíz de la inequidad existente, pero además cabalga a contrapelo de lo que ha sido la tendencia histórica de los países económica y éticamente más desarrollados. La base tributaria de la mayor parte de los países europeos y aún de los Estados Unidos (después de que las políticas de George Bush han rebajado impuestos en beneficio directo de los grupos más ricos) está compuesta de impuestos al ingreso de empresas y personas -exactamente lo opuesto de Chile. La consolidación de este ‘modelo’ al cabo de dieciséis años de gobiernos concertacionistas representa una curiosa forma de acercamiento a (cuando no de homologación con) naciones con las que en este mismo lapso se han suscrito Acuerdos Comerciales; o de las cuales se intenta replicar su modelo educativo o sus políticas de innovación tecnológica.



Desde 1990 se han efectuado varios ajustes (ambiciosamente llamados ‘reformas’) al régimen tributario, pero continúa soslayándose un debate de fondo sobre qué tipo de responsabilidad (o, si se quiere, de compromiso) social compete al Estado -lo que va indisolublemente ligado a los fundamentos de un sistema tributario que permita responder a esos desafíos.



Quizás en la raíz del proceder de los sucesivos gobiernos concertacionistas para eludir el tema haya algo más que un frío cálculo político o una suerte de ‘cobardía moral’ -como podría pensarse. La oposición política y económica de derechas continúa argumentando que la desigualdad no es causada por la regresiva estructura tributaria, pues aquélla ha aumentado pese a que los impuestos ‘han aumentado fuertemente’. Con rudimentaria lógica aristotélica, esgrime que ‘más impuestos equivalen a menos actividad económica, menos empleos y mayor desigualdad’. Aunque cualquier asignatura de economía básica enseña que ‘menos impuestos no siempre implican más ahorro ni más inversión’, y que los grupos de altos ingresos criollos se han caracterizado por tener una muy baja propensión marginal al ahorro.



Sin embargo, es un hecho que argumentos como ésos tienen fuertes sostenedores en nuestra sociedad y han sido lo suficientemente poderosos como para obstaculizar cualquier revisión a fondo de nuestro sistema tributario. Precisamente por ello, es que el tema debiera romper el estrecho circuito político y gubernamental y abrirse al más amplio debate ciudadano.



Aunque en 1991 un ampliado de la Concertación recomendó elevar del 17 al 20% la tasa de impuesto a las utilidades de las empresas, tal acuerdo no logró cuajar en un proyecto formalmente acogido ni por el gobierno de entonces ni por los dos siguientes. Y ya sabemos que el de Bachelet asumió con la promesa de que tampoco lo hará. Paradojalmente, y dado que el impuesto a la renta sería ‘muy distorsionador, poco recaudador y muy complicado’, han sido analistas y representantes de derechas quienes han propuesto recientemente establecer una tasa fija y pareja de 20% a la renta de las empresas y personas.



A simple vista, lo anterior permite concluir i) que no siempre el progresismo anida entre quienes lo pregonan y ii) que si los propios analistas de derechas admiten la factibilidad de elevar el impuesto a las empresas, ello debiera bastar para una amplia discusión tributaria que ponga todas las cartas (de viabilidad operativa, pero también de ética social) sobre la mesa. Sin embargo, el nuevo gobierno prefirió una suerte de ‘fast track’ y desperdició una oportunidad preciosa para revisar los fundamentos del sistema tributario chileno. Pero su decisión equivale a intentar tapar el sol con una mano, porque el tema nuevamente aflorará cuando quepa dilucidar cómo financiar una reforma previsional para una sociedad que envejece de forma acelerada e incapaz de asegurarle una pensión digna a sus viejos de hoy y de mañana. ¿Será entonces el momento de discutir el tema? ¿O cuando la inequidad social explote mediante cauces similares a los de Francia hace unos meses?



Nelson Soza Montiel. Periodista y Magíster en Economía.




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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