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El inocente beso que causó la ira de “Dios” en el Vaticano

Hernán Dinamarca
Por : Hernán Dinamarca Dr. en Comunicaciones y experto en sustentabilidad Director de Genau Green, Conservación.
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El viernes 14 de mayo, junto a mi mujer e hijos nos tocó vivir una anécdota en plena Plaza San Pedro, en el Vaticano, que me ha inspirado a escribir estas breves reflexiones sobre la profundidad ética e histórica de la actual crisis de la Iglesia Católica.

Ahí, en una Roma atiborrada de turistas, resignados avanzábamos lentamente en una larga fila para ingresar a la imponente Catedral, que nos recuerda el poder terrenal que alguna vez tuvo la Iglesia. Ya sea por la telúrica belleza de la mañana primaveral, por las perfectas formas arquitectónicas que en esa peregrinación nos evocan a tantos artistas ayer inspirados por la energía del re-ligare del hombre antes el Cosmos que es propia a toda sincera religión, o por la energía mística irradiada por las simétricas columnas de mármol blanco que rodean a la plaza San Pedro, el hecho es que ante tanta magnificencia, historia y belleza, estábamos felices. Nuestros pequeños hijos reían impresionados y nosotros, muy a tono con la emotiva vivencia, en un cariñoso gesto de pareja simplemente nos dimos un delicado beso, intimo y, en este caso, también público.

La sorpresa mayúscula fue que en el segundo mismo del efímero beso, un nativo europeo de unos 60 años irrumpió entre nosotros y con su mano erguida primero corrió hacia atrás a Patricia y luego a mí me dio un leve golpe en el mentón, murmurando algo que en primera instancia no entendí. Plop. Como Condorito exigíamos una explicación: nosotros, nuestros hijos y los turistas del entorno, todos consternados por la violencia fanática del gesto agresor.

[cita]Sabemos que esas interpelaciones del mundo a la Iglesia, no han sido muy escuchadas por su actual poder jerárquico.[/cita]

A poca distancia el hombre permaneció mirándonos, alterado y nervioso. Fui entonces hacia él y lacónico lo interpelé: “por qué nos golpea”. Algo así como “rispeto, más rispeto”, me respondió. “Por favor –le dije-, que iracundia la suya, acaso usted no sabe que el beso en una pareja en este caso es sólo una demostración de amor y respeto, precisamente los valores que hace ya largos años nos enseñara Cristo”. Ese fue nuestro diálogo, si se puede llamar así a una suerte de monosílabo en italiano y a unas frases en español dichas al viento. El italiano se fue y yo volví a la fila para avanzar hacia el Templo, claro que ahora ya no tan ingenuo como antes, sino que impactado por la emoción de la intolerancia y por la ceguera ante las sensaciones del cuerpo, ambas tesituras del agresor católico que han estado en la base de tantos crímenes de la Iglesia en la deriva humana.

He narrado aquí esta anécdota muy personal, pues la considero una suerte de alegoría de la actual crisis de credibilidad y proyección que vive la Iglesia. En efecto, la ira del italiano agresor ante un leve beso representa la ceguera de una Iglesia que se ha negado a asumir la energía y pasión de los cuerpos, queriendo siempre reprimir, castigar, negar o  arrinconar las sensaciones de la carne, obviamente que sin éxito, pues somos espíritu y naturaleza, somos mente, alma y cuerpo, somos una Naturaleza o un Kosmos,  una unidad de materia y espíritu, de forma y vacuidad. Por esa ceguera, la Iglesia ha perseguido en el mundo todo gesto que considera indigno entre los cuerpos y de ahí que el dulce y emocionado beso a mi amada fuera un pecado a los autoritarios ojos del pacato católico italiano. Y también por eso la Iglesia en su seno ha prohibido que se exprese cualquier deseo carnal y de ahí la abstinencia sexual de los curas. El resultado esta a la vista: la Iglesia se desmorona en los televisores del mundo debido a la seguidilla de denuncias de conductas sexuales, ya sean heteros u homos, no pocas derechamente ilegales, entre tantos sacerdotes que ayer y siempre han caído rendidos ante la fuerza incontrolable de la carne, más aún cuando han sido debilitados por la letanía castradora del pecado.

La acción castigadora del italiano además representa la rigidez e intolerancia que ha sido siempre común a toda institución en crisis. Ese mismo día, luego de la anécdota, comentamos con mi mujer lo intenso de la alegoría: un pacato sale en pleno Vaticano en defensa de la “moral” abstracta de la Iglesia, seguramente desamparado, dolido y ciego ante la debacle ética de tantos de los príncipes de su Iglesia, acusados de practicantes de la pasión prohibida de la carne, quien ahora solo atinaba a castigar con un gesto intolerante el corporal contacto de los labios que hicimos antes sus ojos y los de su Dios. En estas crisis agudas y/o terminales las instituciones tienen dos reacciones posibles: o cerrar los ojos ante la vergüenza y amenazar o no tolerar en los otros lo que ellos consideran el pecado, o bien abrir la institución a cambios radicales, dejando que por puertas y ventanas entren los vientos frescos de la renovación.

Ejemplos de una u otra de esas actitudes abundan en la Historia. Un clásico de la segunda, el camino de la renovación, fue el asumido por Gorbachov con su Perestroika que fue incapaz de curar el cáncer que a la larga destruyó el Socialismo Real. Mientras que tal vez por lo dramático de esa experiencia, o tal vez emulando lo que hizo la propia Iglesia hace ya varios siglos ante la crisis- amenaza del reformismo Protestante (pues sólo varias décadas después del Cisma del mundo cristiano vino la Contra-reforma católica para incorporar tímidamente algunos cambios solicitados por el luteranismo y calvinismo, al principio, e igual que ahora, la actitud básica fue atrincherarse en la defensa de lo viejo), hoy el italiano agresor y plebeyo, inspirado por el actual Papa y mucha de la jerarquía autoritaria y conservadora de la Iglesia, han optado por el camino intolerante y de una defensa ciega e irreflexiva del pasado, atrincherados en el celibato y en el machismo, en la ira ante la belleza de los cuerpos y en prácticas autoritarias.

En ese marco, que Benedicto XVI el lunes 17 de mayo -dos días después que el fanático católico nos agrediera por besarnos ante “los ojos” de San Pedro-, haya recibido en el Vaticano al presidente de Bolivia, Evo Morales, quién mediante una carta le pidió la abolición del celibato, el acceso de la mujer al sacerdocio y la democratización de la estructura clerical, más allá de la belleza de una actitud  que retrata a Evo en toda su grandeza de cristiano de base, en rigor debería tener poco o ningún impacto real. Si bien, las palabras de Evo fueron muy asertivas: “queríamos proponer muy respetuosamente al Papa la necesidad de superar la crisis de la Iglesia, que está herida y en pecado… (pues la Iglesia) no tiene que negar una parte fundamental de nuestra naturaleza como seres humanos y debe abolir el celibato…”, en los hechos hay pocos indicios de que sus palabras sean escuchadas por la actual jerarquía, ya que esta desde hace años no ha sido receptiva con lo que incluso ya le han dicho los mejores en su propio seno.
Desde los años sesenta del siglo XX, notable intelectuales y sacerdotes cristianos, de todos los continentes, han venido exigiendo a su Iglesia una renovación. De hecho, el Concilio Vaticano II la remeció históricamente, sacó a los curas las sotanas, los llevó a las calles e impulsó a los teólogos a repensar los nuevos desafíos culturales de la postmodernidad (en el sentido de ser desafíos que irían pautando una ruptura con lo que había sido la época moderna). Un ejemplo de esta crítica y autocrítica radical fue la obra ya antigua del teólogo uruguayo Luis Pérez Aguirre, quién en su libro “La Iglesia Increíble: materias pendientes para su Tercer Milenio”, sintetizó las interpelaciones que el mundo hacía a la Iglesia pos Concilio II.

Según Pérez Aguirre, la Iglesia para ser creíble debía asumir 4 nuevas interpelaciones culturales. Uno, la interpelación desde el cuerpo, afirmando que una espiritualidad integral significaba para la Iglesia  integrar a la sexualidad y sensualidad en todas sus expresiones; dos, la interpelación desde los pobres, que era la interpelación de un vivir justo y comunitario; tres, la interpelación desde la mujer, superando su arcaica misoginia y tono patriarcal; y cuatro, la interpelación desde la naturaleza, asumiendo la ecología.

Sin embargo, sabemos que esas interpelaciones del mundo a la Iglesia, no han sido muy escuchadas por su actual poder jerárquico. Sabemos que la reacción conservadora pos-concilio fue intensa y la tónica en las últimas décadas, pese a la expansión cultural de estas interpelaciones, ha sido el silencio o bien respuestas tímidas.

Por esos signos de cerrazón en la jerarquía, por esa ceguera ante las interpelaciones del cuerpo, de la naturaleza y de la mujer, por la gravedad ética de la actual crisis y por la creciente distancia de la gente ante la institución, si bien la historia de la Iglesia, una vez más, está abierta, cada vez más parece más difícil que transite por un camino de recuperación de su influencia en el mundo.

De continuar así las cosas, lo más probable que tal como en la alegoría de la anécdota narrada al principio de esta crónica, el destino de la Iglesia sea como la del católico agresor en el Vaticano: una suma de gestos torpes que la terminaran alejando cada vez más de la emoción integral de lo humano. Por ello, el único desafío para la Iglesia que reconozco en la alegoría aquí narrada es precisamente eso: que justo en el corazón –o en la cabeza- de esta sacra y añosa institución, nos hayamos ido a encontrar con un brutal modelo de la raíz más conservadora y violenta del catolicismo reaccionario, fue para evocarnos la ceguera de la actual jerarquía de la Iglesia, el autoritario malestar eclesiástico ante el real amor humano, la fanática intolerancia que algunos en su seno pueden asumir, y todo ello a contrapelo del lado luminoso también presente en la historia de la Iglesia, de la energía mística que aún hoy uno puede sentir en la tranquilidad y silencio de sus grandes templos, del dolor y vergüenza sincera de su buena grey y de los nobles intentos de curas abiertos y sabios, de cristianos como el mismo Evo, que parecen condenados a la insignificancia de continuar la hegemonía en el centro de esta emoción castigadora, negadora y anacrónica.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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