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Legalización de la marihuana y activismo judicial

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Francisco J. Leturia
Por : Francisco J. Leturia Profesor Derecho UC, Abogado, Doctor en Derecho
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En la próspera Inglaterra del siglo XVI y XVII, el suicidio era considerado una ofensa grave, merecedora de sanciones civiles y eclesiásticas. Como puede leerse en los clásicos comentarios del jurista Blackstone, el suicidio era una ofensa a la autoridad del creador por decidir concurrir a su presencia antes que él lo decidiera (sic), y contra el soberano, por privarlo de uno de sus súbditos.

Por la primera ofensa, a los suicidas se les negaba la misa fúnebre y la posibilidad de ser enterrados en tierra consagrada. Por la segunda, se le confiscaban todos sus bienes. La severidad de esta medida, que muchas veces agravaba la ya dramática situación familiar con una condena a la miseria económica (piénsese en viudas e hijos), llevó a que, poco a poco, los jurados adoptaran diversas construcciones argumentales para no dar cumplimiento a la norma. Las más clásicas y efectivas fueron el simple “cambio» de la causal de la muerte, derivada muchas veces de enfermedades previas y ocultas.

Hay autores (Hillman, Galimberti, etc.) que ven en estas circunstancias un importante momento en el nacimiento de la psiquiatría, pues el debido proceso requería dar base médica positiva a un argumento jurídico. Así nació el «morbus sine materia”, es decir, enfermedad sin correlato físico, que permitió a los médicos señalar, bajo juramento, que toda persona que había intentado quitarse la vida era simplemente la víctima de una enfermedad mental, que debilitaba su sana voluntad y que, por lo tanto, la liberaba de la pena de confiscación.

Para muchos, el caso recién descrito es un ejemplo de aquellas situaciones donde el «activismo judicial” es plenamente justificado y bienvenido.

Y algunas personas, ansiosas o temerosas frente a la posibilidad de una toma de postura del Poder Judicial frente al aún polémico tema de la penalización de las drogas, han querido ver, en los recientes fallos de la Corte Suprema respecto de delitos de microtráfico, “una ventana abierta” a una serie de situaciones permisivas o, incluso, una situación de activismo judicial.

Pero la realidad de los casos y de sus sentencias es bastante menos espectacular. Como veremos a continuación, lo único que cabe decir de ellas es que obedecen a criterios técnicos de fácil verificación y que se fundan en reglas ordinarias de sentido común. A lo más, si se quiere, pueden leerse como un cuestionamiento a la falta de rigor observable en algunas acusaciones del Ministerio Público (cuyos fiscales son quienes han sido los mayores críticos de estas decisiones, incluso por la prensa).

[cita tipo= «destaque»]Las últimas sentencias de la Corte Suprema deben entenderse, más que como un acto de activismo judicial en favor de la incorporación a la legislación del cambio cultural y del libre tráfico y consumo, como una exigencia de mayores estándares de calidad en las acusaciones del Ministerio Público.[/cita]

El punto que permite la confusión mediática y la polémica es objetivo. Los fallos ocurren en un momento en que una amplia mayoría de los chilenos se muestra partidaria de la despenalización de la marihuana, y existe un proyecto de ley en ese sentido, que el Congreso discute y tramita lentamente. Ocurren también en una época en que basta dar una breve caminata por Santiago para ver a una gran cantidad de “grow shops” (tiendas legalmente establecidas y dedicadas a vender semillas y parafernalia para el cultivo y uso de la marihuana), además de ver cómo se venden, a la salida del metro, «queques de cannabis”. Suceden mientras tenemos municipios dedicados a su cultivo masivo, médicos recetando su uso medicinal (para la anorexia, los malestares asociados al tratamiento del cáncer o, simplemente, para el control del dolor), además de muchísima gente, de todas las edades, fumando pacíficamente y sin mayor pudor.

Mientras en otros países se condena con pena de muerte automática (sin posibilidad de matiz alguno) a quien sea detenido con un paquete de marihuana, en nuestro país pareciera ser de facto una conducta tolerada.

En ese escenario, la adopción de un criterio de persecución fiscal que permita la criminalización y eventual encarcelamiento de literalmente cientos de miles de chilenos, parece poco razonable. En buen chileno, todo parece decir «que la micro va para allá», dando pie a imaginar que los fallos comentados solo anticipan, por vía judicial, un cambio cultural y un anhelo mayoritario que ya ocurrió, y que la ley demorará algunos años en incorporar (y que cuando lo haga, por el solo efecto del principio pro reo, dejará nulas todas las condenas que se hayan dictado recientemente).

Pero los fallos y los expedientes nos muestran que el asunto debatido es bastante menos espectacular.

Y permiten comprender que no hay ni una usurpación de funciones del Poder Judicial frente al Legislativo, ni nada que se le parezca, sino solo decisión jurídica razonable y correcta.

Quiero aclarar que quien escribe estas líneas no es consumidor, ni cree que los ministros que redactaron y suscribieron el fallo lo sean.

Pero basta tener un mínimo de cultura botánica para saber que en cada especie vegetal hay miles de cepas y variedades, y que las sustancias químicas que las plantas producen no se encuentran en la misma proporción en tallos, hojas, flores y frutos. El caso del café, o de la marihuana, entre tantas otras, muestran lo sensible de este punto. En el caso que analizamos, no solo serán relevantes las sabidas diferencias entre especies y variedades, sino también la edad de la planta, la parte de la que se haya obtenido la cosecha y, sobre todo, su condición de hembra o macho.

Ignorando estos antecedentes, podríamos condenar a alguien por poseer 10 gramos de una sustancia cuasiinerte, que ni con varios kilos podría provocar un efecto psicofísico, y dejar libre a quienes con un simple roce de su “producto” podrían propinar una reacción potente.

La exigencia, por tanto, de una prueba de pureza, calidad o contenido de la sustancia requisada, resulta fundamental para quien pretende acusar a otro ciudadano de haber cometido un delito (¡ni siquiera hay una certificación de que se trata efectivamente de marihuana!). Cualquier acusación fiscal que pase por alto este punto, es incompleta, y no permite generar la convicción suficiente para una condena penal. Así de claro.

Y así lo dispone el artículo 43 de la Ley 20.000, que en los casos aludidos no fue respetado.

Algo similar debe decirse respecto de la exigencia, creada jurisprudencialmente, de exigir al menos un indicio de intención de traficar. Proceder de otra manera podría llevar a situaciones absurdas, que evidentemente no fueron queridas por el legislador.

Veamos, por ejemplo, que sucedería con el DMT si no se utilizara este criterio.

El DMT es uno de los componentes esenciales del brebaje conocido como Ayahuasca, un alucinógeno enteogénico y visionario, masivamente utilizado por los indígenas amazónicos en sus rituales religiosos, y crecientemente de moda en muchas subculturas asociadas al new age.

El DMT, en cuanto sustancia, esta tan prohibida como cualquier droga, pero, al igual que muchas, está naturalmente presente, y por doquier, en la naturaleza; en muchas frutas que consumimos a diario e, incluso, en forma natural en nuestro propio organismo. Una aplicación estricta de la ley nos convertiría a todos en portadores de una sustancia legalmente prohibida y, por lo mismo, en infractores de las normas vigentes sobre posesión y consumo de drogas.

Las últimas sentencias de la Corte Suprema deben entenderse, más que como un acto de activismo judicial en favor de la incorporación a la legislación del cambio cultural y del libre tráfico y consumo, como una exigencia de mayores estándares de calidad en las acusaciones del Ministerio Público.

Más allá de lo polémico del tema y de su efecto de “anular condenas», los criterios que utiliza son correctos y no deben ser vistos como un intento de modificar por vía jurisprudencial una norma que muchos chilenos quieren que se modifique por vía legal.

Por el contrario, ellas son una muestra del debido respeto que nuestros tribunales deben tener y están teniendo frente a las garantías del debido proceso y de la persecución penal. Y más que inquietud, deben llevarnos a valorar la protección que a todos nos brinda y asegura la vigencia del imperio del derecho.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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