Hoy se conmemoran cuarenta años del secuestro de Aldo Moro, ex primer ministro y presidente del Partido Demócrata Cristiano italiano.
Moro fue secuestrado, y cinco de sus escoltas muertos, la madrugada del 16 de marzo de 1978. El móvil de la acción terrorista fue impedir que el líder progresista sellara ese día en el Congreso un acuerdo con los comunistas, pero lo que más temían las poderosas fuerzas que operaban en las sombras era que la comunidad internacional pudiera alimentar la expectativa de un pacto de gobernabilidad entre las dos principales formaciones políticas italianas del siglo xx.
En Chile aquel acuerdo había fracasado, primero con Tomic y después con Allende. La dictadura que resultó de dicho fracaso no sólo trajo consigo una dolorosa secuela de vidas tronchadas y profundos sufrimientos humanos, como los que en estas amargas horas nos recuerda Punta Peuco, sino una violencia represiva cuyo principal objetivo fue impedir la reedición del compromesso storico querido y promovido por Aldo Moro y Enrico Berlinguer.
Los crímenes de Eduardo Frei Montalva y Tucapel Jiménez, líderes indiscutidos de la oposición al régimen civil militar, siguen siendo el obsceno y conmovedor testimonio de aquella fallida obsesión. Frustrada obcecación, porque la represión nunca pudo desactivar la colaboración entre comunistas y democristianos que se dio durante esos años de movilización social y política, aunque los propagandistas acaben concediéndole los méritos a los spots de alguna agencia publicitaria.
Moro es emblema de las luchas democráticas y populares. Por eso, es premonitorio el sentido geopolítico que sus captores decidieron darle a su sacrificio. Tras 55 días de cautiverio, el cadáver de Moro apareció abandonado dentro de un auto en el centro de Roma, en un punto equidistante de las sedes de la Democracia Cristiana y el Partido Comunista, como para demarcar la frontera entre el eje socialista y el occidente capitalista, como para fortificar el muro de la vergüenza que separaba a ambos mundos, como para estigmatizar, o tal vez cicatrizar, las profundas brechas abiertas por la Guerra Fría de la que nuestros pueblos eran entonces víctimas.
Moro es signo de unidad. Es clave de bóveda que reúne y sustenta los pilares ideológicos y políticos por donde se elevan los sueños de la centroizquierda. Moro es tributario de la primera república italiana que emerge tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y que, sin embargo, se apaga luego de su asesinato. Una sociedad que, fundada en el trabajo, pudo impactar sobre el amanecer de los derechos económicos y sociales en Chile. Un Estado que, nacido de la Resistencia, se define hasta nuestros días como uno antifascista.
Moro piensa que «las clases largamente excluidas han ingresado como titulares plenos de derechos en la vida del Estado». Cree que «grandes multitudes lideradas por los partidos, los sindicatos, las organizaciones sociales, hoy garantizan ese Estado que un día vieron con hostilidad como un opresor irreductible». Tiene la convicción de que esta lucha es «el mérito de la Resistencia, un movimiento que se ha movido en el sentido de la historia, poniendo la opresión antidemocrática al margen y dando cabida a las fuerzas emergentes y vivas de la nueva sociedad».
Cuando Moro afirma esto, 1975, está aquilatando la eficacia del camino recorrido. Está confiando en el compromiso de democratacristianos y comunistas, pese al abismo político, ideológico, económico, militar y tecnológico que separa a las grandes potencias, y que oprime como lápida sobre la voluntad de diálogo. Frente a este averno, por cierto, ni las actuales fricciones con el castrismo, ni las censuras al chavismo, empleadas como excusa para vulnerar la unidad de la centroizquierda chilena, tienen algún parangón. No al menos con las tensiones y conflictos que en su tiempo hubieron de desafiar Moro y Berlinguer para asegurar la gobernabilidad democrática de Italia.
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Moro y Berlinguer actuaron con realismo político. En un gesto mínimo, pero significativo, acaba de hacerlo la centroizquierda al conformar las mesas de la Cámara de Diputados y del Senado. Sin duda, un buen comienzo que, en modo alguno, garantiza un buen final, pues la mayor amenaza a un proyecto de gobernabilidad de la centroizquierda está latente y proviene del ultranacionalismo, del populismo y de la combinación de ambos.
Son estos riesgos los que han llevado a democratacristianos y socialdemócratas a formar una gran coalición en Alemania, en contraste con Italia que, sumida en la irresolución de sus tres tercios, se encamina hacia la tercera república.
En septiembre la CDU perdió 55 escaños, marcando su peor resultado electoral desde 1949, al igual que en noviembre la DC descendió a su nivel más bajo desde 1957 al elegir 14 de los 155 asientos de la Cámara de Diputados. Por su parte, el SPD apenas consiguió el 20 por ciento de los votos, perdiendo, como el PPD y el PS chilenos, un número considerable de escaños.
Tanto la CDU como el SPD se han levantado y han seguido adelante, aunque forzando la renuncia de las mesas directivas responsables de sus derrotas. Desde febrero la CDU es conducida por una progresista, Annegret Kramp-Karrenbauer, que cuenta con el respaldo del 97 por ciento de su partido, mientras que en el SPD ha triunfado por dos tercios el apoyo al programa de reformas.
El realismo político, sostenía Norbert Lechner —contemporáneo de otros precursores de la sociología chilena, como Manuel Antonio Garretón, Tomás Moulián y Enzo Faletto— se reduce a una cuestión de tiempo. De cómo adecuemos los plazos a las metas, depende el éxito del ejercicio democrático del poder. La acción política no puede exponerse al calor de la utopía, sino a riesgo de verse sofocada por el idealismo, ni alejarse de los sueños colectivos sin correr el peligro de acabar entumecida en las aguas del cosismo.
Sin embargo, a la hora de las derrotas, cuando salvar lo que queda de rescatable es lo más importante y cuando el aturdimiento es tal que no da chances para pensar el rediseño, estos equilibrios suelen verse reprimidos u omitidos. Entonces, como ha ocurrido tras la derrota electoral del 2017, se pierde el sentido de la realidad y empieza a dominar la escena cierta actitud de fuga. Se cargan las culpas sobre los aliados, e incluso sobre algunos de la propia familia. Hay resistencia a seguir unidos y parece más cómodo andar solo, al menos mientras no se ven los frutos de las nuevas amistades cultivadas. Y, en el sumun, buscando afirmar el espíritu de cuerpo y la moral de grupo, se inventan amenazas fantasmas, como aquella del virtual retorno de Bachelet a La Moneda.
Pero el problema sigue siendo una cuestión de tiempo. La derecha gobernará durante los próximos cuatro años, aunque quiere que se crea que puede hacerlo hasta mediados de siglo. Dentro de dos años, el 2020, por primera vez se elegirán gobernadores regionales, algo que sucederá a la par de los comicios de alcaldes y concejales. Al año siguiente, con el mismo naipe barajado, se jugarán los escaños de la Cámara y del Senado, junto al premio mayor: el sillón presidencial.
Esos son los plazos que tiene la centroizquierda para rearmarse, formar una coalición mayoritaria y dar gobierno. Donde lo más importante será garantizar gobernabilidad, o sea, concitar y mantener el apoyo de la ciudadanía, de la opinión pública y de las fuerzas sociales organizadas.