Hace unos días atrás la Presidenta Michelle Bachelet anunció el envío del proyecto de ley que crea el Ministerio de Ciencia y Tecnología. Déjà vu. Exactamente el mismo anuncio del 18 de Enero del 2016. También en el marco de la inauguración del Congreso del Futuro.
El incumplimiento y la insistencia se deben, quiero creer, a la necesidad de contar con un buen proyecto y a la valoración por parte del mundo político y social en general de la importancia del desarrollo científico y tecnológico para nuestro país. Esto es casi obvio, pero no lo es. La percepción social sobre los beneficios y riesgos que presenta la ciencia y la tecnología es contradictoria: la Encuesta Nacional de Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología en Chile (CONICYT, 2016), indica que mientras el 84,9% de los chilenos creen que el desarrollo científico y tecnológico traerá beneficios en los próximos años, un 70,8% percibe que la ciencia y la tecnología traerán muchos o bastantes riesgos. Quizás por eso, ha sido tan complejo aunar voluntades para aumentar el presupuesto de CONICYT y mejorar sustantivamente la institucionalidad científica en el país: no es claro el interés de los votantes. Tampoco es claro el interés de algunos grupos de interés relevantes.
En una columna anterior, describí algunas creencias y deseos de los actores vinculados a la creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología (MCyT). Cada uno de estos actores posee un diagnóstico de la ciencia y la tecnología chilena. Es interesante (¡Y muy importante!) constatar que existen elementos diagnósticos en común. Sin duda, ello implica que podemos empezar a tomar acciones de inmediato en estas materias. Aunque sea para planificar el pre-formato del desarrollo científico y tecnológico chileno. También es cierto que existen puntos en discordia. Analicemos los primeros.
El primer elemento en común es que tanto políticos, como científicos, ciudadanía y, en un grado menor, los emprendedores o representantes del mundo productivo, creen que CONICYT debe mejorar. La sintomatología indica que hay problemas de capacidad, gestión y recursos. Los problemas de capacidad son musculares y de procesamiento: faltan más funcionarios y bajar la rotación de personal, además de mejorar la comunicación entre abogados, auditores y otros funcionarios, que dan pie a los atrasos de pagos, demandas aleatorias y otros fenómenos. También hay incapacidad de funcionamiento, en la medida que el consejo de CONICYT no posee los recursos y atribuciones para poner en marcha sus ideas de mejora. También hay problemas de gestión, por ejemplo, de priorización del gasto y otros: hay áreas que producen “puramente” conocimiento y otras áreas que producen conocimiento y, además, abren derroteros para el desarrollo económico o cultural, es decir, que generan un plus y éste no se considera a la hora de la distribución del presupuesto. Lo de los recursos se ha repetido hasta el cansancio. Uno de los problemas es que muchos reducen la evaluación del funcionamiento de CONICYT a la carencia de presupuesto, sin ver la reingeniería que amerita el organismo. Pero obviamente, también, la ciencia chilena necesita más dinero. Los aspectos numéricos son muy importantes, aunque engañosos. ¿Necesitamos – en los próximos años – invertir el doble o el triple del PIB que hoy se destina a ciencia y tecnología? ¿CONICYT requiere dos, tres o cuatro mil millones de pesos adicionales para su presupuesto en los próximos 5 años? Pero más allá de los guarismos, lo que importa es lo que necesitamos. Sólo sabemos lo que necesitamos de un modo aproximado: primero, porque no hay una visión robusta del futuro del país; y segundo, porque no sabemos si podremos gastar bien esos recursos, dada la escasez de científicos activos.
Una consideración adicional es reiterar – y nunca será una reiteración majadera – que debemos salvar el CONICYT. Esto significa varias cosas: a) proteger el CONICYT, no desecharlo como parte del organigrama ni tampoco dejarlo morir por inapetencia política o entropía presupuestaria; b) definir que fortalecer el CONICYT no significa sólo aumentar el presupuesto de FONDECYT, su programa más importante y de vital importancia para el mundo científico; c) unir la mejora de CONICYT con la creación del MCyT; y, d) fortalecer la capacidad del CONICYT para conectarse con la sociedad, en especial su capacidad para responder a las críticas de quienes son demasiado jóvenes o ignorantes para valorar su rol en el panorama general.
Un aspecto central para desarrollar la institucionalidad científica en Chile es mejorar CONICYT. Esto es trivial pero hay opiniones diametralmente contrarias. Éstas apuestan a que el CONICYT es muy difícil de mejorar por lo que todos los esfuerzos deben ponerse al servicio de la construcción del futuro MCyT. Yo diría lo siguiente: mejorar el CONICYT es la piedra fundacional del futuro Ministerio de Ciencia y Tecnología. Sería un absurdo desechar el legado institucional, los aprendizajes, protocolos y programas para crear ex – nihilo un MCyT.
[cita tipo=»destaque»]Mi razonamiento es que la ciencia y la tecnología deben tener un rol definido al interior de la sociedad chilena. Actualmente (y en general), la investigación de calidad en Chile no es altamente pertinente ni oportuna y corre el riesgo de ser irrelevante salvo para pagar los sueldos de personal calificado o para contribuir al patentamiento de las grandes corporaciones extranjeras.[/cita]
El segundo elemento de consenso es que se considera que su ubicación en el organigrama del Estado es inadecuada. Hay un consenso, me atrevo a decir, absoluto al respecto. No puede seguir en el Ministerio de Educación. Pero tampoco mejora mucho su posición si cae en Ministerio de Economía. De ahí que todos los actores están de acuerdo en crear un MCyT. Este Ministerio debe contener al CONICYT y a la Iniciativa Científica Milenio. Hay voces (aparentemente) mayoritarias que avalan la idea que incorpore también a la División de Educación Superior (incluida las Becas Chile), pues son las universidades quienes hacen casi toda la investigación científica del país. Un aspecto bastante consensuado es que existen muchos programas de fomento y apoyo a la investigación científica “duplicados” en los diversos ministerios. Se podría decir que en todos los ministerios existe algún programa (incluidos los programas de transferencia o emprendimiento que se disfrazan de investigación o desarrollo tecnológico). Entonces, una contribución al mejoramiento de la estructura del Estado podría ser la migración de programas y partidas presupuestarias desde los diversos ministerios al futuro MCyT: simplificar el panorama, reducir el número de ventanillas y fusionar programas, permitiría hacer más eficiente la gestión del Estado. Por otro lado, se podría complejizar el futuro MCyT (lo que significa también ser más eficiente, a la larga) dotándolo de un Consejo Asesor, que elabore ideas de política científica independientemente del gobierno de turno. Actualmente, el CONICYT tiene un Consejo que funciona, pero la mitad de sus miembros son representantes del gobierno y en la práctica, funciona como órgano dependiente del Presidente de CONICYT, de carácter ambiguo. La idea de un consejo asesor robusto, que presente al gobierno de turno propuestas de desarrollo (para los 3 a 6 años siguientes), ha mostrado también bastante aceptación, sobre todo si representa bien a los ingenieros y ciertas áreas de la biología y medicina, la punta de lanza de la conexión ciencia-tecnología; y si considera en su representación a los cientistas sociales, economistas, sociólogos, cientistas políticos y antropólogos, quienes saben de políticas públicas y de “población y sociedad”.
El tercer aspecto en común es que evaluamos la capacidad científica de nuestros investigadores como de calidad, puesto que la producción científica es de calidad, según los indicadores de citación. En efecto, Chile es el país con más citaciones promedio por trabajo en la región, cerca del promedio OCDE y de España. Eso significa que los trabajos de autores chilenos son seguidos por la comunidad científica internacional. Con todo, a mi juicio, esta valoración puede ser algo autocomplaciente, toda vez que probablemente la astronomía aporta mucho al promedio.
Un cuarto factor diagnóstico en común es la evaluación de la carencia de capital humano avanzado. Esto se mide por número de doctores, número de investigadores activos y otros. Se ha planteado que esto es relevante también por el efecto colateral en el sistema de educación superior universitario. Hace años planteé en un documento de trabajo la idea que todo profesor universitario debe ser, en algún sentido específico, un recurso de nivel terciario o avanzado, y que todo profesor universitario debía haber publicado “algún” trabajo en revistas internacionales indexadas de su especialidad. En esa reflexión, especulaba que el sistema universitario necesitaba por lo bajo 10 mil profesores más de ese nivel (CPU, 2006: Educación superior universitaria: sobre cómo mejorar la calidad). La manera de reclutar o incorporar esa cantidad no es clara. Pero si la mitad de esa cifra, hoy, pudiera convertirse en investigadores “activos”, estaríamos cerca de duplicar la capacidad de investigación científica y tecnológica en Chile.
Las becas Chile fueron la expresión de esa creencia transversal y probablemente, podría inaugurar una inversión 2.0 en la misma dirección (aunque quizás más social y económicamente orientada, es decir, en áreas de interés público estratégico).
Existe, por último, un quinto “set” de convicciones comunes, que podríamos llamar relativo al aspecto “social” del diagnóstico. Estas convicciones son menos técnicas y son más de sentido común. Tienen que ver con el contexto social que rodea la creación científica y tecnológica, las “líneas bases” para que se produzca el desarrollo de las personas que en el futuro serán nuestros científicos y tecnólogos. Estas condiciones de inicio son muchas, pero mencionaremos cuatro: a) mejorar la calidad de la educación en todos los niveles (primaria, secundaria y terciaria) es fundamental para potenciar las vocaciones científicas en la población escolar y juvenil; b) hay que aumentar exponencialmente los esfuerzos e iniciativas de divulgación científica hacia la sociedad; c) hay que orientar más las vocaciones científicas y tecnológicas hacia el emprendimiento, la innovación y los negocios; y, d) hay que proveer a las instituciones de investigación de equipamientos acordes a los requerimientos de las líneas de trabajo pertinentes a los desafíos del país.
Es posible que la creación de un MCyT sea muchas cosas, tales como un reagrupamiento de programas de apoyo dispersos por varios ministerios, una ampliación de las funciones y tareas del CONICYT actual, un nuevo diseño de “cómo hacer las cosas” o simplemente un brazo político para discutir con el Ministerio de Hacienda.
Ese es, groso modo, el diagnóstico común. Es transversal y creo representa tanto al mundo económico, como al político y al social, además del mundo científico. Por supuesto, existen aspectos diagnósticos en pugna y algunas omisiones.
Parte de las controversias tienen que ver con el “lugar” desde el cual se juzga la situación actual de la ciencia y la tecnología chilena. En los 80, las becas para estudiar en el extranjero eran muy escasas. Incluso, para poder estudiar en Chile eran escasas. La mejor y más famosa era la Beca Presidente de la República, del MIDEPLAN, que en el año 1990 permitió descubrir que tenía como beneficiarios a miembros de las FFAA cuyas notas nunca estaban en actas. Pero después no mejoró mucho la situación, pues había que estar en los círculos de poder de los partidos de la Concertación para ganarse una de las escasas becas, cuyos montos eran además bajos. Cualquier científico joven que ha retornado de las becas Chile hoy tiene muchas más posibilidades y acceso a subsidios que los más connotados científicos en los años 80. La probabilidad de ganarse un FONDECYT era muy escasa en esa época. Hoy es 1 de cada 3 o 2. No existían los FONDAP, Milenio, PAI, ni nada parecido. Menos los programas especiales como el de Astronomía, etcétera. Para la gran mayoría de los científicos, digamos los normales, la investigación se hacía con recursos propios y con el raspado de la olla de sus respectivos departamentos universitarios. Y eso era así en la Universidad de Chile, la universidad con “mayores” recursos. Los que habían tenido la oportunidad de estudiar en el extranjero se quedaron allá. Sólo algunos volvieron, cuando la dictadura mejoró los sueldos de la U. de Chile, alrededor del año 1978 y siguientes. Digamos que para mi generación, desde el gobierno de Frei Ruíz-Tagle y hasta el gobierno de Piñera, la situación era muy buena, salvo desde el punto de vista internacional donde, por un asunto de experiencia, no existían expectativas megalómanas de tener recursos, institucionalidad y logros a lo Stanford o Max Planck.
Hoy en día, especialmente en algunos grupos de influencia juvenil, las potenciales mejoras en el mundo científico y tecnológico son muy fáciles y básicamente no se hacen porque quienes están a cargo son incompetentes o carentes de coraje o voluntad política. Una de las arengas es “seguir el camino conocido de políticas como en Corea, Finlandia, etcétera” o bien “hay que agregar valor a nuestras exportaciones”. Estas arengas facilistas desconocen el complejo set de políticas y – lo más importante – de implementación y seguimiento de estas políticas, que llevaron a Corea y Finlandia al lugar que hoy ocupan en el plano científico y tecnológico. También parecen olvidar que sin industrias no es posible (o es una tarea titánica) agregar valor a nuestras exportaciones. Pero por otro lado, tampoco es tan difícil avanzar: incluso Argentina y México tienen carrera del investigador nacional, dispositivo que no hemos sido capaces de implementar y que es, efectivamente, un mecanismo conocido. En ese sentido, los científicos jóvenes han marcado un déficit de voluntad política que es necesario reconocer.
Otra controversia, importante aunque más bien retórica, se sustenta en la formulación de la política: bien como política normativa (debemos hacer lo que hacen los países líderes, invertir del 2% del PIB hacia arriba en CyT); como política imitativa (el “camino” de Finlandia, el “path” de Corea); como política basadas en evidencia o en “acuerdos”; etcétera. Si la razón de habernos incorporado a la OCDE fue aprender cómo se diseñan y gestionan políticas públicas de calidad, aprendamos. Pero aprender no significa solamente adaptar y menos copiar. Por ejemplo, podemos aprender que los subsidios públicos a las empresas funcionan y las desarrollan cuando son exigentes, como en el caso coreano, que apoyó extraordinariamente a la industria automotriz con el compromiso de que exportaran un porcentaje fijo de su producción total y que, al calor de la competitividad internacional, mejoraran sus estándares, tipos de autos y demás. Eso no significa adoptar el “Modelo coreano”, sino considerar su experiencia y reflexionar qué y cómo podrían funcionar algunos mecanismos implementados en Corea para el caso de Chile.
No es mi intención incorporar omisiones para hacer aun más complejo el procesamiento de las diferencias y las controversias, sino más bien relacionar desde una óptica más amplia cuestiones, que por lo demás no son originales y están en el discurso académico, tecnocrático y político, aunque algo menos visibles.
La gran omisión es que sin una política de desarrollo que incorpore una nítida política industrial “acordada” entre los actores políticos y económicos del país, la ciencia y la tecnología se desarrollará sin vinculación con la sociedad. Una política industrial es la brújula para que se desarrolle la ciencia y la tecnología local, es lo que permite conectar las ideas con el dinero. Sin política industrial, es MUY difícil dar un impulso significativo a la investigación y creación. Un pacto nacional para el desarrollo científico y tecnológico, que debe hacerse entre todos para que el esfuerzo valga la pena, es extremadamente necesario. De lo contrario siempre tendremos el mismo panorama: un grupo minoritario de políticos, científicos y empresarios que hacen cosas muy interesantes y un gran y vasto grupo de alegadores vociferantes, de científicos ávidos de atención, de empresarios cómodos y de políticos que no asumen su responsabilidad en la administración del Estado.
Existen otras omisiones. Sólo mencionaré dos ejemplos: 1) la manera en que se podrían articular los centros de investigación públicos con el MCyT (¿Qué tan públicos son estos centros e institutos si el Estado incentiva su autofinanciamiento y su apropiación por camarillas de personas? ¿Es el presupuesto y rol del INACH un tema científico o un tema país?; etcétera. Son muchas las interrogantes en esta materia) y, 2) sin plataformas de divulgación científica, efectivas y masivas, es muy difícil desarrollar las vocaciones que permitan hacer ciencia de modo sustentable. En ese sentido ¿Por qué no pensar en incorporar a la DIBAM al futuro MCyT? Uno de los déficits culturales consiste en la débil promoción de las vocaciones científicas. El programa EXPLORA ha iniciado el camino de la divulgación y la estructura territorial y las capacidades técnicas de la DIBAM podrían ponerse al servicio de la divulgación científica y la valoración del patrimonio científico e intelectual del país para fortalecer la emergencia de nuevas vocaciones científicas y tecnológicas, pero también de investigación social y de investigación crítica (o estética) en el área de las humanidades.
Por último, una parte (omitida) del diagnóstico es que los científicos no pueden pretender seguir dialogando con el mundo político con frases tales como “Nuestros gobiernos han elegido la ignorancia”. Esto es tan incómodo como si los políticos partieran el dialogo diciendo, “bueno, y donde están los Premios Nobel…para conversar en serio”. La descalificación sólo retribuye a los intereses corporativos, que los actores tendrían que soslayar si realmente van a poner manos a la obra en esta tarea gigantesca.
Mi razonamiento es que la ciencia y la tecnología deben tener un rol definido al interior de la sociedad chilena. Actualmente (y en general), la investigación de calidad en Chile no es altamente pertinente ni oportuna y corre el riesgo de ser irrelevante salvo para pagar los sueldos de personal calificado o para contribuir al patentamiento de las grandes corporaciones extranjeras. Por supuesto, contribuir al aumento del conocimiento es importante y tiene un valor per se. Incluso si la contribución es minúscula. Pero no podemos apoyar el corporativismo, ni siquiera el científico: el erario nacional, los impuestos de los chilenos y el trabajo de los funcionarios públicos no debe sólo contribuir a la reproducción de investigadores, tópicos y ambientes culturales. Debe tener un sentido más allá de los propios investigadores, más allá de los burócratas que ven el futuro MCyT como cancha de aterrizaje de ambiciones políticas, o “virtuosos administradores” de los FIC, que pueden terminar en manos de los CORE en vez de en las manos de las universidades a través de concursos CONICYT, para “otros” fines de desarrollo regional (¿?). Pero también ir más allá del grupo de los innovadores y emprendedores, ansioso de algún insumo para ganar mercados y elevar ganancias.
Fortalecer el desarrollo científico y tecnológico debe tener un sentido nacional, para que el esfuerzo valga la pena. Hay un diagnóstico común desde donde se puede construir.