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Bachelet: de la utopía de El Bosque al desafío de la Gobernabilidad Opinión

Bachelet: de la utopía de El Bosque al desafío de la Gobernabilidad

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Edison Ortiz González
Por : Edison Ortiz González Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago.
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Veremos, a partir de ahora, si esa aspiración llega a buen puerto o si, en el mediano plazo, son otros equipos –por ejemplo, la generación de recambio que debió haber asumido el 2006, pero que ella descabezó– los que inician la operación salvataje e intentan darle continuidad a algo que, hoy por hoy, parece que no tiene densidad ni proyección. Porque la historia reciente también ha demostrado que Michelle Bachelet ha sabido sortear los inconvenientes, mudar de equipos y salir airosa en popularidad, lo que le ha permitido de manera inédita reelegirse mirando para atrás y desmentir a sus críticos.


La ciudadanía ha querido que la Presidenta Bachelet se repita el plato. Sin embargo, es muy curioso lo que ocurre con ella. En 2005, la perspectiva de que por primera vez una mujer, además progresista e innovadora, llegara a ser Presidenta en Chile desató optimismo y esperanza, pero al poco andar su gestión se fue diluyendo –dado lo que ocurrió en educación, economía y modernización– y mudó a un estilo de gobierno muy conservador. Su performance, también en esta ocasión, ha ido de más a menos. Partió con un notable discurso en El Bosque al volver a Chile en marzo de 2013, mientras a horas de comenzar su segundo Gobierno, y luego de los desaguisados en los nombramientos de subsecretarios e intendentes, aumentan las dudas sobre la orientación de éste. Incluso hay quienes creen que está en juego su capacidad de garantizar la gobernabilidad frente a los desafíos de una sociedad más activa, autónoma y demandante.

La Presidenta Bachelet, que durante la campaña canalizó mejor que ningún candidato las aspiraciones de un grueso número de electores, aunque en menor número que cuatro años antes, instalará su Gobierno con un panorama menos esperanzador y con bastantes nubarrones en el horizonte luego de los sucesos estivales. Su decisión de prescindir casi completamente de los partidos en la toma de decisiones sobre su programa y, luego, que sobre los principales cargos alejó a sus presidentes, los que, periódicamente, se encargan de reiterar que ese proceso fue por lo menos “desprolijo”, que se “informaron por la prensa” de las definiciones y designaciones. En el caso del PDC, el desaire ya toma ribetes de enojo con amenaza de rebelión incluida, preanunciando la fuerte pugna que se dará en el tema constitucional, reforma tributaria y en educación entre las dos almas de la Nueva Mayoría. El PPD, a su vez, por obra y gracia de La Moneda, pasó de partido ordenado, cuya primera opción era priorizar el cumplimiento del programa, a partido sujeto a fuertes tensiones luego de las designaciones que favorecieron ampliamente  a Felipe Harboe, incluyendo la de su esposa como subsecretaria,  lo que adelantó la carrera presidencial en esa colectividad  y perjudicó no sólo a Guido Girardi, sino que incluso a Ricardo Lagos Weber y a la propia Carolina Tohá, a lo que se suma la aparición de Nicolás Eyzaguirre como cuarto postulante. La consecuencia de los devaneos del verano es que esta colectividad adelantó la necesidad de dirimir sus opciones futuras pues, dado el cuadro que generó la propia Presidenta al parecer inclinarse tempranamente por Harboe, para los otros aspirantes a un futuro presidencial se hace necesario resolver ahora el problema de un liderazgo al interior del partido que favorezca sus intereses.

En el caso del PC, es también sintomático que, mientras se desarrollaba la crisis de los nombramientos, sus máximos dirigentes hayan señalado que iban a esperar el regreso de la Presidenta para conversar, dando una clara señal de que no había ministro alguno que actuase como interlocutor válido, los que además se encontraban todos de vacaciones, en un caso único de tránsito de un gobierno a otro. Si a la crisis de los nombramientos le agregamos la intervención directa sobre la futura gestión de los intendentes que está haciendo el nuevo gobierno central, el panorama sobre la posibilidad de que éstos se autonomicen y generen gestión regional se esfuma, lo que es directamente contradictorio con la idea de que se concretice la retrasada aspiración regionalista de elegir a sus intendentes.

Si a ello sumamos que hoy el eje de prioridades que tuvieron los gobiernos anteriores de la Concertación –Derechos Humanos, democratización y crecimiento económico con mayor gasto social– ha sido modificado radicalmente por la calle y se orienta al cuestionamiento del modelo libremercadista propiamente tal y de sus soluciones privadas a los problemas públicos, el escenario con que  la administración Bachelet inicia su gestión es realmente complejo. En especial cuando, después del verano, ya no es sólo su capacidad de llevar adelante un proyecto de cambio estructural y mantenerse como coalición para ese fin durante al menos un par de administraciones lo que ha quedado en entredicho, sino, lisa y llanamente, su propio tonelaje para la gestión contingente del Gobierno.

[cita]La Presidenta Bachelet pretende dejar un legado como gobernante sin que se avizore su perfil ni los medios para alcanzarlo. ¿Qué va a pasar con la Constitución y su ausencia de legitimidad? No lo sabemos. ¿La reforma tributaria disminuirá la enorme inequidad fiscal, donde los más pobres pagan una proporción mucho mayor de sus ingresos que los más ricos? No lo sabemos. ¿La gratuidad en educación supondrá un fortalecimiento del sistema público o su definitivo debilitamiento mediante más subsidios a operadores privados? No lo sabemos. ¿Habrá un nuevo sistema de salud que cese de transferir masivamente recursos a las clínicas privadas? No lo sabemos. ¿O se busca primordialmente instalar en el poder y favorecer la continuidad futura de un grupo de cercanos sin otra legitimidad que la subordinación? Si nos atenemos a lo observado durante el verano, parece que la decisión presidencial tiene un aire propio del México priísta: Michelle Bachelet se ha rodeado para gobernar básicamente de gente muy leal, pero de poca envergadura propia, lo que no permite pensar que ha configurado un equipo de grandes personalidades para hacer grandes reformas.[/cita]

Con el diálogo con los partidos trizado –síntoma de ello es que el propio Peñailillo tuvo que salir a hablar y decir que “ni antes, ni ahora se ha querido prescindir de ellos” y a hacer llamados a la unidad–, con el PPD sin ministro en La Moneda –ha quedado claro que el de Interior no los representa–, con una Ximena Rincón que tampoco representa a la directiva del PDC y se autoanuló luego de sus declaraciones de aspiración de vuelta al Senado, con un Álvaro Elizalde que no tiene mayor incidencia en el PS ni posee el perfil de vocero dinámico que sí tuvieron ministros anteriores de la coalición, y con un Peñailillo más preocupado de repartir cargos al interior de su red que de proyectarse como vicepresidente del gobierno, la trama no se ve bien.

Y si se contrastan los grandes desafíos gubernamentales –reforma tributaria, nueva Constitución, reforma educacional profunda– versus el personal que se ha estado nominando, el asunto no tiene una buena proyección. La burocracia que instala la Presidenta se asemeja más a una red de “cooptación” cuyo ethos es el empleo del poder estatal para obtener dividendos políticos de corto plazo más que ser una elite comprometida con políticas públicas transformadoras. Pero hay que ser justos: la Presidenta Bachelet no tiene la exclusividad en el deterioro de nuestra institucionalidad estatal. Esta partió con la demolición de lo público por la dictadura y luego por errores en el inicio de la transición y la consolidación posterior de prácticas clientelísticas generalizadas. Debemos recordar que, a inicios del gobierno de Aylwin, se produjo una ampliación de los cargos de confianza hasta el tercer nivel de la administración (no sólo ministros y subsecretarios y jefes de división y de servicios, sino también jefes de departamento) para permitir el recambio en la burocracia del Estado, pero esto abrió un boquete para que redes de poder cada vez más mediocres se instalaran en los servicios públicos en vez de equipos de trabajo competentes.

El gobierno de la época logró con grandes dificultades aprobar un sistema de evaluación de los funcionarios, pero se dilató por años la evaluación del profesorado y todavía más la creación de un tímido, y a la larga inútil, sistema de selección profesional de la alta dirección pública. Cuando se crearon los gobiernos regionales, ya el intento por instalar un mínimo de profesionalismo en los altos directivos fue rechazado estrepitosamente por moros y cristianos en el Senado. En definitiva, en Chile volvió por sus fueros la vieja práctica que viene desde la Colonia, en especial desde cuando la bancarrota de la monarquía Habsburgo llevó a la Corona a subastar los cargos públicos en América, instalándose en las oligarquías criollas la idea de que los puestos públicos son un “botín de guerra”.

Después del fin de la dictadura, los afanes modernizadores del Estado para dotarlo de una base de profesionalismo sustentado en la competencia, integridad e imparcialidad de los funcionarios –orientándose a limitar los cargos de confianza sólo a las más altas jerarquías y sus colaboradores directos y consolidando una carrera funcionaria protegida de los vaivenes de la política contingente–, fueron derrotados por la creciente marea clientelista.

Y también por la ideología de la “flexibilidad” promovida por el enfoque neoliberal de gestión estatal, lo que, con el transcurrir de los gobiernos democráticos, se ha ido profundizando hasta llegar a la situación actual, en que se ha tocado fondo con miles de cargos constituidos como botín político y partidos transformados en agencias de empleo público.

Esto resulta brutal cuando las impericias en las nominaciones han relevado a un segundo plano no sólo a sus grandes promesas de campaña, sino a la posibilidad de instalar algunos de los desafíos de gestión más notables que debía enfrentar: la constitución de un equipo que se abocara a fondo a implementar medidas que saneen la administración pública y disminuyan drásticamente los niveles de corrupción. Esto a propósito de la emergencia de una auténtica nueva burguesía nacida al alero de los subsidios fiscales (con, por ejemplo, el escandaloso caso de dueños de cadenas de colegios para pobres que viven como magnates financiados por los impuestos de todos los chilenos), se hicieron evidentes durante este verano. El crudo diagnóstico indica que, a estas alturas, son las propias capacidades de gestión de la nueva administración las que han quedado en entredicho, no precisamente por la labor de la futura oposición de derecha –la que, por el momento, literalmente no existe, golpeada como está por su derrota electoral–, sino por obra y gracia del propio equipo de gobierno entrante, el que no ha dejado de aprovechar las ocasiones de hacerse autogoles.

Dicho panorama se agrava aún más cuando, suponemos, la Presidenta Bachelet pretende dejar un legado como gobernante sin que se avizore su perfil ni los medios para alcanzarlo. ¿Qué va a pasar con la constitución y su ausencia de legitimidad? No lo sabemos. ¿La reforma tributaria disminuirá la enorme inequidad fiscal, donde los más pobres pagan una proporción mucho mayor de sus ingresos que los más ricos? No lo sabemos. ¿La gratuidad en educación supondrá un fortalecimiento del sistema público o su definitivo debilitamiento mediante más subsidios a operadores privados? No lo sabemos. ¿Habrá un nuevo sistema de salud que cese de transferir masivamente recursos a las clínicas privadas? No lo sabemos. ¿O se busca primordialmente instalar en el poder y favorecer la continuidad futura de un grupo de cercanos sin otra legitimidad que la subordinación? Si nos atenemos a lo observado durante el verano, parece que la decisión presidencial tiene un aire propio del México priísta: Michelle Bachelet se ha rodeado para gobernar básicamente de gente muy leal, pero de poca envergadura propia, lo que no permite pensar que ha configurado un equipo de grandes personalidades para hacer grandes reformas.

Veremos, a partir de ahora, si esa aspiración llega a buen puerto o si, en el mediano plazo, son otros equipos –por ejemplo, la generación de recambio que debió haber asumido el 2006, pero que ella descabezó– los que inician la operación salvataje e intentan darle continuidad a algo que, hoy por hoy, parece que no tiene densidad ni proyección. Porque la historia reciente también ha demostrado que Michelle Bachelet ha sabido sortear los inconvenientes, mudar de equipos y salir airosa en popularidad, lo que le ha permitido de manera inédita reelegirse mirando para atrás y desmentir a sus críticos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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