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Terrorismo, resistencia, democracia Opinión

Terrorismo, resistencia, democracia

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Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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En los hechos, en la actualidad hay en el mundo alrededor de un centenar de definiciones de terrorismo, decenas de ellas adecuaciones a las legislaciones nacionales, obviamente, según las experiencias que aquellos países hayan tenido en materia de uso de la violencia como instrumento de la política. Es decir, la normativa antiterrorista israelí tendrá poco en común con una aplicada en Chile. No hay pues, en mi definición implícita, nada referencial a películas, ni a John McClane.


Sin el ánimo de polemizar con el distinguido historiador Luis Thielemann H., quien se ha referido críticamente a mi columna del 10 de septiembre sobre “El Discurso del Terror” y hasta concediéndole esa eventual abrumadora presencia del llamado “terrorismo del Estado” a la que hace referencia para Latinoamérica (y en todo el mundo, si me apura), quisiera insistir en algunos datos implícitos en la nota, sobre los cuales se pueda entender mejor el punto esbozado en aquella, aunque desde luego, reafirmando el principio de que “los actos criminales encaminados o calculados para provocar un estado de terror en el público general, un grupo de personas o personas particulares para propósitos políticos son injustificables en cualquier circunstancia, cualesquiera que sean las consideraciones políticas, filosóficas, ideológicas, raciales, étnicas, religiosas o de cualquier otra naturaleza que puedan ser invocadas para justificarlos (ONU-diciembre de 1996 “Medidas para eliminar el terrorismo internacional”, punto I.223).

En efecto, el término “terrorismo” tiene alcances difusos desde sus orígenes en las doctrinas del tiranicidio y derecho a la resistencia de San Isidoro de Sevilla (560-636) y Santo Tomás de Aquino (1225-1274) y efectivamente ha sido utilizado por Estados, gobiernos y grupos de poder de izquierdas y derechas como “herramienta arrojadiza” para desprestigiar determinadas acciones políticas violentas de sus respectivas oposiciones. Las aplicaciones del concepto muestran amplia polisemia no solo desde quien la califica, sino también desde quienes usan la violencia política pero no desean verse asimilados a esa categoría.

Así y todo, no me confundo en el derecho de las personas que aman la libertad a defenderla incluso por las armas, siempre y cuando dicho método sea entendido como el último y único posible para enfrentar a un poder omnímodo, considerado mayoritariamente ilegítimo, y a condición que, en su pertinacia, dicho poder defienda su estatus con las armas descargadas contra su población civil. Thomas Jefferson decía que “el árbol de la libertad debe ser regado con la sangre de los patriotas y los tiranos”. El grito se repitió en Latinoamérica en sus luchas independentistas, pero obviamente aquellas no califican como “terroristas”.

[cita]Aclarando la subinterpretación del señor Thielemann sobre mi columna, no participo de ninguna conspiración mediática de disciplinamiento de la soberanía popular, aunque efectivamente no creo en que aquella soberanía deba expresarse en democracia a través de la violencia, pues existen los mecanismos, canales e instituciones para hacer llegar y valer los puntos de vista ciudadanos.[/cita]

La imprecisión conceptual se observa, además, en la evolución y dificultades que ha tenido el derecho internacional en concluir en una definición aceptada por todos, a contar de los primeros intentos realizados por la Sociedad de las Naciones en 1937. En los hechos, en la actualidad hay en el mundo alrededor de un centenar de definiciones de terrorismo, decenas de ellas adecuaciones a las legislaciones nacionales, obviamente, según las experiencias que aquellos países hayan tenido en materia de uso de la violencia como instrumento de la política. Es decir, la normativa antiterrorista israelí tendrá poco en común con una aplicada en Chile. No hay, pues, en mi definición implícita, nada referencial a películas, ni a John McClane.

Por de pronto, en Chile, la Constitución Política describe con amplitud las inhabilidades aplicables a un acusado de terrorismo, aunque no se le define, indicando que una ley de quórum calificado determinará estas conductas y su penalidad (ver artículo 9º).

Así y todo, la academia ha ido acercándose a ciertos consensos al señalar que para definir una acción como “terrorismo” se requiere la existencia concomitante de al menos tres condiciones: a) que utilice métodos que creen un estado de miedo en las mentes de la población civil; b) que sean hechos premeditados por una persona o grupo organizado al efecto, y c) que tengan el objetivo de obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar una acción o abstenerse de hacerla. (ONU- 2004 informe final del Grupo de expertos de Alto Nivel sobre las Amenazas, los Desafíos y los Cambios).

Una definición validada por estudiosos de este tema y que no hace las diferencias entre terrorismo de izquierda, derecha o del Estado que Thielemann parece ver en mi nota, es la de A.P. Schmid (Definitions of Terrorism, ONU, Office on Drugs and Crime, 1988) que indica que “el terrorismo es un método productor de ansiedad basado en la acción violenta repetida por parte de un individuo o grupo (semi) clandestino o por agentes del Estado, por motivos idiosincráticos, criminales o políticos, en los que –a diferencia del asesinato– los blancos directos de la violencia no son los principales. Las víctimas humanas inmediatas de la violencia son generalmente elegidas al azar en una población y son usadas como portadoras de un mensaje. Los procesos de comunicación basados en la amenaza –y en la violencia– entre el terrorista (la organización terrorista), las víctimas puestas en peligro y los blancos principales son usados para manipular a las audiencias, convirtiéndolas en blanco de terror, de demandas o de atención, según que se busque la intimidación, coerción o propaganda”.

Es decir, la decisión de colocar la bomba en la estación de Metro el pasado 8 de septiembre, para que estallara a una hora de alta circulación aleatoria de personas, cabe perfectamente en dichas definiciones, sin importar por quien fue puesta, dado que se cumple que las víctimas humanas fueron elegidas al azar y se envió el mensaje de miedo e incertidumbre a la sociedad, con el propósito de manipular audiencias y conseguir la intimidación y/o propaganda. No es necesario, pues, esperar a saber quiénes actuaron así para definir la acción como terrorista, sin más.

El historiador Thielemann dice, con razón, que el terrorismo está lejos de ser una acción realizada por enajenados mentales, calificación que no he hecho y que, por lo demás, si se aceptara, podría concluir en la absolución de hechos punibles cometidos por aquellos en una sociedad como la chilena, democrática y con Estado de Derecho. No, el terrorismo consiste en actos “racionales”, entendiendo por tales a aquellos premeditados, preconcebidos, calculados (miden riesgo, por algo atacan y huyen), lo que no quita que, desde una perspectiva sicológica, no se pueda afirmar que el vínculo de quien usa ese terror para conseguir propósitos políticos, ha roto con toda moral civilizatoria, por lo que nada bueno se podría esperar de su eventual acceso al poder, dado que el miedo instala vínculos sadomasoquistas en los que se deshumaniza al “otro”, transformándolo en “objeto” al que hay que castigar “por amor” al “nuevo mundo” que el terrorista construirá, tras el apocalipsis del anterior.

Este mecanismo sicológico, por lo demás, ha sido ampliamente investigado por especialistas como Ignatieff, Fanon, Kernsner, Crenshaw, Merari, Post, Hassan y muchos otros, tanto en lo que a sicología del terrorista se refiere como a la de sus torturadores. Como los ejemplos históricos los puso el propio señor Thielemann, no hay razones para abundar aquí en esto. Además, bastaría ver las recientes ejecuciones de Estado Islámico para entender este punto.

Finalmente, parece obvio afirmar que la democracia tiene derecho a sus propios mecanismos de defensa ante estos peligros, redactando leyes en sus órganos legitimados por la elección periódica de sus representantes, como corresponde a un Estado de Derecho. Se busca, de esta forma, asegurar los derechos humanos, incluso a quienes no tienen ni un respeto por ellos, y así honrar lo acordado por la Organización de Estados Americanos (OEA), que en junio de 2002 aprobó la Convención Interamericana contra el Terrorismo y en uno de cuyos párrafos se puede leer que “nada de lo dispuesto en la presente Convención se interpretará en el sentido de que menoscaba otros derechos y obligaciones de los Estados y de las personas conforme al derecho internacional, en particular la Carta de las Naciones Unidas, la Carta de la Organización de los Estados Americanos, el derecho internacional humanitario, el derecho internacional de los derechos humanos y el derecho internacional de los refugiados. A toda persona que se encuentre detenida o respecto de la cual se adopte cualquier medida o sea encausada con arreglo a la presente Convención se le garantizará un trato justo, incluido el goce de todos los derechos y garantías de conformidad con la legislación del Estado en cuyo territorio se encuentre y las disposiciones pertinentes del derecho internacional (Incisos 2 y 3 del Art. 15)”.

Es decir, aclarando la subinterpretación del señor Thielemann sobre mi columna, no participo de ninguna conspiración mediática de disciplinamiento de la soberanía popular, aunque efectivamente no creo en que aquella soberanía deba expresarse en democracia a través de la violencia, pues existen los mecanismos, canales e instituciones para hacer llegar y valer los puntos de vista ciudadanos. Otro tema es la paciencia de los agentes políticos para entender el ritmo de la historia y evolución cultural de los pueblos.

La democracia, enfrentada al método “terrorista”, puede y debe defenderse, desde luego no utilizando los métodos que se abominan, sino incluso autolimitándose en materia de derechos humanos –que el terrorismo no respeta–, pues se busca evitar que esas anomalías (terrorismo civil-Estado terrorista) terminen expresándose en toda su ulterior brutalidad, para así “no allanar el camino a la violencia represiva” a la que se refiere mi crítico y que bien podría tentar a algunos como respuesta a tan inadmisibles “medios de combate” contra el sistema, como la bomba puesta en el Metro del 8 de septiembre.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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