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Mario Vargas Llosa y la izquierda latinoamericana


En el post anterior, enlacé las recientes columnas de Juan Gabriel Vásquez y Javier Cercas sobre el otorgamiento del Nobel a Vargas Llosa. Ambas se refieren al tema de la posición política de Vargas Llosa y, sobre todo, a su relación con las izquierdas hispanoamericanas.

La etiqueta que con más frecuencia se le adscribe a Vargas Llosa en América Latina es «neoliberal». Nadie me ha podido explicar qué quiere decir eso exactamente, pero cuando han tratado, me han descrito a un Vargas Llosa que parecería más bien cercano al movimiento neo-conservador norteamericano.

Vargas Llosa no es así. Está bastante más cerca de ser un liberal clásico en cuanto a sus razonamientos sobre el modelo económico y un progresista en casi cualquier tema central en aquello que en el mundo occidental contemporáneo llaman «las guerras culturales».

Es decir, Vargas Llosa, como hacen notar Vásquez y Cercas, es un defensor de la igualdad de homosexuales y heterosexuales en todos los aspectos de la vida civil; es un promotor de los derechos individuales; es acaso el más radical defensor de la institucionalidad de las democracias por sobre los militarismos, los totalitarismos y los autoritarismos; es un enemigo de los nacionalismos; es un crítico acérrimo de la influencia conservadora y retardataria de la Iglesia Católica en cada caso en que ésta se manifiesta (así como es, también, un defensor de la Iglesia en aquellos casos en que ella sirve como motor de la igualdad, el desarrollo y la atención a los marginados).

¿Cuál de esos rasgos podría servir para que alguien lo califique de conservador, o para que alguien lo agrupe acríticamente junto a lo que los latinoamericanos llaman «feroces neoliberales» (que son en verdad los capitalistas conservadores de la región)? Yo creo que ninguno. Cada vez que Vargas Llosa ha defendido alguna de esas causas, la izquierda ha guardado silencio y se ha hecho la sorda, a pesar de que esas causas deberían ser las suyas por naturaleza.

En todas esas ocasiones, la derecha más conservadora y reaccionaria es la que ha latigueado de amargura por la liberalidad progresista de Vargas Llosa. La razón es obvia: en casi cualquier tema cultural, las causas de Vargas Llosa son diametralmente opuestas a las causas del conservadurismo.

El rechazo habitual de la izquierda a Vargas Llosa tiene su origen, históricamente, en la ruptura de Vargas Llosa con la Revolución Cubana a fines de los años sesenta y principios de los setenta. Es crucial recordar que, en aquel tiempo, lo que Vargas Llosa objetó a la Revolución Cubana no fueron sus esfuerzos culturales, su interés socialista en la educación ni su difusión de los proyectos igualitarios en el campo de la salud.

Vargas Llosa objetó y denunció el autoritarismo, la verticalidad del régimen, la opresión de las minorías, la persecución de los homosexuales, la construcción de un Estado policial, las cárceles del castrismo. Es decir, objetó lo que cualquier izquierda moderna, amiga de la libertad y de la igualdad plena debería objetar siempre. Y cuando transitó hacia la derecha, no dejó jamás de denunciar escenarios de ese tipo, sin importar que se produjeran bajo un gobierno de izquierda o de derecha.

Por supuesto, Vargas Llosa no es un socialista desde hace mucho, y revisando sus novelas es posible alegar que tampoco lo fue cuando sentía que lo era: su espanto ante cualquier mundo en que los ideales colectivos se antepongan a la libertad individual es patente. Pero creo que en este momento, pasadas las décadas, ese espanto también se ha convertido en un sentimiento dentro de las izquierdas más progresistas.

¿Hay alguna razón para detestar a Vargas Llosa desde la izquierda? Es cierto que se pueden buscar argumentos ocasionales, hurgar en momentos y coyunturas en que Vargas Llosa se ha aproximado un tanto a regímenes moralemente dudosos, como el actual de Alan García en el Perú. También es fácil descubrir en qué instantes, con qué razones, siguiendo qué ideales, ha roto con esos regímenes en defensa de su noción de libertad.

Pero creo sinceramente que la izquierda pierde mucho más de lo que gana describiendo a Vargas Llosa como el corazón de la tiniebla derechista: pierde la voz más notoria y audible, mundialmente, en la defensa de la igualdad en libertad de los latinoamericanos. Pierde a un promotor constante de la transformación cultural que tarde o temprano llegará a la región, en la lucha contra la homofobia, en favor del aborto, y, con ello, de los derechos de la mujer, en contra de los nacionalismos, en contra del racismo, en favor de la democracia sin interrupciones autoritarias, etc.

¿O es que la izquierda desea anteponer las rencillas de hace casi medio siglo a la defensa de causas con las que su discurso debería identificarlas? Esa es la opción que ha elegido mayoritariamente desde hace mucho. La salida de Vargas Llosa de la política activa, tras su derrota en las elecciones de 1990, y el autogolpe de Fujimori poco después, debieron ser el momento de la reconciliación con Vargas Llosa, la oportunidad de reconocer los puntos comunes con alguien que ha luchado toda su vida en contra de las tendencias cerriles y cacicales que Fujimori representa.

Este es otro momento: la entrega del Nobel a Vargas Llosa, de parte de una Academia Sueca que finalmente da su mano a torcer y renuncia al prejuicio de negarle el premio debido a sus choques con la vieja izquierda. Porque hay que tener en cuenta que el otorgamiento del premio es ya un reconocimiento que Vargas Llosa recibe de la izquierda europea.

Hace unos días un amigo me decía (y lo dice también Cercas en su artículo) que le parecía tonta la frase, tantas veces repetida en estos días: «Me alegra que premien a Vargas Llosa aunque no comparto sus ideas». Yo no creo que sea una tontería, aunque reconozco que ha sido dicha por gente bastante tonta (no todos).

Está bien, creo, considerar a Vargas Llosa un maestro de nuestro mundo intelectual y artístico y hacerlo a pesar de diferencias ideológicas. Eso hubiera querido el «francotirador» que escribió y leyó en Caracas, hace tantos años, el discurso «La literatura es fuego», tras recibir el Premio Rómulo Gallegos. Vargas Llosa ha seguido nadando contracorriente, ha seguido peleándose con aparatos políticos y gobiernos, ha seguido porfiando por causas que muchos de sus admiradores y gran parte de la gente que le es próxima estima en muy poco.

Decir que su premio es bienvenido a pesar de las diferencias intelectuales, cuando se dice razonándolo de verdad, es reconocer la validez de Vargas Llosa como intelectual y reconocer que su trabajo y sus ideas son legítimos y dignos de ser tomados en cuenta. ¿Cómo tomarlos en cuenta? Revisándolos, releyendolos, descubriendo ya no sólo las discrepancias, sino también las coincidencias; y aprendiendo en la lectura, porque alguien que inventa los mundos que Vargas Llosa ha imaginado, es alguien que tiene mucho que decirnos sobre el nuestro.

¿Puede la izquierda hacer eso? ¿Puede dejar de demonizar y satanizar a Vargas Llosa? Sí puede. Y tiene que. Si ustedes revisan algún día una colección de ejemplares de Casa de las Américas, la famosa revista cubana, podrán detectar con toda exactitud el día, el mes y el año en que la crítica izquierdista comenzó a decir sobre las novelas de Vargas Llosa exactamente lo contrario de lo que decía el día anterior.

Encontrarán el momento preciso en que los críticos dejaron de tomar La ciudad y los perros o La casa verde como extraordinarios alegatos socialistas y empezaron a proclamar que eran horrorosos y despreciables discursos dictados por el capitalismo americano. (El papel de Fernández Retamar en ese giro fue irritantemente deshonesto).

Si la izquierda pudo hacer ese malabar, con esa baja intención sofista, siguiendo su rabia y su odio en lugar de ser fiel a cualquier forma de ética intelectual, seguramente podrá hacer también un giro honesto y revisar la obra de Vargas Llosa, y descubrir que, acaso, Vargas Llosa ha estado escribiendo más para ella que para la derecha.

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