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Isabel Allende y Marco Enríquez: la historia se resiste a morir Opinión

Isabel Allende y Marco Enríquez: la historia se resiste a morir

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Edison Ortiz González
Por : Edison Ortiz González Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago.
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No sabemos si la decantación de liderazgo entre Allende y Enríquez-Ominami será en primarias –será muy difícil explicarle a la ciudadanía una nueva negativa de participación a ME-O– o si a ambos los tendremos en la papeleta de la primera vuelta en 2017. Y más allá de las naturales preferencias por una u otra, lo cierto es que con ambas candidaturas el país pondría fin a un extenso y largo ciclo político. ¡Se abren las apuestas!


Se cuenta que cuando Raúl Ampuero expulsó a los jóvenes socialistas de Concepción que lideraba Miguel Enríquez –en rigor ellos también abandonaron la organización–, y que luego fundarían el MIR, Salvador Allende les hizo saber que no compartía la decisión del mandamás socialista de la época y que, pese a la expulsión, él no cerraría el diálogo con ellos. En un mundo en pleno proceso de cambios era un tremendo error romper puentes con los nuevos radicales (Frei Montalva no lo entendió y los persiguió al punto de hacerlos famosos entre los jóvenes, a la vez que precipitó el quiebre de su propio partido y dio lugar a la creación del MAPU). Y el Chicho, como acostumbraba, cumplió a cabalidad su compromiso, lo que fue facilitado por su hija Beatriz, quien desempeñó el papel de puente entre la izquierda institucional representada por su padre y aquella que sostenía la vía revolucionaria, que personificaron Miguel y sus muchachos.

El diálogo era sincero y alcanzó altos niveles de complicidad, en medio de una discrepancia insalvable sobre los medios para avanzar a una sociedad más justa, al punto que Allende logró el 9 de septiembre de 1973 el compromiso de Miguel de desmovilizar al MIR en vísperas del anuncio de llamado a plebiscito que el Presidente haría el día 11 de septiembre en la Universidad Técnica del Estado. Testigos indican que cuando Enríquez presentó internamente el tema explicó que aquello era en su opinión la capitulación del gobierno, pues Allende perdería probablemente el plebiscito y luego renunciaría, dando lugar a una nueva elección presidencial, y que él asumía la responsabilidad de adaptarse a esa eventual nueva situación. El propio día 11 se sabe de la disposición del líder del MIR para sumarse a un rescate del Presidente constitucional desde La Moneda y que la respuesta de Allende, a través de su hija Beatriz, fue escueta: “Yo me quedo aquí, y ahora es tu turno, Miguel”. El día es un ir y venir de intentos de resistencia con escasas armas, escapadas, balaceras y enfrentamientos, hasta que a media tarde el joven secretario general logra reunirse con otros dirigentes del MIR que le confirman la muerte de Allende. Los sobrevivientes del episodio indican que en ese momento Miguel Enríquez queda profundamente impactado y guarda cabizbajo un largo silencio junto a quienes lo acompañan. Casi exactamente un año después y luego de desoír diversas recomendaciones de la dirección del MIR que le ordenaban salir del país, Miguel muere asesinado a sus treinta años por agentes de la DINA en un acto épico, después de quedar herido en la cabeza –alcanzado por las esquirlas de una granada junto a su compañera que queda inconsciente– y de resistir a balazos durante dos horas en solitario. El poeta Gonzalo Rojas dirá: “Son los peores días, tú ves, los más amargos, aquellos/ sobre los cuales no queremos volver, avísales/ a todos que Miguel estuvo más alto que nunca,/ que nos dijo adelante cuando la ráfaga escribió su nombre en las estrellas”. El suicidio en Cuba de Tati Allende cerraría más tarde la tragedia griega que a partir del 11 de septiembre de 1973 enlutó a la vieja y la nueva izquierda chilenas y que se prolongó hasta 1989.

[cita]No sabemos si la decantación de liderazgo entre Allende y Enríquez-Ominami será en primarias –será muy difícil explicarle a la ciudadanía una nueva negativa de participación a ME-O– o si a ambos los tendremos en la papeleta de la primera vuelta en 2017. Y más allá de las naturales preferencias por una u otra, lo cierto es que con ambas candidaturas el país pondría fin a un extenso y largo ciclo político. ¡Se abren las apuestas![/cita]

Cuatro décadas más tarde aquella generación trágica parece redimirse y se toma revancha de la historia, pues, para ironía de quienes pretendieron en algún momento borrar su memoria de la tierra, de las culturas políticas de Salvador Allende y Miguel Enríquez –lo que incluye también su descendencia– saldrán probablemente los aspirantes con mejores posibilidades para ganar la próxima contienda presidencial, si se considera lo que vaticinan las encuestas: ¿Allende o Enríquez?

Ambos nombres, sondeo tras sondeo, se perfilan ya como las mejores cartas del llamado polo progresista del país y con cuyas candidaturas se cerraría, además, simbólicamente, la transición que representó tan bien la actual mandataria. Porque Michelle Bachelet ha sido eso, el cierre de un largo y doloroso proceso político. Ella es cien por ciento la figura que mejor representó el fin de este período: la mujer que simboliza los dolores de la transición y que, además, es hija de un general constitucionalista. Bachelet, en cumplimiento de su función presidencial, puede armónicamente, en un mismo día, reunirse por la mañana con las víctimas de Villa Grimaldi como lo es ella y, por la tarde, encabezar una reunión con el cuerpo de generales. Es el último eslabón de una época política que se inició allá por 1988 y que está por concluir.

Lo que se viene a partir de ahora es otra cosa: es la consolidación de una centroizquierda menos traumatizada, menos dispuesta al mero acomodamiento y con un proyecto de país más consistente con su propia historia. Y si bien Isabel Allende y Marco Enríquez-Ominami son líderes políticos diametralmente distintos, representarán un nuevo progresismo que asumirá el desafío de poner a tono al sector con las nuevas demandas ciudadanas y de reconectar a la izquierda con la sociedad civil y los jóvenes.

La senadora Allende cuenta, para este simbólico desafío, con el patrimonio nada menor de lo que representó en la historia su padre, Salvador Allende, el liderazgo heredado que tradicionalmente en Chile ha sido un tremendo capital político avalado, además, por una larga trayectoria institucional, tanto en el PS como en el Congreso. Aunque también deberá enfrentar desafíos significativos: decidir si enfrenta a Camilo Escalona en la contienda interna, pues, si éste es presidente del PS, lo más seguro es que el candidato de la tienda de calle París sea José Miguel Insulza, otro eterno fondista del partido del orden, quien ya anunció su regreso a la política chilena. También, la representante en la Cámara Alta deberá aclarar su vínculo, en una época de mucha crítica a la influencia indebida del dinero en la política, con dos eternos lobbistas de la política chilena: Enrique Correa, defensor ahora de Penta, y Osvaldo Puccio, el mismo que renunció a la embajada en España para asumir un cargo relevante en una empresa ibérica con inversiones en Chile. Isabel Allende deberá demostrar que no solo es la candidata del oficialismo sino que puede representar una opción para viabilizar las transformaciones profundas que necesita el país, tal como alguna vez lo intentó su padre, naturalmente ahora en un contexto muy distinto y sin la polarización implacable que la Guerra Fría introdujo en Chile.

En el estado de crispación política existente hoy en el PS, Isabel Allende se levanta como la candidata de la unidad y comienza a concitar el apoyo no solo de actores de la renovación sino también de Solari y los decisivos terceristas, quienes inclinan, en uno u otro sentido, la balanza de las elecciones partidarias y son depositarios –tanto por medio del propio presidente del directorio de TVN como del vocero de Gobierno– del cada vez menos tibio apoyo presidencial a su candidatura, frente a un Escalona que se niega a aceptar el paso a retiro que le aplicó la Presidenta apenas regresó a Chile. Escalona no logra entender la lógica presidencial de que los oficiales en retiro dan charlas, participan de tertulias, pero no dirigen ni comandan nada.

Marco Enríquez-Ominami (ME-O), en tanto, es más comunicacionalmente carismático que su padre biológico, y los amigos de Miguel piensan que su estilo es parecido al de Luciano Cruz. En cuñas y frases para el bronce, Marco es el rey del metro cuadrado. Pero no todo es miel sobre hojuelas en su aspiración: se echa de menos un equipo más consistente de apoyo y un diseño estratégico estructurado en función de un proyecto de cambio sólido y viable, críticas que el líder del PRO está intentando subsanar. Así como Isabel aparece muy vinculada al partido del orden, ME-O a su vez no exhibe apoyos políticos consistentes y no es menor el distanciamiento suyo con el PDC, partido al que deberá aproximarse para ofrecer una coalición de gobierno progresista pero también estable y suficientemente amplia. Problema atribuible no solo a sus declaraciones de segunda vuelta del año 2009, sino también al ninguneo del que fue objeto cuando pidió primarias y que, como el mismo lo señala, se “remontan a la pieza de dos por tres, que habitaba en París con mi abuelo, Rafael Agustín Gumucio”, quien le infundió, no sin razón, dado lo ocurrido a su familia y a la democracia chilena, de la que don Rafa fue un muy digno representante, el desapego hacia el partido de la flecha roja.

No sabemos si la decantación de liderazgo entre Allende y Enríquez-Ominami será en primarias –será muy difícil explicarle a la ciudadanía una nueva negativa de participación a ME-O– o si a ambos los tendremos en la papeleta de la primera vuelta en 2017. Y más allá de las naturales preferencias por una u otra, lo cierto es que con ambas candidaturas el país pondría fin a un extenso y largo ciclo político. ¡Se abren las apuestas!

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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