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Elite, dinero y poder: los mayordomos de la revolución Opinión

Elite, dinero y poder: los mayordomos de la revolución

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Renato Garín
Por : Renato Garín Abogado, exdiputado, integrante de la Convención Constituyente.
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Los buenos mayordomos de la revolución neoliberal entienden la crisis del restorán de la transición. Por un lado, conocen el gusto del público, tienen sus encuestas, sus análisis sociológicos, su conocimiento acumulado. Por otro, tienen libre acceso a la cocina donde conversan con los encargados recién electos, aunque también hablan directamente con los cocineros y les aprueban los platos. Si la cosa anda mal, los mayordomos también ofrecen el servicio de gestión de crisis, para manejar la imagen del restorán y no permitir que se dañe la credibilidad y todo lo que se ha construido en más de dos décadas.


José Antonio de Irisarri fue un guatemalteco llegado a Chile dos años antes de que se iniciara la revolución independentista. Su influencia intelectual y política fue decisiva en momentos en que el nacionalismo desbocado no conocía de moderación ni de reflexión. Del guatemalteco sabemos poco, aunque existe un trabajo que analiza cartas que bien podrían leerse en la prensa de nuestros días. En una de esas misivas, José Antonio de Irisarri escribe a Camilo Henríquez, otro ilustre, al cual el siglo XIX llamaría simplemente “Camilo”. Una frase destaca como una daga corta y certera que ilumina al lector. El guatemalteco le pregunta a su amigo Henríquez: “¿No es un dolor, querido Cayo, que estemos en Chile tratando de hacer una República y que no sepamos por dónde hemos de empezar?”.

Esta interrogante bien podría plantearse en nuestros días, en que la prensa avisa de tormentas y siniestros varios. Hay diagnósticos y adjetivos para todos los gustos, respaldados en cifras y citas respetables, cada cual con su receta breve y concisa para ser preparada en alguna cocina de turno sin mayor demora. Desde el dieciocho circula en los diarios una lista de los ingredientes para una nueva versión de la cazuela. La Cooperación Público-Privada, le llaman los cocineros, algo cansados ya de que los clientes les devuelvan los platos. Las secretarias de las oficinas tampoco aprueban el Sandwich Dinero y Política, dicen que les repite en horas de la tarde, pese a que por años lo habían recomendado de lo más bien. Ni siquiera el pastel de Choclo lo están llevando como antes. Todo esto tiene muy alicaída a la economía del Restorán de la Transición, un local que por años había sido el orgullo de la capital. Una revista de cocina internacional se dio el gustito de decir que el restorán encarnaba la nueva mediocridad culinaria de la región. Los más preocupados con todo esto son los mayordomos, que notaron rápidamente que algo estaba saliendo mal y se movilizaron en consecuencia. Algunos, incluso, habrían ido a hablar con la nueva administradora y le habrían recomendado “gastarse su capital político” y bajar ella misma a revolver la olla para que se note su mano.

Mayordomos de la Revolución

Eugenio Tironi, inspirado en la serie de televisión británica Downtown Abbey, ofreció una metáfora que penetró rápidamente en las reuniones de pauta. “La subversión de los mayordomos”, dijo en un matinal radial. La idea explicaría a Hugo Bravo y compañía, los detonantes del Pentagate, como símbolos de cierta tribu subordinada a los grupos económicos compuesta por operadores, intermediarios, operarios, maquinistas, telefonistas, agentes, corredores de bolsa, todos funcionales a lógicas empresariales atávicas. Son las cañerías, las tuberías, los ductos, túneles, puentes y rutas comunes de un segundo piso que está por sobre ellos, administrado a su vez por los jefes, eso que en los diarios ahora se llama “la elite”. La retórica culinaria se apodera del lenguaje, Tironi habla de mayordomos, Zaldívar habla de cocinas y en la televisión hacen furor los reality shows sobre cocineros.

[cita] La elite debe asumir su propia negligencia, su falta de voluntad para poner las instituciones a la altura del discurso. Si se quiere promover la cooperación público-privada, esta debe tener reglas y principios claros, y no puede basarse meramente en la búsqueda del crecimiento y la inversión. Las instancias internacionales, tan respetadas hoy en Chile, promueven desde hace años las leyes de lobby y de puerta giratoria, y también alertan sobre el fenómeno de la «captura cultural» en que un grupo de privilegiados “se toma” las instancias regulatorias para promover desde allí sus fines privados. Todas estas ideas y conceptos parecen revolucionarios ante el atávico capitalismo de amigos a la chilena.[/cita]

El diagnóstico de Tironi, con todo, pasa por alto algunas sutilezas que es importante colocar en la mesa. Es interesante notar que el Pentagate ha originado una serie de reflexiones públicas sobre la relación entre el dinero y la política, entendido esto como la relación entre el financiamiento electoral y el desempeño de las autoridades elegidas democráticamente. En esta tensión conceptual, sin embargo, se extraña una dimensión ausente en el debate: el poder, entendido como lo entendía Max Weber, esto es, la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aún contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad. La tensión entre dinero y política evidencia que el dinero es una vía para imponer la propia voluntad, incluso en la esfera de la política. El dinero es una forma de ejercer poder en la política, ese es el asunto que aparece en el fondo del debate. Esta relación, buena o mala, está institucionalizada y responde a cánones legales. Su extensión, sin embargo, no se limita al financiamiento y gasto electoral, leyes 19.884 y 19.885, también encuentra ramificaciones en la bullante industria de los think tanks, las oficinas de comunicación estratégica, la puerta giratoria entre lo público y lo privado, e instituciones afines que no se encuentran del todo reguladas en la legislación chilena. Aflora una lógica referente a la confusión entre los bienes públicos y los bienes privados. El neoliberalismo chileno parece haber generado una zona gris, dotada de prácticas y sujetos, que articulan el ejercicio del poder en varios niveles.

La lógica subyacente al lobby, la puerta giratoria y el financiamiento de campañas se coorporaliza en determinados sujetos. Bien pueden ser llamados “mayordomos”, pero la categoría queda grande para Bravo y compañía. Ellos son, a lo más, los motoboys, repartidores, mensajeros que hacen el delivery. Los mayordomos, en cambio, conocen el restorán por dentro, saben del paladar de los clientes frecuentes, ubican a los food critics, y, lo más importante, entran y salen de la cocina a su gusto. Tironi confunde a los mayordomos con los motoboys. Olvida Tironi que el concepto mayordomo proviene del latín maior domus, el más importante servidor de la casa. Y no cualquier casa, sino los palacios de los carolingios, donde los mayordomos de palacio fueron lentamente convirtiéndose en primer ministro y el poder detrás del trono. No hay Carlo Magno, ni Sacro Imperio Romano Germánico, sin los mayordomos de palacio. Hugo Bravo y compañía estaban muy lejos de eso.

Los verdaderos mayordomos de la revolución neoliberal chilena saben mucho de revoluciones. Algunos pregonaron la revolución de las flores a la chilena, incluso encontraron gusto a poco la revolución con gusto a empanada y vino tinto. Más tarde se renovaron y abrazaron la revolución neoliberal, hoy son los mayordomos que articulan esa zona gris entre lo público y lo privado, ese espacio de relación subjetiva que solamente algunos dominan. Por eso, los buenos mayordomos de la revolución neoliberal entienden la crisis del restorán de la transición. Por un lado, conocen el gusto del público, tienen sus encuestas, sus análisis sociológicos, su conocimiento acumulado. Por otro, tienen libre acceso a la cocina donde conversan con los encargados recién electos, aunque también hablan directamente con los cocineros y les aprueban los platos. Si la cosa anda mal, los mayordomos también ofrecen el servicio de gestión de crisis, para manejar la imagen del restorán y no permitir que se dañe la credibilidad y todo lo que se ha construído en más de dos décadas.

La elite negligente

Ante el aluvión de críticas contra “la elite”, el historiador Alfredo Jocelyn-Holt ha salido a parar la fiesta de los columnistas que bailaban al ritmo de la “obcecación”. El historiador sostiene que el concepto es equívoco y deliberadamente ambiguo, usado desde una posición cínica que esconde el propio origen. Encuentra ejemplos en curas, dirigentes de diversas tendencias, incluso en ministros de Estado. Todos recurrirían, según Jocelyn-Holt, a la misma trampa retórica, motivada ya sea para complacer a la galería, ya sea para descargar “la bronca” y el resentimiento. El truco haría ver a la elite como una “clase delincuente”, confundiendo responsabilidades individuales de índole penal con responsabilidades colectivas de índole social. Al argumento hay que concederle que la elite no es el “cuiquerío”. Los rostros de vida social en los diarios santiaguinos tampoco son la elite. Si hubiera que definirla, habría que decir que la elite es el conjunto de sujetos que dirige los destinos del país. Aunque, más que sujetos, es una subjetividad, una cierta forma de ejercer el poder. Los vehículos para acceder a ella son diversos, desde heredar fortunas, crear fortunas, hasta manejar extensas bibliografías o ser un reconocido artista. La expresión “clase dirigente” suele usarse en sinonimia, intentando mostrar que la elite tiene un marcado vínculo con la gestión pública. Esto último es controvertible a la luz de la experiencia chilena, pues la clase dirigente opera como un apéndice burocrático de la elite social. La experiencia histórica que se devela detrás de la relación dinero-política demuestra que la elite ha entendido que para ganar poder hay que mezclar sistemáticamente las esferas.

En este sentido, no estamos ante una elite “delincuente” sino “negligente”. No hay conducta tipificada en el Código Penal que sirva para explicar el cuadro, no hay teoría de la pena que sea útil para comprender la escena. La elite chilena, sus empresarios, sus políticos, sus intelectuales, son responsables de negligencia en el sentido en que ésta se entiende desde el derecho romano. La negligencia es la falta de cuidado o el descuido en el cálculo previsible de las consecuencias de los propios actos. La negligencia acarrea daños para el propio sujeto y también para terceros. La elite chilena lo mezcló todo, hizo una gran cazuela de intereses públicos y privados. Hoy estos vínculos están desnudos, a la luz de la crisis institucional que atravesamos. El asambleísmo es criticado cuando se trata de estudiantes, pobladores y ciudadanos, pero es aplaudido cuando se trata de la Enade, Icare y similares. Los dirigentes empresariales invierten mucho tiempo en generar visiones comunes, una identidad que permita hacer frente a los políticos de turno. Los medios de comunicación, editores y directores, acompañan lanzando una invitación: Consigue financiamiento secreto y ganarás pantalla, micrófonos y reputación.

Hay quienes conceptualizan el asunto como “neocorporativismo”, otros hablan de “colonización” del espacio político. Algunos van más allá y citan a Fukuyama para hablar de “plutocracia”. El antiguo concepto del “peso del noche” (que también le interesa a Jocelyn-Holt) fue reemplazado por la ironía de Nicanor Parra: “El $ de la Noche”. Toda lógica, como toda Teletón, tiene su niño símbolo, un sujeto icónico. Sebastián Piñera bien puede ser visto como el símbolo de la mezcla sistemática entre dinero y política. No solo por su fortuna personal estimada en 2.500 millones de dólares, ni porque ejerció como Presidente de la República durante casi un año sin desprenderse de la propiedad de un canal de televisión, un club de fútbol y una línea aérea, entre otros. Tampoco porque Piñera creara ese fantástico concepto el tercer piso, donde confluían sus amigos empresarios a conversar con el Presidente (el Chato le dicen) y darle su punto de vista sobre lo bueno y lo malo. ¡Resulta que ahora nos hemos venido a enterar que sociedades de inversión del Presidente también donaron dinero a determinados candidatos! En diciembre de 2013 el diario La Segunda ya especulaba con un supuesto “aporte” del Presidente Piñera a las arcas de la candidata Matthei. ¿Dónde se ha visto que un Presidente en ejercicio financie campañas electorales?

¿Qué hacer?

La relación política-dinero-poder es una amenaza latente para el desarrollo chileno. Las lógicas que aparecen son propias de lo que la literatura denomina “capitalismo de amigos”, basado en colusiones, intereses cruzados, influencias desmedidas, y una elite que chapotea en su propia negligencia en la materia. Los sistemáticos atentados contra la “libre competencia”, bien supremo del modelo chileno, son una muestra de que los capitalistas chilenos no se creen mucho el cuento. Del otro lado, la retórica de la “transparencia” aparece insuficiente, como botox para un rostro que necesita cirugía. A mayor abundancia, la transparencia coloca todo el peso del asunto en lo público, olvidando que las empresas y su regulación son igualmente importantes.

Las sociedades en particular, y las personas jurídicas en general, necesitan una revisión inteligente que busque promover bienes públicos desde las orgánicas privadas. En esto entra la libre competencia y las directrices internas que cada ente privado debe promover para resguardar bienes públicos, lo mismo corre para la transparencia y la probidad. La estructura y composición de los directorios, las arquitecturas coorporativas y el modo de funcionamiento de las empresas chilenas se parecen dramáticamente a las antiguas sociedades familiares. Por eso, parte de la agenda sobre dinero y política tiene que ver también con pensar instituciones inteligentes a nivel administrativo-regulatorio y entender que las empresas tienen un rol en la cautela de los bienes públicos.

La elite debe asumir su propia negligencia, su falta de voluntad para poner las instituciones a la altura del discurso. Si se quiere promover la cooperación público-privada, esta debe tener reglas y principios claros, y no puede basarse meramente en la búsqueda del crecimiento y la inversión. Las instancias internacionales, tan respetadas hoy en Chile, promueven desde hace años las leyes de lobby y de puerta giratoria, y también alertan sobre el fenómeno de la “captura cultural” en que un grupo de privilegiados “se toma” las instancias regulatorias para promover desde allí sus fines privados. Todas estas ideas y conceptos parecen revolucionarios ante el atávico capitalismo de amigos a la chilena.

La reforma a las leyes de financiamiento y gasto electoral son el primer paso, sin duda. Tanto el texto de la Ley 19.884 como el de la 19.885 deben ser modificados y ajustados a nuevos estándares. Está abierto el debate sobre si las empresas pueden donar o no a las campañas políticas. Lucas Sierra y otros académicos han argumentado sobre la base de la analogía entre los aportes culturales y el financiamiento electoral. El argumento sostiene: si las empresas donan dinero a la ópera, ¿por qué no pueden donar dinero a la política? La respuesta es, hasta cierto punto, evidente: la política no es como la ópera, ni como los clubes de fútbol, ni como ninguna otra actividad. La política y las campañas electorales son una actividad especialísima en la cual se disputa el poder. El poder no está en juego en la ópera ni en el fútbol, por muchas conexiones que se hagan en los pasillos y en el entretiempo. Igualar la política a la ópera es un recurso argumentativo que convierte a la política en una actividad como cualquier otra, despolitizando su sentido profundo.

La reforma al financiamiento electoral debe impedir el flujo de dinero de las empresas a las campañas electorales. No se debe aceptar el argumento contrario sin antes entender su lógica interna. Albert Hirschmann, en su clásico Retóricas de la Intransigencia, distingue tres mátrices argumentativas que surgen como discurso intransigente. La tesis de la perversidad estructura argumentos según los cuales toda iniciativa por mejorar algún aspecto del orden político únicamente servirá “para agudizar la situación que se desea remediar”. La tesis de la futilidad dice que los intentos por llevar a cabo reformas serán inconducentes, “dada su fragilidad teórica y empírica”. Por último, la tesis del riesgo organiza el argumento en torno a que el costo político, económico y social de las reformas propuestas “es considerablemente alto y pone en peligro logros precedentes”.

Estas tres retóricas están presentes en los debates chilenos, especialmente en el tema dinero y política. Tómese el ejemplo de la discusión acaecida en torno a la indicación presentada por los diputados Jackson y Mirosevic. Los contradictores del fin de los aportes reservados presentan la indicación, primero, como una idea perversa que “traerá de vuelta los maletines con dinero oscuro”. Segundo, se la describe como una idea fútil que no tiene asidero en la literatura ni en la experiencia internacional. Tercero, es una idea riesgosa que supone costos altos para el Estado y que pone en peligro el gran acuerdo del 2003 ocurrido en medio del escándalo MOP-Gate. Esta estructura retórica sirve para entender no meramente las condiciones de validez de los postulados, sino su naturaleza: son argumentos intransigentes.

El asunto dinero y política, sin embargo, no debe limitarse meramente a reformar las leyes 19.884 y 19.885. Al mismo tiempo, se debe avanzar en una ley de Puerta Giratoria, que regule el flujo de sujetos desde el sector público al sector privado y viceversa. Hoy existe una norma en la Ley Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración, que en su artículo 56 establece un plazo de 6 meses para sujetos que provengan de instituciones fiscalizadoras. Esa norma es insuficiente porque no cubre a las autoridades superiores (ministros, subsecretarios), ni tampoco tiene un plazo acorde a las normas internacionales: dos años propone la OCDE. La puerta giratoria involucra un equilibrio entre la libertad de trabajo y el interés público de cautelar información privilegiada y no permitir el flujo de recursos, y de poder, entre lo público y lo privado. El conflicto de intereses es un problema público-privado y bien podría ser atendido mediante una agencia nacional que se ocupe de la materia. Un Servel musculoso, una inteligente agencia nacional de conflictos de interés y una buena ley de financiamiento de la política son piezas de un mismo puzzle.

Son los mayordomos de la revolución neoliberal, los operadores de este modelo tan particular, quienes tienen la mejor posición para promover esta agenda. En ella se juega el carácter que tendrá el capitalismo chileno por las próximas décadas. Tal como en un restorán en cuya cocina las cosas no se están haciendo bien, los mayordomos tienen que tomar la palabra y reordenar el asunto. El problema es que quizás los mismos mayordomos tendrán que repensar su rol y estar dispuestos ellos mismos a reinventar su posición en el tablero. En las reuniones de los sindicatos de mayordomos deberían leer las cartas del guatemalteco José Antonio de Irisarri y preguntarse: ¿no es un dolor que estemos en Chile tratando de hacer una República y que no sepamos por dónde hemos de comenzar?.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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