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Asamblea Constituyente: ¿Hacemos legítimo lo legal o legal lo que es legítimo?

Rafael Alvear
Por : Rafael Alvear Investigador Postdoctoral del CEDER, Universidad de Los Lagos
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El viejo debate en torno a la legalidad y legitimidad del orden parece reclamar su espacio. Y es que, por una parte la institucionalidad política (pensemos aquí en la Concertación y la Alianza), anquilosada y protegida por aparatos políticos efectivos en cuanto a la protección de las parcelas de poder, se refugia en la legalidad del orden actual, según lo cual ideas de índole constituyentes aparecen como amenazantes (lo cual desvela una cercanía no solo con la defensa al origen sino además al proceder de la Constitución, que tantos frutos les ha rendido).


Hagamos ficción. Juguemos a hacer como si tuvieran razón. Pensemos (algo que no se puede hacer sin dolor de estómago) en que los argumentos que se esgrimen desde el ala conservadora de la política chilena (a saber, Alianza y parte importante de la Concertación) estuvieran en lo correcto. Digamos entonces que la Constitución de 1980, con sus posteriores adornos firmados por el Presidente Ricardo Lagos, obedece en su formación a un procedimiento legal.

No sólo legal, sino que además legítimo, en tanto aquel mecanismo contó con la votación de la cantidad necesaria de la población y parlamentarios, respectivamente, que permite entregarle tal apelativo. Por ende, digamos que la Constitución de 1980, con sus posteriores nuevas tildes y comas, es una Constitución en regla, y no sólo en regla, sino que además (y en virtud de la firma del Presidente de Chile en 2005 no podría ser de otro modo) democrática. En aquella Constitución se encarna el poder soberano. Aquel poder soberano, que ya viejos filósofos (entre ellos Thomas Hobbes y Samuel Pufendorf) han tematizado de manera magistral.

Dejemos de lado entonces en este ejercicio de velador la crítica al problema de legitimidad de origen de la Constitución de 1980. Es más, volvamos a sacar polvo a alguno de los artículos en que connotados políticos conservadores (desde Jaime Guzmán a José Antonio Viera-Gallo o Ricardo Lagos, etc…) han alabado la Constitución (sin o por los adornos de 2005) que hoy rige a nuestro país, y volvamos a leerlos, como si acaso hubiesen tenido razón. Digamos entonces, por segunda vez, como para estar seguros, que la Constitución de 1980 (ya sea por su origen primero, o por su adorno “re-consituyente” que tanto enorgullecía a aquel Jefe de Estado en 2005) obedece en su origen a un procedimiento legal, y no sólo legal, sino que además legítimo.

[cita]El viejo debate en torno a la legalidad y legitimidad del orden parece reclamar su espacio. Y es que, por una parte la institucionalidad política (pensemos aquí en la Concertación y la Alianza), anquilosada y protegida por aparatos políticos efectivos en cuanto a la protección de las parcelas de poder, se refugia en la legalidad del orden actual, según lo cual ideas de índole constituyentes aparecen como amenazantes (lo cual desvela una cercanía no solo con la defensa al origen sino además al proceder de la Constitución, que tantos frutos les ha rendido).[/cita]

Pues bien, ¿desaparece el problema cuando velamos u obviamos el ámbito de formación de dicha figura? De ningún modo. La cuestión como tal no reside solamente en la génesis. Y es que, cabe preguntarnos filosófica o sociológicamente, ¿qué ocurre cuando la institucionalidad civil y sus normativas, formadas originalmente por un grupo amplio de sujetos libres que le otorgan su legitimidad democrática (y aquí seguimos el argumento inicial), se aleja o se escapa luego en su proceder de aquella expresión de voluntad soberana constituyente? ¿Qué pasa cuando “producto” y “creador” se escinden casi irrevocablemente? ¿A qué recurrir entonces cuando, como es posible de observar, origen y proceder se desacoplan en su sentido íntimo?

Ante tal escenario, el viejo debate en torno a la legalidad y legitimidad del orden parece reclamar su espacio. Y es que, por una parte, la institucionalidad política (pensemos aquí en la Concertación y la Alianza), anquilosada y protegida por aparatos políticos efectivos en cuanto a la protección de las parcelas de poder, se refugia en la legalidad del orden actual, según lo cual ideas de índole constituyentes aparecen como amenazantes (lo cual desvela una cercanía no solo con la defensa al origen sino además al proceder de la Constitución, que tantos frutos les ha rendido). Sin embargo, por otra parte, las organizaciones de estudiantes, pobladores y de ciudadanos en general (respecto de lo cual parece faltar aún la introducción definitiva de los trabajadores) erigen como argumento de cambio la indiscutible carencia de legitimidad (no solo de origen, sino que por sobre todo de procedimiento) que supone la manutención del statu quo, en la medida en que la institucionalidad política, en su escisión y escape de la ciudadanía, ha aprovechado de generar un orden político prácticamente infranqueable para demandas externas al mismo, con además gruesas barreras de exclusión.

Así las cosas, el problema para la sociedad civil es de alta cuantía. Mientras estudiantes, pobladores y parte mayoritaria de la ciudadanía en general reflexiona mecanismos para lograr hacer legal lo que a simple vista asoma como legítimo (es decir, hacer legal lo que el pueblo soberano demanda en la actualidad, y así tratar de lograr enlazar origen y procedimiento de manera legítima); la institucionalidad política (Concertación y Alianza) por su parte ni siquiera pierde el tiempo en intentar hacer legítimo lo legal (hacer popular lo que existe), sino que parece estancada en discusiones que le permitan generar pequeños cambios que logren anestesiar el “clamor popular” y entonces refuercen el estado actual de cosas (es decir, que mantengan este estado de dislocación entre ilegítimos origen y procedimiento que ha sido recubierto por la legalidad fáctica).

¿Qué impulso triunfará? Ante la duda y la mirada retrógrada de los conservadores, parece mejor seguir marchando.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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