Publicidad

La rebelión de la Concertación

Cristián Méndez
Por : Cristián Méndez Antropólogo. Ex pdte. de la Izquierda Ciudadana y ex vocero de la Nueva Mayoría
Ver Más

La derecha, a pesar de estar herida de muerte luego del fracaso estrepitoso del Gobierno de Piñera, el pésimo resultado electoral en la presidencial y la parlamentaria, y el tiro de gracia que significó el descubrimiento de una maquinaria gigantesca orientada a quebrar las leyes y defraudar al fisco, ha desplegado igualmente toda la fuerza que le queda, que no es poca, para impedir las transformaciones.  


Corrían los primeros meses del año 1998. Augusto Pinochet dejaba la jefatura del Ejército luego de 25 años y se aprestaba a asumir como senador vitalicio. Bono, vocalista de la banda irlandesa U2 subía al escenario a Sola Sierra, presidenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, y homenajeaba a Víctor Jara ante un Estadio Nacional repleto. El “Matador” Salas silenciaba al mundo con sus dos goles ante Inglaterra en el estadio de Wembley, en lo que sería la antesala del retorno de la selección a los mundiales de fútbol luego de casi una década de castigo. Al mismo tiempo, la crisis económica conocida como “Crisis Asiática” iba tomando forma, en lo que sería el primer gran remezón de la versión democrática del modelo económico de la dictadura. El movimiento estudiantil revivía tras las banderas de la defensa de la educación pública luego de años de silencio. Parecía ser que se aproximaban vientos de cambio.

En medio de este ambiente, dos publicaciones remecían el mundo intelectual: Chile: Anatomía de un Mito, de Tomás Moulian, y el informe del PNUD de 1998, titulado Las paradojas de la modernización, a cargo de Norbert Lechner. La crítica de fondo que se instalaba es que había una fisura en el modelo político-económico seguido hasta ese minuto desde el fin de la dictadura militar y que los chilenos ya no comulgaban completamente con él.

Pero el factor que desencadenó los cuestionamientos más intensos, particularmente en el mundo político, fueron los resultados de la elección parlamentaria realizada en diciembre de 1997, la que había generado muchas dudas al interior de la elite dirigente de la Concertación, principalmente por la alta abstención, la baja cantidad de nuevos inscritos y el aumento significativo de votos blancos y nulos.

[cita] La derecha, a pesar de estar herida de muerte luego del fracaso estrepitoso del Gobierno de Piñera, el pésimo resultado electoral en la presidencial y la parlamentaria, y el tiro de gracia que significó el descubrimiento de una maquinaria gigantesca orientada a quebrar las leyes y defraudar al fisco, ha desplegado igualmente toda la fuerza que le queda, que no es poca, para impedir las transformaciones.[/cita]

A raíz de todo el cuadro anterior, toman cuerpo y cristalizan, al interior del bloque de Gobierno, con mayor nitidez dos posturas, que ya existían de manera embrionaria: “autocomplacientes” y “autoflagelantes”. Una definición sencilla diría que la primera se identificaba con el curso del modelo neoliberal y sus resultados aparentemente exitosos hasta ese minuto, y la segunda con una suerte de crítica en la línea socialdemócrata que rechazaba la preeminencia del mercado en la vida social y el desmantelamiento del Estado. Al mismo tiempo, diferían también en el tratamiento de los crímenes de la dictadura, donde unos planteaban ir paso a paso sin irritar mucho a Pinochet y otros asumían la necesidad de juzgar de manera enérgica y contundente los atropellos y delitos cometidos.

Sin lugar a dudas, la balanza se inclinó a favor de los “autocomplacientes”. Prueba de ello es la acción decidida de Ricardo Lagos durante su Gobierno por consolidar el modelo económico e insertar a Chile de manera más estable en los circuitos internacionales del neoliberalismo. Es así como se flexibilizaron aun más las relaciones laborales, se decidió entregar definitivamente la renta minera a los inversores privados (cuestión largamente debatida en los 90), se organizó el AUGE y con ello el traspaso de cuantiosos recursos al sector privado de la salud, se reformó profundamente la educación escolar y universitaria con el fin de hacerla masiva, vía endeudamiento de los hogares, entre otras joyas de la época. En el plano político, la guinda de la torta fue la “Nueva” Constitución, que eliminaba algunos de los enclaves autoritarios, pero que en el fondo mantenía la lógica del Estado subsidiario, cuestión que hoy podemos comprobar sin mayor dificultad.

En vista de todo esto, el conflicto entre los partidarios del modelo y sus detractores parecía resuelto. Sin embargo, a partir de la revuelta de los pingüinos el año 2006 y los trabajadores del cobre el 2007, el tema se reinstala con mucha más fuerza y se corona con el movimiento social de 2011-2012. Lo novedoso aquí es que el debate ya no es entre dirigencias políticas o entre intelectuales, sino que se sitúa en el seno de la sociedad chilena, lo que le dio una energía y un alcance insospechado.

La defensa vino de inmediato, usando los mismos argumentos y la misma solución que en la discusión de fines de los 90. Los chilenos sufrimos de “malestar”, producto del avance del proceso de modernización. Existiría un supuesto desajuste entre expectativas y resultados en la subjetividad de las personas. El remedio para esta enfermedad es mayor crecimiento económico y mejores políticas sociales. Pero esta vez no bastó con esas explicaciones.

Lo que nadie esperaba es que hubiera alguna respuesta desde la política, la cual a la larga se verificó en la promoción de un conjunto de reformas estructurales empujadas por una alianza de partidos inédita en Chile, las cuales bajo la conducción de la Presidenta Bachelet hoy empiezan a tomar forma.

La respuesta no se hizo esperar. Esto ya no era broma.

La derecha, a pesar de estar herida de muerte luego del fracaso estrepitoso del Gobierno de Piñera, el pésimo resultado electoral en la presidencial y la parlamentaria, y el tiro de gracia que significó el descubrimiento de una maquinaria gigantesca orientada a quebrar las leyes y defraudar al fisco, ha desplegado igualmente toda la fuerza que le queda, que no es poca, para impedir las transformaciones.

Su estrategia se ha apoyado en dos planos: el mediático y el parlamentario. Respecto del primero, ha organizado y financiado múltiples campañas para atemorizar a la ciudadanía (contra la reforma tributaria, reforma educacional, aborto, sistema electoral, reforma laboral, etc.) a través del férreo control que poseen sobre los medios de comunicación y las encuestas de opinión pública. En el ámbito parlamentario, han llevado las principales iniciativas gubernamentales ante el Tribunal Constitucional, buscando que se declare su ilegalidad, repitiendo la estrategia utilizada durante el Gobierno del Presidente Allende. Como el lector puede observar, no hay mucha originalidad en la derecha chilena cuando se trata de defender sus intereses.

Sin embargo, quedaba una carta bajo la manga. Aún se podía echar mano a las buenas relaciones con la nomenclatura de la vieja Concertación. De este modo, en los últimos 2 meses, y aprovechando la relativa debilidad del Gobierno luego de conocerse los últimos casos de corrupción, hemos visto desfilar a connotados dirigentes por los medios de prensa, como Ricardo Lagos, Andrés Zaldívar, Jose Antonio Viera-Gallo, Genaro Arriagada, Sergio Bitar, Edmundo Pérez Yoma, entre otros, alegando la incapacidad del Gobierno y la locura que significa llevar adelante las reformas. Ricardo Escobar, ex director del SII, ha dicho públicamente que las indagaciones recientes sobre financiamiento ilegal de la política no tienen asidero alguno. El golpe final lo da Jorge Correa Sutil, ex subsecretario del Interior de Lagos, al proponer que se adelanten las elecciones presidenciales y parlamentarias, lo que constituye un llamado pacífico para derrocar al Gobierno. Todo esto, sin arrugarse.

Ante un cuadro de esta naturaleza, la encrucijada para el Gobierno y la Nueva Mayoría no es sencilla. Este es el momento indicado para un golpe de fuerza que reafirme la orientación transformadora que la ciudadanía mandató en las urnas. Por un lado, consolidar el avance del programa durante el 2015, haciendo efectiva la mayoría parlamentaria y, por otro, involucrar a la sociedad entera en la solución de la crisis mediante un ejercicio contundente de participación y democracia llamando a un plebiscito para cambiar la Constitución, poniendo de esta manera el foco central del debate en la organización de un nuevo Estado, el cual deberá zafarse de una vez por todas de las garras del poder económico que lo ha secuestrado por décadas.

La Nueva Mayoría no es solo una coalición de partidos políticos, sino que también un horizonte estratégico. Como tal, no solo debe sortear las dificultades que han surgido para poder ejecutar su programa de reformas en este Gobierno, sino que también debe construir las condiciones políticas y sociales para proyectar su labor hacia adelante, pensando en la consolidación y profundización de las transformaciones que hoy se están iniciando. Para ello, debemos comenzar por sofocar la rebelión de la Concertación, pero con las armas de la democracia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias