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El imaginario chileno: cojeando como los gigantes


Cuando la capacidad de los símbolos para entregar su significado universal flaquea, en todas partes vemos que se cuecen habas.

Cuando los símbolos decaen y pasan de ser representación de lo importante a mera impostura de lo importante, tanto en Washington DC como en Santiago de Chile, se percibe a veces –y otras explota– una sensación generalizada de extravío, cuyos calmantes no siempre pueden ser claramente prescritos, y sobre los cuales la farmacopea científica-social no está ni cerca de estar conteste.

Washington DC es una ciudad monumental. Construida como tal a partir del triunfo de la Unión del Norte ante la Confederación sureña, es un lugar de abundantes monumentos a generales vencedores, memoriales de guerras supuestamente ganadas donde se rinde tributo a la sangre derramada por la patria de blancos (antes), y negros, hispanos y asiáticos (después). Es una ciudad de museos, grandes avenidas y parques, todos los cuales cumplen con recordar constantemente el triunfo de los humanos en apacible unión unos con otros, contra cualquier tipo de adversidad doméstica o foránea.

Como el imaginario norteamericano suele ser bastante concreto, la idea de la “capital”, amén de expresión del poder político y de los contrapesos ideados para su interacción, es un despliegue de obras y construcciones que, con muy poco de alegórico, significan en suma “un país unido y para todos justo”.

[cita] El “consenso” es símbolo de seriedad, es la negación del conflicto, es la expulsión del espacio en el que se produce el diálogo de todo aquello que suponemos es propio de un “sentido común chileno”. El “consenso” se logra, según es público y notorio, por medio de la relegación al rincón de la irrelevancia de todo aquel argumento considerado sospechoso para quien, por poderes institucionales otorgados, sostiene la batuta en la conversación. El “consenso”, aquella medianía que resulta finalmente de lo que cándidamente hemos creído que es una negociación, pero que finalmente es producto de una imposición, configura eso que imaginamos como “sentido común chileno”. [/cita]

Washington DC es una ciudad “remedio”. La capital está construida, de la forma en que lo está, para dar alivio a una multiculturalidad que muchas veces convive por la fuerza, mal pegada en muchas piezas, esquinas y sótanos del vasto Estados Unidos. Washington nos calma: “Todo estará bien si ante la muerte, la enajenación y el desprecio, honramos el sufrimiento que esos males causan, a lo grande, aquí en el centro, con un Memorial”.

Así, mientras caudales de turistas durante todo el año se maravillan ante las obras monumentales y los museos que les cuentan cómo, a pesar de numerosas dificultades (que se reconocen honestamente), el país ha emergido como un conjunto unido y próspero de realidades diversas, cada cierto tiempo, testarudos hechos que cambian ese mundo –ni siquiera lejos de la capital– se encargan de lijar un poco el barniz con que brilla ese cuidado montaje.

Michael Brown, de Ferguson, Missouri; Eric Garner, de Nueva York; y Walter Scott, de Carolina del Sur, ocurren en ráfaga entre este y el año pasado; y materialmente, cada veinte años, sucesos que cuestionan la certidumbre que transmiten los grandes símbolos capitalinos ocurren con gráfica crueldad, despojando de poder a dichos símbolos y reinterpretándolos como un mero conjunto de piedras formalmente fusionadas. Resulta entonces que Estados Unidos no está unido.

En Chile, nuestras instituciones funcionan. Nuestro actual mapeo mental –configurado con precisión desde hace al menos cuarenta años– nos asegura que Chile es distinto, una República, no una de aquellas republiquetas tropicales, chillonas y corruptas de las que abundan alrededor. Chile es serio y real, un lugar para invertir, no para ser descrito por la literatura. Chile es Talca, París y Londres, no Macondo.

La República, esa superestructura firme y concreta en la que nos gusta ser mecidos, tiene en nuestro imaginario dos pies bien plantados: por un lado, la idea de una paz social nacida de una civilidad que nuestro carácter sobrio hace siempre querer “consensuar”; y, por otro, la idea de que nuestro país se define a sí mismo por su éxito económico.

El “consenso” es símbolo de seriedad, es la negación del conflicto, es la expulsión del espacio en el que se produce el diálogo de todo aquello que suponemos es propio de un “sentido común chileno”. El “consenso” se logra, según es publico y notorio, por medio de la relegación al rincón de la irrelevancia de todo aquel argumento considerado sospechoso para quien, por poderes institucionales otorgados, sostiene la batuta en la conversación. El “consenso”, aquella medianía que resulta finalmente de lo que cándidamente hemos creído que es una negociación, pero que finalmente es producto de una imposición, configura eso que imaginamos como “sentido común chileno”.

La economía, por su lado, se yergue como un significante mayor. Que nos miremos a nosotros mismos con orgullo, y que rasguñemos algún puesto en algún ranking internacional, había sido, gracias a lo que habíamos percibido por más de dos décadas como una “economía robusta”, motivo de orgullo patrio y desdén vecinal. Olvidándonos de muchas dimensiones a abordar y con la terquedad dogmática enseñada por nuestros tecnócratas iluminados, nuestras relaciones se definen transaccionales, y el sentido significa posesión. Como emblema de la importancia incontrarrestable de la economía, entonces, los ministros encargados de sostenerla se sentaban, y lo hacen aún, sin ninguna razón lógica, en los comités políticos que velan semanalmente por el correcto funcionamiento de la institucionalidad.

Nuestra paz social simbolizada por el “consenso”, y nuestra economía sana y abierta, nos define así como “el alumno más dotado” (jamás el profesor), o “el niño mejor portado” (jamás el padre), de la región. Bye, bye Latinoamérica.

Con símbolos que se suponían tan evidentemente arraigados e identitarios, nadie contaba, entonces, con el 2006, cuyos frutos maduros se cayeron el 2011. Nadie contaba con que, juntándose el hambre con las ganas de comer, ese mismo año La Polar (como primer acto) sucedería al golpe de cacerolazos que hicieron ruido de malestar general. Nadie contaba, tampoco, con que esa erosión profunda de la que las protestas y la recién despertada conciencia ciudadana eran representación, cuestionaría de forma continua la veracidad de las respuestas dadas por nuestras enaltecidas virtudes: la seriedad consensual, y un sistema económico funcional, único e intocable.

Vaciados del poder que pareció convocar a los chilenos y chilenas durante buena parte de los 90 y 2000, y perdido el miedo a descubrir que finalmente aquellos símbolos del “Chile nuevo” postdictatorial tuvieron poco de sentido verdadero y mucho de amenaza, hoy mentar su desnudez parece un camino más seguro y consciente que hacer caso sumiso de las calamidades a las que nos invitan los profetas de aquel Chile que, suspirando por ser OCDE, estucó chasquillamente una realidad poco perfumada para pertenecer a ese club.

El consenso y la economía: dos símbolos importantes, pero desviados (y, habida cuenta de su falaz narrativa, vacíos de poder simbólico). Cuando el “consenso” no es llegar a un “centro” –que se parece inevitablemente a lo que quiere el que ronca, el del poder de veto, el que emplea y amenaza con variadas inevitabilidades si no le da en el gusto–, sino adecuar discursos donde ideas sin exclusión a priori pueden ser expuestas, es momento de repensar nuestro rescate de aquel símbolo. También, cuando la economía ha dejado de ser una herramienta para la satisfacción de la comunidad, se ha emplazado como un instrumento de perdida de sentido personal y sirve más que nada como postal de la fachada de un país, es momento de –sin quitarle la debida importancia que se le debe– rescatarla e inclinarla hacia la gente.

Cuando sus símbolos se vacían, algunos gigantes construyen otros en mármol y fierro. Comparten, así, un poco de su mundo con aquellos revoltosos responsables del cuestionamiento. Huérfanos de símbolos, no creo que a nosotros, a esta altura, nos basten canciones laudatorias o manos tendidas hacia abajo, improvisadamente, y para salir del paso. El instante de las redeficiones es ahora. En él deberemos discutir significados y enterrar aquellos que nos aprieten. La tarea es cuesta arriba, así que mejor empezar pronto.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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