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Las cifras al banquillo y su impacto en la estabilidad

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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En un entorno social en el que la sospecha y desconfianza se ha instalado mediante una verdadera licuefacción de los significados tradicionales de las palabras, sólo faltaba que esta relativización alcanzara a las matemáticas y sus cifras, un lenguaje que, asociado radicalmente a la visión científica del mundo, nos otorga ciertas certidumbres, pero que, producto de la fase de cambios que vivimos, se han puesto ahora en entredicho a raíz de una serie de hechos que han dañado la reputación de instrumentos claves de medición para la toma de decisiones en políticas públicas.

En efecto, el año pasado fue la polémica sobre el porcentaje de pobreza y extrema pobreza existente en el país, para lo cual el Estado cuenta con la Encuesta Casen, cuyos resultados “duros” fueron sometidos a interpretaciones oficiales que generaron una molesta reacción de sectores académicos y políticos, suscitando dudas generalizadas en la ciudadanía respecto de la seriedad del trabajo de campo y posterior análisis para determinar conclusiones y adoptar políticas acorde.

Ahora se conocieron las críticas de una Comisión de Expertos frente a errores que mostró el Censo 2012, el que en abril costó la salida del otrora director del Instituto Nacional de Estadísticas, Francisco Labbé y que ha puesto en jaque, una vez más, la credibilidad de un instrumento clave para una buena administración estatal. La Comisión —elegida por el propio Gobierno— concluyó que el Censo tiene problemas serios para el cumplimiento de sus objetivos, pues el 9,3 % (1,6 millón) de personas no fueron encuestadas, razón por la que se recomendó no utilizar su información para fines oficiales y se propuso realizar un nuevo censo abreviado el 2015.

Si se añade a estos temas la tradicional polémica que rodea la generación de cifras económicas relevantes como el IPC, el que también se puso en tela de juicio a raíz de una metodología que no comprendía el efecto distorsionador de las liquidaciones de vestuarios de temporada; o aquella ya pretérita argumentación de que el Índice responde injustamente a las alzas de precios de los bienes y servicios que consumen los sectores más pobres, tenemos otra área de relativización de señales relevantes para una buena gestión político social.

[cita]La gestión política, económica y social de las élites es resultado de un largo proceso de decepción y frustración de amplios sectores ciudadanos que, creyendo en las libertades, la democracia y el esfuerzo personal, han puesto toda su voluntad al servicio de sus sueños con resultados desiguales y muchas veces (como nos muestran los estudiantes de Medicina de la Universidad del Mar) producto de abusos, desprotección normativa, fraudes, estafas y engaños.[/cita]

A mayor abundamiento, la ex Presidenta Bachelet ha apuntado al tema del déficit fiscal que dejará la actual administración, calificándolo como una mala señal, afirmaciones que respondió el Ministerio de Hacienda, recordándole que en su gobierno dicho déficit llegó al doble, mientras que el comando de la candidata replicó que tal déficit fue en realidad la mitad del citado por Larraín si se consideran la rebaja de impuestos realizada a raíz de la crisis internacional y el aumento de costos del cobre, generando así nuevas dudas de quién dice la verdad y/o cuál es la interpretación “correcta” de las cifras.

Más allá de la casuística, estos errores político-económico-técnicos y sus consecuentes ajustes interpretativos han reforzado la corriente de desconfianza pública en la gestión de los Gobiernos recientes, acentuando la mala imagen de los sectores políticos, lo que les ha valido críticas no sólo en Chile, sino también de influyentes medios internacionales como The Financial Times, The New York Times y The Economist. Como se sabe, este último llegó a comparar la perfomance chilena con las “estadísticas truchas” de Argentina y en abril pasado, cuando estallaron las denuncias sobre Censo, The Financial Times vapuleó al Ejecutivo asegurando que la reputación de “precisión teutónica” que posee Chile, se ve gravemente afectada por el “vergonzoso escándalo estadístico”.

Tales opiniones de medios mundiales no son baladíes. Tienen, más temprano que tarde, efectos en la actividad real de la economía nacional, sus exportaciones, la actividad de sus empresas en el exterior, el riesgo país y costo de los créditos, empleo y, en fin, estabilidad interna, hecho que preocupa no sólo a la dirigencia empresarial, que ha exigido estabilizar el instrumental de administración fiscal con mayor agilidad y eficacia, sino también al conjunto de la ciudadanía que desearía más certezas en estas materias, dado el impacto que ellas tienen en la planificación socio-económica del país.

La inmediata reacción del Presidente Piñera ante este nuevo problema y su pedido de perdón a los chilenos, es pues, explicable y se expresa en la declaración pública que leyera el ministro de Economía, Félix de Vicente, reconociendo errores e informando que se buscará una segunda opinión de expertos internacionales para estudiar la forma que permita subsanar los problemas del Censo, seguramente para evitar la pérdida total de los 30 mil millones de pesos invertidos y/o dar más tiempo a un tema que, obviamente, deberá enfrentar el próximo gobierno.

Aunque varios analistas han dicho que se trata de una estrategia equivocada, pues el Gobierno debió asumir que el censo 2012 “está muerto”, lo cierto es que éste ya no es un problema simplemente técnico; muchas de las actuales orgánicas políticas y, en cierto modo, las económicas, han estado perdiendo gran parte de la legitimidad que posibilitó su desarrollo, administración y estabilidad en los últimos 20 años. En efecto, la desconfianza e incredulidad que afecta a un alto porcentaje de la ciudadanía —si es que se puede creer a las encuestas— respecto de la gestión política, económica y social de las élites es resultado de un largo proceso de decepción y frustración de amplios sectores ciudadanos que, creyendo en las libertades, la democracia y el esfuerzo personal, han puesto toda su voluntad al servicio de sus sueños con resultados desiguales y muchas veces (como nos muestran los estudiantes de Medicina de la Universidad del Mar) producto de abusos, desprotección normativa, fraudes, estafas y engaños. Tal percepción de la realidad se ve, por lo demás, confirmada con las habituales denuncias periodísticas que muestran las ilegalidades, malas prácticas e inmoralidades cometidas por quienes, estando en la cúspide de las principales instituciones sociales, políticas, económicas y religiosas del país, debieran ser ejemplos de virtud y decencia.

Más allá de los efectos político-partidistas que el nuevo bochorno puede tener para las expresiones de centro derecha en las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias, la licuefacción de los significados tradicionales de los conceptos con que antaño se conseguían consensos ya pavimentó el camino a visiones que pondrán a prueba lo hecho hasta ahora. La reinterpretación de la realidad a través del lenguaje —incluido ahora el matemático— es otra consecuencia inevitable de esa mezcla imparable del desarrollo, educación, nuevas tecnologías de las comunicaciones, que han transparentado hasta lo inapropiado la actividad de las organizaciones y personas, junto a un significativo deterioro de la moral tradicional, debilitada por esa lucha irritante por la supervivencia de individuos que se perciben a sí mismos desprotegidos y al borde del desastre si su negocio o trabajo se pierde.

En un marco tal de tensiones, las justificaciones y relativización moral tienden a multiplicarse, pues mientras más líquido el lenguaje, más posibilidades de defender intereses y debilidades propias hay. De este fenómeno social no podían escapar las frías matemáticas y las estadísticas, lenguajes del poder experto por excelencia, encargados de avalar el mejor modo de hacer las cosas. Pero en el cruel mercado de las ideas, la actual manera de hacer las cosas, vía delegación de poderes, libertad y desregulación, parece estar perdiendo la batalla, emergiendo victoriosas la participación ciudadana activa y directa en función de mayor igualdad. Clama pues, con urgencia, la necesidad de retomar una discusión pública que no exija, cada vez, poner en jaque los datos “duros”, devolviendo la confianza en las mediciones, cifras y metodologías utilizadas para la toma de decisiones del Estado —pues sin ellas toda visión queda sujeta al prejuicio— mediante una institucionalidad estadística independiente y autónoma de los intereses partidarios, grupos o personas, y que posibilite que los complejos consensos democráticos surjan de realidades constatables por todos, no obstante las legítimas interpretaciones políticas de cada cual. No por el bien de un gobierno, sino por el bien de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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