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La nieta nos visita

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Decía que mi hija, aún muy joven, también formaba parte hace una semana de ese grupo de 12 millones de indocumentados porque acababa de recibir su residencia permanente en este país. O su «green card» («tarjeta verde» cómo lo traducen los hispanos). Es el carnet más codiciado de esos 12 millones de personas sin papeles. Esos 12 millones darían cualquier cosa por poseerla.


Por Javier Campos*



Ella va a cumplir cuatro años y nació en EE.UU. Su madre no. Nació en Chile o pudo haber nacido en cualquier parte de America Latina porque su situación, como millones de inmigrantes en este país, viene a ser muy semejante. Vinieron a visitarnos este verano norteamericano. Y vinieron cómodamente en un avión desde Atlanta, otra de las ciudades que posee una inmensa cantidad de hispanos. Son de diversas partes de America Latina y puede que el 80% sean indocumentados.



Así que la nieta y mi hija venían contentas a vernos a esta parte de noreste donde también se concentra una gran cantidad de población hispana. Las últimas estadísticas dicen que hay en los Estados Unidos casi 40% de hispanos legales es decir que poseen ciudadanía o residencia permanente. También hay unos 12 millones de indocumentados donde el 90 % son hispanos que emigran desde detrás de la frontera que divide México y EE.UU.



Decía que mi hija, aún muy joven, también formaba parte hace una semana de ese grupo de 12 millones de indocumentados porque acababa de recibir su residencia permanente en este país. O su «green card» («tarjeta verde» cómo lo traducen los hispanos). Es el carnet más codiciado de esos 12 millones de personas sin papeles. Esos 12 millones darían cualquier cosa por poseerla. Hasta la han comprado falsificada y hay mafias que la venden, pero al fin no pueden reproducirla idénticamente con la alta sofisticación tecnológica con que la emite Inmigración. Esa tarjeta es la puerta a la estabilidad, al trabajo legal, a no ser discriminado por no tener nada auténtico que mostrar si un policía los detiene en una carretera o en la calle, o en un restaurante.



Esa tarjeta es una entrada para viajar en avión donde sea por todo el país y no viajar escondido en buses o manejar carros sin licencia. Es una tarjetita que libera de tensiones a millones pues cuando viajan a su país de origen no tendrán que regresar a EE.UU. por algunas de las tantas fronteras que hay que cruzar desde el mismo Chile. Pasando por todo Centro America hasta llegar a la horrorosa frontera que divide el «Río Grande» (o «Río Bravo» en el territorio mexicano) para cruzar desde México a Estados Unidos. O subirse en una embarcación desde alguna playa del Caribe para llegar a México o La Florida. Y lo peor, tener que pagar miles de dólares a un «coyote», esos que le ayudan a cruzar la frontera ilegalmente y donde es muy posible que los engañen, les roben el dinero o violen a las mujeres que van en su grupo. Son esos los inmigrantes que sueñan con llegar «al otro lado», al «norte», donde hay trabajo y cuya «felicidad» para ellos y su familia parece estar instalada allí porque en sus países reina la miseria.



Hay miles de salvadoreños, por ejemplo, que viven en EE.UU., cuyas remesas que envían a su país de origen constituye la primera entrada de divisas. México recibe cerca de 20 mil millones de dólares al año en dineros que envían los indocumentados que trabajan en EE.UU. y constituye la segunda entrada de divisas después del petróleo. Y así se puede seguir documentando con miles de casos entre muchos otros países (Nicaragua, Guatemala, Costa Rica, República Dominicana, Haití, etc., etc.) que no sólo ocurre en EE.UU. sino en diversos lugares del mundo donde la economía necesita del trabajo del inmigrante. Y Chile no escapa a eso pues tienen a miles de peruanos o ecuatorianos que también son parte de la economía de ese país.



Mi hija pues venia feliz en el avión con sus papeles en regla, viajaba sin el miedo de que un policía o inmigración la detuviera por no ser residente legal, sospechando por su acento y viajara sola con su hija que en nada tenía de rubia. Hacia tres años que estuvo encerrada en su casa trabajando en lo único que podía hacer a escondidas: cuidar niños donde le pagaban un dólar por hora lo mismo que en una maquiladora de Centro America. Ni manejar un coche podía por el miedo que en algún lugar de una carretera en la gran metrópolis de Atlanta la detuvieran y la deportaran sin su hija, aun cuando la nieta hubiera nacido en EE.UU. Su madre habría tenido que salir del país en casi 24 horas. La tragedia que habría dejado atrás es la misma de millones. La que ocurre cada día ocurre en cualquier parte del mundo donde hay inmigrantes sin papeles.



Así que la nieta y mi hija lo pasaron felices con nosotros durante una semana. Nadando en el mar, en la piscina, jugando en un parque, visitando museos, bibliotecas, comiendo «hot dogs» y helados, visitando Manhattan, pudiendo mostrar sus identificaciones (mi hija y la nieta) si se las hubieran pedido en cualquier lugar sin sentir el terror de ser deportadas. Tratadas con humanidad.



Todo eso pensaba mientras jugábamos en la piscina hace unos días antes de que regresaran a Atlanta, y donde los abuelos le enseñaron a nadar y aprendió en una horas a flotar, y ella muy feliz, al igual que mi hija, que salieron de ese calvario que millones de inmigrantes sufren cada día. Esa es la historia de nuestra nieta y su mamá.





*Javier Campos es poeta, narrador y columnista.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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