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Marihuana como puerta de entrada y como puerta giratoria

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Esta columna no es sobre las cárceles chilenas, no es, por ejemplo, sobre los quemados vivos en la cárcel de San Miguel, presos en ella por delitos menores, sujetos populares sujetos, por ejemplo, a la confusa ley 20.000, nuestra flamante ley de drogas – ese invunche que protege, por una parte, el consumo privado de sustancias, pero que penaliza, por la otra, cualquier forma de distribución y casi cualquier forma de producción. Esa ley, llena de contrasentidos, no estipula cantidades, dejando a criterio de los jueces de turno los montos de droga que constituyen, en cada caso, elementos de prueba para configurar delitos como el de narcotráfico, o como el de microtráfico, de modo que un joven pobre puede muy bien irse al infierno – a veces literal – de la cárcel San Miguel, mientras otro joven, con más suerte de cuna, puede seguir en libertad, condenado a un par de trabajos comunitarios o de idas al psicólogo, por la misma cantidad de droga.

Esta columna no es sobre las cárceles, ni sobre las inconsistencias de la ley, propias de un país de analfabetos funcionales y abúlicos políticos, ni sobre esa puerta giratoria a la que los herederos políticos de Pinochet suelen referirse para azuzar los miedos de la población, los sentimientos de desprotección y de incertidumbre que, desde hace varios informes del PNUD, sabemos que no solo debemos achacárselos a la delincuencia, sino también a esa “modernización acelerada” y forzada que nos dejó desconcertados, sin brújula, pero con muchos programas de televisión que hicieron poco para combatir el analfabetismo funcional en alza, el analfabetismo y la apatía política que campearon en las tóxicas alamedas, bajo la egida de la Concertación, hasta, según estiman los politólogos, el arribo de la “generación sin miedo” que repolitizó las calles y templó los parques a partir del 2006 o del 2011.

Esta columna es sobre un tema más acotado, es sobre una mínima señal brillante que aparece en la estela opaca de la agonía del actual gobierno, este gobierno que se encuentra en fase terminal hace demasiado tiempo. En esa estela – donde el nombramiento de Javiera Blanco habla por sí mismo –, el del nuevo director del SENDA constituye un raro acierto. Ha aparecido él, recientemente, afirmando que la marihuana no es puerta de entrada para drogas más duras, y que se debe regular su consumo.  Palabras sensatas y claras, que contrastan con la línea del director anterior y que muestran, una vez más, que en esta faja acotada de la política, que es la política de drogas, tampoco el gobierno ha mostrado coherencia y programa. Según la verdad periodística, el anterior director habría tenido que salir por meterse con nuestra hora feliz – el happy hour –, o sea con esos tragos que la gente de la maltrecha clase media se toma cada tarde, a la salida de la pega, para soportar, tal vez, un poco mejor la sucesión de jornadas laborales en un país donde la meritocracia es un cuento hace décadas ya denunciado por Los Prisioneros, y donde las políticas de buen trato laboral casi nunca van acompañadas de lo que sería más básico y primero: los buenos contratos laborales.

Pero no nos perdamos en medio del humo, que este verano no solamente proviene, ay, de las plantas de cáñamo decomisadas por carabineros, incineradas cada temporada para cumplir con el rito estacional de la guerra contra las plantas, que es la guerra contra las drogas, lanzada por Nixon, que ha sido, sobre todo, la guerra contra el cáñamo y contra la coca y contra las amapolas, antiguas plantas profusamente utilizadas por sabios y médicos de venerables civilizaciones, para aliviar el dolor del cuerpo y el dolor moral. No nos perdamos en medio del humo de este verano veloz, donde algún aprovechado salió recientemente a comparar al candidato presidencial que importó a Chile la usura electrónica con el Supertánker (y no con el Ilyushin).

No nos perdamos en medio del humo y volvamos a la afirmación del médico Bustos, que es el nuevo director del SENDA, y que afirma que la marihuana no es una puerta de entrada para otras drogas más duras, argumento contrario al de los discursos de quienes creen que es posible vencer en la guerra contra las plantas, que es la guerra contra la historia, y contra la evidencia de que, así como los animales, los hombres y las mujeres de todas las épocas buscaron y buscarán alterar sus formas de conciencia. De hecho, la marihuana y la coca fueron muchas veces, en muchas partes y épocas diferentes, entendidas como plantas de conocimiento, y todavía ocupan, para muchos en nuestro medio, ese lugar positivo, que gira en lo recreativo, y puede pasar por lo médico, pudiendo también llegar a lo sagrado.

[cita tipo=»destaque»]Que si se permite el autocultivo de marihuana, dicen, se van a poner a consumir los niños. En nombre de dios o de la ciencia. Es cuestión de pensar un poco: si el mismo criterio se aplicara a los que producen cerveza artesanal en casa, o detentan alguna repisa con bebidas alcohólicas, entonces, según la lógica de los que quieren mantener las prohibiciones, el país estaría lleno de niños alcohólicos.[/cita]

La metáfora de la puerta de entrada puede, de hecho, contener esta última verdad: no la de la espiral irreversible que hace equivaler droga y muerte, y según la cual, entonces, de la marihuana se pasaría a drogas cada vez más “duras” (siendo este otro mal entendido del que alguna vez debiéramos hacernos cargo: poca ciencia, pocas luces hay detrás de esa distinción según la cual algunas drogas serían duras, y las otras blandas). La verdad contenida en la figura de la puerta de entrada podría ser, entonces, la de que quien se asoma a los mundos – horizontes interiores, intelectuales, corporales, emocionales – que revela la marihuana, puede también desear asomarse a los que revelan otras sustancias. Y probar. Coger los frutos del árbol del conocimiento.

Pero lo cierto es que esas puertas, las de las plantas psicoactivas y drogas de diseño en ellas frecuentemente inspiradas, suelen ser giratorias. Así lo muestra la experiencia de la mayor parte de los consumidores. Los que usan las sustancias psicoactivas para auto destruirse, ingresando en una espiral irreversible existen pero son, de entre los consumidores, los menos: son enfermos y merecen, mucho menos el estigma religioso y policial que una buena ayuda médica. Para esa pequeña minoría las sustancias – cualquiera de ellas – pueden ser efectivamente puertas de entrada sin retorno. En el caso del alcohol, son los alcohólicos: ¿cuántos consumidores de alcohol conoce el lector o lectora? ¿Y cuántos de ellos son, realmente, alcohólicos, personas que pierden el empleo, la familia y al final, la vida misma, por beber?

En medio del humo, los que durante tantos años dirigieron el país y son, por lo tanto, cómplices de ese desastre mayor que es el SENAME, o la cárcel de San Miguel, que es como decir el capítulo siguiente, los sospechosos de siempre, esos que no planearon responsablemente la política forestal, y que suelen salir acusando por acción u omisión a los activistas de la causa mapuche de terrorismo, esos que se portan tan tibios o que peor, en nombre de dios, se oponen a rajatabla a hablar sobre el aborto, ahora salen a defender las imposturas de la guerra contra las drogas en nombre de los niños. Que si se permite el autocultivo de marihuana, dicen, se van a poner a consumir los niños. En nombre de dios o de la ciencia. Es cuestión de pensar un poco: si el mismo criterio se aplicara a los que producen cerveza artesanal en casa, o detentan alguna repisa con bebidas alcohólicas, entonces, según la lógica de los que quieren mantener las prohibiciones, el país estaría lleno de niños alcohólicos.

Hay un sentido, eso sí, en que parece conveniente que la marihuana sea una puerta de entrada: es el sentido político, del debate público y de la revisión y cuestionamiento de las leyes. La marihuana es solo una de las muchas, potencialmente beneficiosas sustancias que permanecen prohibidas por cuenta del oscurantismo de los políticos y médicos enemigos del aborto, los defensores de esa ilusión burguesa que es la familia “bien constituida”. Lo que nos conviene, en este ámbito, pienso yo, es aceptar que el consumo existe, y que debe ser regulado, con leyes responsables y coherentes, con criterios de salud y educación pública y para la vida, y no solo de marihuana. Son muchas esas sustancias. Y estoy hablando también de la cocaína – que caballeros como Sir Arthur Conan Doyle o Sigmund Freud se inyectaron diariamente durante sus años más productivos –, otra sustancia que permanece más peligrosa por causa de la violencia policial, el estigma mediático, las dinámicas del narcotráfico, la soberana ignorancia del común de los médicos en estos ámbitos y – verdadero peligro sanitario – la adulteración del producto final, cortesía del mercado negro. Ojalá que la marihuana sea, en este sentido, apenas la puerta de entrada, y que podamos también regular informada y responsablemente la producción, distribución y consumo de las demás sustancias. Que sea la puerta de entrada a un debate de fondo sobre políticas de drogas, y que, a nivel de la experiencia, podamos contar con formas más seguras y protegidas de usar las drogas como viajes de ida y vuelta o puertas giratorias.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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