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Ante Notario

Los poderosos no saben de estas cosas porque sus abogados les van a sacar la firma y luego un notario amigo certifica que lo hizo ante él. Pero los ciudadanos de a pie carecemos de abogados paltones y tenemos derecho a no ser vejados, a que no se nos envíe sistemáticamente a la selva de las aglomeraciones y esperas eternas porque a un burócrata cómodo se le ocurre.


La gente importante nunca tiene que ir a una notaría, porque su abogado le hace el trámite y “le saca la firma” a su notario de confianza. Pero yo no soy importante y hace poco Impuestos Internos nos notificó a mi mujer y a mí que debíamos acompañar sendos mandatos a nuestra contadora y fotocopias legalizadas de nuestros carnets de identidad, todo certificado “ante notario”.

Entonces fuimos a la notaría de Los Cobres de Vitacura. Cuando llegamos, ya se apiñaba una multitud ante la puerta. Entramos en medio de la apretura y pregunté en un mesón, donde me dijeron que podía elegir entre sacar número y hacer cola. Hicimos ambas cosas: sacamos el número 95, cuando iban atendiendo al 44; y nos pusimos en la cola, donde había unas ocho personas delante de nosotros, pero pululaban otras, varias extranjeras, que preguntaban “cómo se hacía” y, me pareció, algunas con vocación de “colarse”.

Había un solo funcionario atendiendo, el cual desaparecía cada cierto rato con los papeles de dos o tres que habían cumplido el trámite, marchándose para sacar la firma al notario. Volvía después de un cuarto de hora. El ambiente de la muchedumbre era de desconcierto y resignación, porque la gente veía que, según los números, le faltaban 50 para ser atendidos y, según la cola, ocho o diez personas antes, más los que “se colaran”. Como mínimo teníamos para dos horas.

Allí parado me empecé a indignar. La gente en Chile es muy resignada. La tratan como a un rebaño y soporta. Yo pensaba que alguien –no yo, por supuesto- debería subirse al mesón y gritar a voz en cuello que eso no se podía aguantar, que por qué el notario, que cobra $2.500 por firma, no pone a más funcionarios a atender; que todo el público aglomerado en la puerta, afuera y en los pasillos, tiene que alzarse contra ese estado cosas y romper un vidrio o algo (incendiar la notaría no, por favor, eso es cosa de waichafes).

Nada de lo cual hice, por supuesto, sino que nos limitamos a mascullar en voz baja con mi mujer contra el sistema, el Estado y la demás gente, que no hacía nada.

Un feligrés que estaba en la fila delante de mí se volvió y me preguntó: “¿Cómo se arregla esto?”. “Con más competencia”, le respondí. “Si hubiera muchas notarías le aseguro que se esmerarían por atenderlo bien a uno”.

Tras media hora en medio del tumulto de indignados-pero-resignados saqué la cuenta de que me quedaban dos horas como mínimo de espera y le dije a mi mujer: “Vámonos a una notaría de El Golf, donde hay que esperar menos, y sentados y organizados”.

Bajamos hasta El Golf y la espera era, en efecto, mucho más civilizada: sentados en asientos de cuero y con una pantalla indicadora de los números llamados y del módulo en que uno sería atendido. Fue como pasar de África a Europa.

No llevábamos más de un cuarto de hora cuando el notario, que es mi amigo, me vio y nos hizo pasar.

“Tienes que escribir que esto no es culpa de que haya pocos notarios”, me dijo, sino de las AFP, los bancos y las instituciones del Estado, que para todo exigen firmas ‘ante notario’, lo que mantiene llenos los locales de gente que espera horas”.

Cumplo con hacerlo: ¿por qué la burocracia privada y pública no se conforma con un mandato simple, si la falsificación de firma es un delito castigado severamente? Si no se trata de transferencia de bienes, sino sólo de autorización para hacer un trámite o cosas tan banales como ésa, bastaría con un poder simple. Y la fotocopia del carnet de identidad debería bastar, pues no hay necesidad de que un notario certifique que es idéntica al original.

Los poderosos no saben de estas cosas porque sus abogados les van a sacar la firma y luego un notario amigo certifica que lo hizo ante él. Pero los ciudadanos de a pie carecemos de abogados paltones y tenemos derecho a no ser vejados, a que no se nos envíe sistemáticamente a la selva de las aglomeraciones y esperas eternas porque a un burócrata cómodo se le ocurre.

Ahí está la raíz del problema y mi amigo notario, que ofrece la mejor sala de espera, tiene toda la razón, de modo que me complazco en cumplir su encargo y transmitir “urbi et orbi” que se ponga término a la exigencia funcionaria de que todo, y hasta las cosas más baladíes, sea “firmado ante notario”.

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