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Sobre la crisis del Instituto Nacional: la “izquierda whisky” contra la meritocracia y la selección Opinión

Sobre la crisis del Instituto Nacional: la “izquierda whisky” contra la meritocracia y la selección

Cristian Salgado G.
Por : Cristian Salgado G. Psicólogo Clínico, licenciado en Psicología. Licenciado en Medicina. Universidad de Chile.
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Soy institutano ex-alumno, generación del 99. Con profunda pena he visto cómo por estos días la grave crisis que soporta nuestro colegio está destruyendo, me atrevo a decir, las bases mismas de su ser institucional, la quema del estandarte histórico es síntoma inequívoco de ello. Mi experiencia como alumno, como la de muchos en el instituto no fue fácil, me tocó sufrir un Instituto Nacional del Chile post-dictadura, en el que muchos resabios de un tiempo oscuro aún permanecían vivos en las formas de convivencia interna del colegio. Esto dejó en mí, como en muchos de mis compañeros, una marca que nos acompaña hasta hoy y que se traduce en un carácter algo gris y melancólico, y en un afán casi obsesivo por la virtud en el hacer. Por un lado el colegio nos dió una riqueza cultural e intelectual única, pero por otro, nos dejó con carencias afectivas y emocionales que hemos debido superar con el tiempo. Esto aparece con frecuencia en las conversaciones con ex-compañeros, y creo que es algo corriente en muchos, que por un lado agradecen la posibilidad de haberse formado en el colegio, pero por otra parte, guardan una sensación de tristeza y amargura cuando recuerdan los días en sus aulas. Con el tiempo, la mayor parte de los compañeros ingresamos a estudiar carreras de excelencia en buenas universidades gracias a la instrucción que nos entregó el colegio, pero también sufrimos las consecuencias en nuestras vidas del rigor y precariedad en la que nos formamos.

Durante los años 2000, me tocó participar siendo ya ex-alumno, como universitario apoyando y compartiendo con los estudiantes en la revolución pingüina, que por primera vez en un tiempo largo sacudía de raíz al país, cuestionando el modelo social y económico instalado por la dictadura y sostenido y profundizado por los gobiernos de la Concertación o “Nueva Mayoría”. No es extraño que el rol del Instituto Nacional haya sido fundamental en esa revolución que finalmente terminó ahogada y traicionada por Bachelet. Me di cuenta de que esos institutanos con quienes me tocó compartir, sin duda alguna acusaban el mismo malestar que nos tocó experimentar a otros antes. Un malestar que, entre otras cosas, era el resultado de una educación pública destruida, donde el neoliberalismo había llegado para privatizarlo todo. Y es que lo que les tocaba vivir a esos institutanos no era mejor que lo vivido en mi época. La educación escolar pública municipalizada sin el apoyo curricular, administrativo y económico del que gozó con anterioridad, profundizó su caída y ello transcurrió paralelamente y de manera concertada, con el avance en la privatización de los colegios, que se profundizó de manera subrepticia de la mano del sistema de voucher, ensayado con anterioridad en E.E.U.U. por la familia DeVos, la misma de la secretaria de educación de Trump, dueños también de los funestos mercenarios de guerra “Blackwater”. Esta instalación de colegios particulares-subvencionados no impactó de forma alguna en la mejora de la calidad de la enseñanza, pero sí logró una transferencia de fondos por matrículas y aranceles enorme desde el estado a particulares, a quienes sintomáticamente unos años atrás el ministro Insulza, vocero de gobierno de Bachelet, (ambos “socialistas reformados”), les pedía casi de rodillas que “por favor” ocuparan esos recursos de «buena manera». La ley LOCE, dejada por la dictadura de Pinochet, en el ámbito educativo superior permitía crear una universidad casi sin exigencias académicas, y con tan sólo unas pocas de tipo administrativo-económicas. Fueron así apareciendo una tras otra, universidades privadas al modo de las callampas después de la lluvia, que terminaron por convertir a la educación en un verdadero “mercado”, del que se esperaba también “regulara” por sí solo este frenesí lucrativo. Desde luego eso no ocurrió, pero lo que sí sucedió fue que este nuevo instalado “mercado” impactó en el aumento del endeudamiento, la deserción estudiantil, la cesantía y el deterioro de las condiciones de trabajo y los sueldos, dada la saturación del espacio laboral con profesionales en sobre-abundancia, oferta más que conveniente para los empleadores y dueños del capital. Se inventaron artimañas de todo tipo para justificar esta imposición ideológica en lo universitario: como los conceptos a la “chilensis” de “universidad simple” y “compleja”, para enmascarar la transformación fraudulenta de institutos profesionales o técnicos en “universidades”, y permitir la creación de otras tantas que no desarrollaban investigación ni generaban conocimiento; o la idea de que lo “público” quedaba también dentro del ámbito del quehacer de las instituciones educacionales privadas, dado que ellas creaban profesionales con un rol “público” que servían a la sociedad. Esto les permitió a estas universidades hacerse así de los dineros del estado, de todos los chilenos, de forma directa entrando a competir por los fondos estatales de proyectos en investigación, posgrados, y en la reciente incorporación de estas empresas privadas a la «gratuidad». Muchos académicos y profesionales de universidades tradicionales migraron a instalarse, ganándose títulos de nobleza y una suculenta recompensa económica, en instituciones creadas a la medida de una oferta comercial conveniente. La firma a este “elogio a la locura” (como también a la Constitución de Pinochet), se la puso un “ex-institutano”, Ricardo Lagos, quien crea el CAE, que permite la explosión de las matrículas a la demencial cifra actual de 1.200.000 matriculados en instituciones de educación superior, y de paso el endeudamiento de por vida de cientos de miles de chilenos. Todo lo anterior con la participación y anuencia de muchos chilenos que a veces sin oportunidad alguna, pero otras tantas desde un arribismo ciego, quisieron en el mercado encontrar, los primeros lo que el estado les negaba, y los segundos aquello que “Salamanca non presta”. El resultado fue una educación mercantilizada a rabiar, que dejaba más contenta que nunca a la aristocracia chilensis. Piñera, quien haciendo campaña para su primer período señalara en un programa televisivo que él veía a Chile como “una gran empresa”, no le hizo asco a reafirmar su idea de que la educación era un “bien de mercado”, como lo creía también de la salud o las pensiones, áreas en las que él mismo participaba siendo accionista de la Clínica las Condes y de la AFP Plan Vital.

[cita tipo=»destaque»]El Instituto Nacional es víctima de la caída del sistema educacional chileno en su conjunto, de la transformación ideológica brutal hacia un modelo de mercado fruto de la dictadura y de 30 años de gobiernos que han hecho que los recursos vayan con prioridad a privados, acorralando y asfixiando a los chilenos más necesitados en un sistema público quebrado, de los cuales los institutanos son sólo una muestra más.[/cita]

El ominoso contexto reseñado más arriba nos permite entender el malestar, el desánimo y el agotamiento de nuestros jóvenes, y en particular de los institutanos, quienes se vieron presos de un modelo que les cerraba todas las puertas posibles, a la vez que les exigía un esfuerzo, dedicación y compromiso enormes.

En cuanto a lo académico, para nosotros 20 años atrás, la exigencia del colegio era tal que se convertía en un impedimento para entrar a la universidad. Con la PAA en vigencia, las notas bajas relativas que nos ponía el colegio nos hacía una tarea titánica el rendir de manera excepcional tanto en los estudios como en estas pruebas, para compensar así en la ponderación final de postulación a la universidad. Aún así, figuraba el Instituto encabezando las listas de matriculados en la Universidad de Chile, USACH y Católica. Pero, la instalación de la PSU, del NEM y del Ranking vino a sepultar definitivamente las aspiraciones de los institutanos de entrar a una buena universidad, cargándolos con un peso adicional infranqueable. Resultaba ahora que un estudiante “bueno” de un colegio con la menor exigencia, obtenía 850 puntos para el 40% de su ponderación a la universidad, dejando fuera a cualquier institutano que tuviera una preparación, talento y capacidades superiores. Esto resultó en una emigración enorme de estudiantes de enseñanza media del Nacional a otros colegios, con el fin de no verse perjudicados por las notas, lo que llevó a la pérdida de la excelencia del colegio. Estudiando los datos duros de esta realidad, un grupo de académicos de la facultad de Medicina y otras de la Universidad de Chile concluyeron que el NEM y el ranking son predictores negativos de buen rendimiento estudiantil, esto al estudiar la preponderancia diferencial mayor en el puntaje final de cada alumno por NEM y ranking vs PSU, en relación a su rendimiento en los primeros años de universidad. La relación se daba de manera inversa, es decir, mientras más pesaba el NEM y el Ranking en el puntaje de ingreso a la universidad, peor le iba a ese estudiante en rendimiento en notas. Se estudió esto también en otro aspecto, la admisión por mecanismos especiales socio-económicos en la Facultad de Ciencias Sociales de la Chile, y el resultado fue concluyente: un punto entero del promedio final (notas de 1.0 a 7.0) menor en rendimiento anual tenían los estudiantes ingresados por mecanismos de selección alternativos versus los ingresados regularmente vía PSU. Solo con una asistencia especializada con inversión en tutorías, ayudantías, disminución relativa por ajuste de grupo en la exigencia de nota (“ajuste de escalas”), mayor cantidad de evaluaciones grupales, y un esfuerzo y sacrificio adicional enorme de los estudiantes, en la USACH se demostró que podía lograrse la igualdad en rendimiento. Pero, como me señalaba un profesor de esa casa de estudios, ¿y si se le da esa misma preocupación y preparación a los que ingresan por preponderancia de PSU, a qué nivel podrían llegar?; ¿Y el desgaste psíquico, las depresiones y deserciones, el gasto de tiempo y de recursos sumados para esa equiparidad, no cuentan?; ¿Lo que no logró un estudiante en 18 años de formación vital, puede dárselo la universidad en 2 o 3? El tiempo pasa, la base del pensamiento lógico formal y las ventanas críticas de aprendizaje moduladas de manera óptima diferencialmente en períodos tempranos de la vida (o no) tienen repercusiones irreversibles; el que parte la carrera 18 antes, no será alcanzado por el que parte 18 años después. El problema de la selección por SAE va en la misma dirección. Se controla un número de variables distintas al rendimiento académico, y se “seleccionan” estudiantes para cada colegio, resultando en la azarosidad o no selección por rendimiento, esto lleva a una “homogeneización” artificial, eliminándose las diferencias entre estudiantes en rendimiento a la fuerza, con la esperanza insensata de que ello acabe en el largo plazo con las injusticias socio-económicas que trae el estudiante de su casa, y obligando de paso al estudiante “bueno”, que no sería nada más que un “privilegiado socioeconómico”, (menudo privilegiado es el institutano que pertenece a un colegio con un 85% de vulnerabilidad socio-económica) a ir al ritmo de la masa. Esto busca “ex-profeso” el término definitivo de los colegios de excelencia académica, por considerar su existencia una «injusticia» para quien no puede ingresar a estos, y no sería sorprendente que en el futuro lo pretenda también con las universidades de excelencia. Demás está decir que estos resultados observados no debieran sorprender a nadie, son lógicos y coherentes con la ideología implícita en el diseño mismo de este nuevo sistema de selección, que observa variables diversas al rendimiento académico para incorporar estudiantes a los planteles. Pero, frente a este panorama que pareciera ser de una injusticia e insensatez mayor, y casi una persecución ideológica contra los estudiantes de clases medias y bajas de excelencia como lo fueron los institutanos, surge la pregunta: ¿por qué se insiste desde la izquierda con tanto afán en la eliminación de la selección en los colegios?

La respuesta a la pregunta anterior es compleja, está intrínsecamente vinculada con el fenómeno social de los “capuchas” del Nacional, y se inscribe en el ámbito mayor de un descontento social larvado, sostenido y sin respuesta por parte de la sociedad chilena en su conjunto. El contexto chileno es violento para el sujeto común, y se da dentro de una sociedad fundada en el egoísmo y el narcisismo: con colegios y universidades privatizadas, donde, o se paga o se asume el fracaso académico y profesional (aunque no se garantiza éxito), endeudando a los padres o a los propios estudiantes de por vida con mecanismos como el CAE o el fondo solidario; bienes y servicios en manos de transnacionales usurpadoras y usureras (autopistas concesionadas, sanitarias, eléctricas, telefónicas, retail, etc); recursos naturales entregados a un puñado de particulares nacionales y extranjeros: mineras, forestales y pesqueras; una salud pública en crisis con listas de espera interminables, infraestructura insuficiente, sueldos de miseria, y por otro lado con Isapres, empresas que hacen negocio desde el “gambling” del no dar salud; con un sistema de las AFPs que entregan pensiones de miseria de $120.000 en promedio, declarándose así indiferentes con los viejos, diciéndoles: “Ud se rasca con sus propias uñas, acá no hay espacio para la solidaridad”; y con una realidad socio-económica que como revela el análisis de la última encuesta CASEN, tiene al 74% de los chilenos ganando menos de $500.000, y al 54% menos de $350.000. Un país fundado en una Constitución e institucionalidad agresivas, impuestas con metralleta en mano, que expropia, explota y abusa del ciudadano común, no puede sino resultar en sujetos que se vivencian a sí mismos como inmersos en esa violencia desde la desesperanza, el desamparo, la frustración y finalmente la rabia. De ahí que haya que observar con cuidado a estos grupos de chicos que se han movilizado a destruir el Nacional, y comprender que lo que ellos intentan no está motivado por la ingenuidad y el atropello de la adolescencia, por la insensatez y el descontrol de un grupo de “inadaptados”, sino por algo mucho más profundo y radical, por un hastío total y definitivo con el modelo económico y social que les toca respirar, pero lamentablemente, que en la forma y el fondo de su actuar lleva en su núcleo ideológico los mismos vicios que del modelo han aprendido. Para ellos no se trata solo de quemar emblemas por destruir y generar bullicio, sino que se trata, desde la superioridad narcisística de su juicio personal y de quienes los asisten ideológicamente, de dar fin a una institucionalidad chilena que perciben como viciada, corrupta y agresiva, de golpe y arrasando con todo.

La idea de la PSU, del ranking, del NEM y del SAE, surge de un paulatino y reciente “cambio” ideológico, como respuesta a este malestar que los chilenos venimos percibiendo de un modelo que agota sus posibilidades de dar bienestar a sus integrantes. Este malestar germinó visiblemente en la revolución de los pingüinos y creció para instalarse en estudiantes y académicos de universidades como la USACH y la U. de Chile, en una ideología que incorporó la crítica al modelo actual, pero que no logró tener éxito en su desembarazo de las ideas nucleares del mismo. Desde la constatación de la inequidad en el acceso a la educación de calidad en todos los niveles, comenzó a cuestionarse la justicia de los mecanismos de acceso existentes. Diversos estudios observaron una correlación directa entre rendimiento estudiantil y condición socioeconómica, cuestión que motivó a algunos a plantear que la razón fundamental y casi exclusiva por la que un estudiante termina siendo mejor académicamente que otro es la cuestión socio-económica, dejando de lado cualquier otra consideración como la biológica, o el esfuerzo y dedicación asumido libremente por las familias y los estudiantes. Este discurso plausible pero sobre todo populista proviene de una izquierda “whisky”, “burguesa” dirán los más vetustos, que se instaló en las universidades haciendo aspavientos de su compromiso con lo social pero que envidiosamente no pudo renunciar a su mentalidad hegemónica de clase. Esta izquierda mal comprendió los conceptos de igualdad y de equidad, y pretende defender al pobre, homosexual, mapuche, transgénero, etc., desde su tribuna universitaria, que sí es de un verdadero privilegio socioeconómico y de poder, enclaustrada en grupúsculos de intelligentsias afanosamente atareadas con la defensa puramente teórica de una sociedad fantaseada donde los actores principales parecieran ser aquellos pocos de ciertas minorías de su interés. Esta izquierda enraiza su pensar en buena parte en un tipo de ciencias sociales de la «posmodernidad», que niega y sigue negando de manera recalcitrante e incoherente la existencia de determinaciones biológicas genético-evolutivas, mientras se engancha con todo entusiasmo en las determinaciones socio-culturales, las que supone de paso, resultado único y exclusivo de acuerdos, o más frecuentemente de imposiciones sociales, que tienen su base de estudio teórica en su caballito de batalla más regalón: la «construcción social». Estos “constructos sociales” vienen a convertirse en la panacea de toda perspectiva que pretenda comprender el mundo, y que como construcciones “puramente” humanas, serían modificables a gusto en tanto los seres humanos nos pongamos de acuerdo o no, a hacerlo. De manera absurda, estas perspectivas muchas veces defienden una epistemología resucitada por este posmodernismo mal entendido, de la imposibilidad del conocer cierto, implicando la negación de la ciencia misma como capaz de generar conocimiento verdadero, y relegándola a la categoría de “un discurso más”, tan válido como cualquier otro. De lo anterior se desprende que frente al problema de si además de lo socio-económico existen variables determinantes de cualidades o características diferenciales genéticamente inscritas en los seres humanos, responden estos cientistas sociales y expertos en educación, muchas veces que NO (!!!), y otras, que de existir, no tendrían ellas un peso significativo. Se sigue así y se comprende mejor que la guerra contra la “meritocracia” emprendida por estos grupos, viene de su obstinación con una ideología que manda que no solo no hay nada determinado por lo biológico, sino que necia y contradictoriamente, todo depende exclusivamente (¡determinísticamente!) de lo socio-cultural, donde el espacio para el esfuerzo, dedicación, empeño o responsabilidad personal no existen, o son irrelevantes. Todo esto en mi experiencia personal lo he palpado de primera fuente, tengo la fortuna o la desgracia quizá, de haber pertenecido a la Facultad de Medicina y también a la de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile. De mi paso por medicina aprendí genética, evolución y desarrollo humano, y observé cómo lo regular y determinístico biológico tiene un rol importantísimo en la configuración final de cada sujeto; y de mi paso por Ciencias Sociales, aprendí la relevancia de lo socio-cultural y de lo histórico en la aparición de los fenómenos particulares y grupales humanos. Pero, lamentablemente aprendí también en esa última facultad de parte de algunos «iluminados» que lo «biológico» no es sino un «discurso hegemónico”, enraizado en una «ciencia» que es fascista, machista y patriarcal (!). Estas ideas volcadas casi con fanatismo en el estudiantado de esa facultad, llevaban en el extremo a cuestiones descabelladas como estudiantes movilizados para quitar el ramo de neurociencias o el de aprendizaje conductual; o para criticar al ramo de estadística por enseñar conceptos como el de “normalidad” al ser éstas materias que buscarían someter e inculcar ideologías hegemónicas a la población. Este tipo de “ciencias sociales», irracional y fascistamente inculca en los estudiantes un escepticismo vacío, que en la «deconstrucción» casi deportiva de todo cuanto se pueda, los lleva a la des-estructuración, el sin-sentido, la paranoia, y a la larga a la rabia y la amargura.

En esto que describo está en mi parecer el núcleo profundo del problema actual del Instituto Nacional. El espíritu de nuestros jóvenes está impregnándose paulatinamente de un escepticismo, subjetivismo y relativismo radical, como frutos estériles de las reflexiones que se están dando en las universidades, desde un nihilismo pesimista negador de toda posibilidad humana del conocer cierto, más allá del de la tincada personal de cada quien, que termina siendo la que en última instancia ocupa el lugar que pertenece a la Verdad. Pero esta mediocridad desestructurante tiene un fondo valórico. Este posmodernismo trasnochado no es sino el correlato de la instalación de un modelo social y económico egoísta, egocentrista, envidioso, arribista y narcisista, que le dice a cada sujeto que su opinión es LA verdad, y que todo lo que él quiera o desee lo merece conseguir por el solo hecho de tener una individualidad como ser humano, mientras que por consecuencia, los otros no deben (¡y hay que impedirlo a toda costa!) tener nunca más talentos, capacidades o habilidades que él, él debe ser el único “winner”. Esta ideología implícita en las economías neoliberales o más correctamente «Made in USA», está anclada no sólo en la derecha chilena, pero también trágicamente hoy en esta “izquierda whisky”, que dice hipócritamente querer que nadie resalte o esté sobre otros (excepción hecha, ellos mismos), o lo que es lo mismo, que todos tengan el derecho inalienable a ser winners.

Los académicos y “pensadores” de esta izquierda de algunas universidades y los políticos afines, enarbolando sin vergüenza alguna las banderas de la igualdad, fraternidad y libertad, que en otro tiempo fueron izadas por chilenos comprometidos y consecuentes, han salido torpe e infantilmente a sustentar y defender este nuevo paradigma ideológico hipersensible, “inclusiv(e)”, ciego y superficial, provocado por la reacción a la crisis del modelo socioeconómico neoliberal globalizado, pero paradójicamente, en su inconsciente más profundo movido por la misma ideología implícita en el modelo, totalmente contraria a los principios que dicen defender. Desde ese marco aparece la mal articulada crítica a las elites y a la meritocracia. La idea de que toda élite del tipo que sea es un mal, viene de la errónea asunción de que todas éstas encierran un vicio en su ser como “construcción social”, no siendo nunca fruto de los procesos genéticos inherentes a lo humano o del esfuerzo, compromiso y dedicación libremente asumidos. Pero nada más lejos de la realidad: los procesos biológicos evolutivos han sido capaces de producir en conjunto con las variables ambientales (socio-culturales) fenotipos específicos en los seres humanos, caracteres diversos en cada sujeto de la especie; en cada grupo social, ciertos caracteres son más deseables que otros (variando esto relativamente inter-grupos); y no todo sujeto expresa todo fenotipo; por tanto, de lo anterior es inevitable que cada grupo humano, cuando se presente una tarea grupal, termine por seleccionar sea por gusto o idoneidad a ciertos sujetos que destaquen en ciertos roles, para ellos. Esta selección varía intersocietariamente, y tiene como objetivo un Bien (no un mal, como se ha querido creer) para el grupo. Si un sujeto tiene un fenotipo ventajoso relativo para las matemáticas, es conveniente para el grupo que ese sujeto sea apoyado y que se le brinde la posibilidad de explotar sus condiciones para el bien de todos, es deseable que se convierta en ingeniero o físico, por ejemplo; pero si un sujeto que anda a patadas con los números quiere ser ingeniero, no es virtuoso que se le permita serlo solo por su deseo egoísta, apoyándose neciamente en la defensa de sus derechos y dignidad. Ahí está el núcleo del error de quienes defienden la no-selección, en su ignorancia ideológicamente ex profesa de los avances y conocimientos en ciencias biológicas, antropológicas y médicas. Podríamos plantearlo en forma sencilla: asumen ellos que todo ser humano puede exitosamente ser lo que quiera si así lo desea, y aún más, que merece y tiene el derecho a serlo por el solo hecho de tener “dignidad”, es decir, pues merece “respeto”. Pero la realidad les pega un portazo en la cara, y ese ingeniero que paga por estudiar en una universidad de dudosa calaña, construirá luego puentes que se caen, creando un mal para la sociedad en su conjunto. Un sujeto que sea admitido en el Instituto Nacional apelando sólo a su derecho por dignidad, no se convertirá en un alumno de excelencia por sentarse en un banco ocupado por otros que sí lo son, más bien ocurrirá lo contrario en la normalización de esa regla, el colegio dejará de ser de excelencia, como en efecto ya ha ocurrido. Toda institución de excelencia, un colegio, una universidad, una empresa, un club deportivo, una grupo de artesanos, etc, lo es en tanto todos y cada uno de sus miembros que lo componen lo son también. Eliminar la selección equivale a renunciar a las elites por virtud, y renunciar a las elites significa condenar este país a la mediocridad total, a un gris homogéneo donde ciertamente nadie sufrirá el estigma de su mediocridad, pero en donde tampoco habrá genios, creativos, intelectuales de peso, ni luz alguna. Será la instalación de la envidia y la desconfianza en el otro como política de estado. La meritocracia ha sido denostada al punto de negar su virtud aún cuando aparezca como resultado del esfuerzo, cariño y dedicación de sujetos y sus familias, en pos de dar manotazos de ahogado contra la acumulación por billetes, que es la “meritocracia” viciosa que verdaderamente debieran estar atacando. Pero, la no-selección viene a instalarse para los pobres, no para los ricos, agudizando aún más el problema. Un chico corriente de la Florida o Maipú, con un talento o capacidad innata, esforzado y comprometido quedará ahora condenado o a entrar a un colegio particular si quiere optar a una educación de excelencia, o a perderse en un colegio cualquiera como el A-0. Los datos ya están mostrando que los institutanos, lastarrinos o javierinas están quedando cada vez más fuera de las universidades tradicionales. Se trata todo esto de un ataque artero contra lo último que quedaba de educación pública de calidad en Chile, y de un golpe brutal que condenará sin remedio a la mayoría del pueblo a la ignorancia, pobreza y retraso definitivos.

Hay que entender la quema de nuestro estandarte histórico no solo como un acto irracional y vandálico, sino como la intención real de destruir el Instituto Nacional en su esencia y como lo hemos conocido siempre, como un símbolo del país, por grupos hastiados del modelo, pero que paradójicamente son frutos del mismo, que actúan desde una ideología fascista cuyo origen está viciosamente enquistado en nuestras universidades, en académicos y políticos de esta nueva “izquierda whisky”, que superficial, acomodaticia y traidoramente han incorporado en sus genes (y en sus bolsillos) el espíritu neoliberal, y que contradictoriamente y haciendo caso omiso de los hechos observados, insertan artefactos ideológicos, verdaderas “construcciones sociales” disonantes con la realidad, en la opinión pública y en los más jóvenes, moviendo el eje hacía sus propios intereses mal llamados “progresistas”.

El institutano es el espíritu del Nacional, “Labor Omnia Vincit” reza el lema de nuestro colegio, con institutanos que no sientan que la dignidad y los derechos humanos son elementos que exigen a cambio esfuerzo, dedicación y trabajo por los otros, el Instituto llegará lamentablemente a su fin. El problema del Nacional se resuelve con la erradicación definitiva del modelo de mercado en la mente de quienes piensan la educación en Chile (sean de derecha, o de esta izquierda whisky), pues esa ideología niega la educación, y protege y fomenta el fraude a todo nivel. En su reemplazo, es necesario retomar el sentido de lo educativo desde lo académico universitario en su carácter más esencial, que no tiene que ver nuclearmente con la “movilidad social ” ( los que así lo creen se delatan a sí mismos como mercanchifles, ingenua e inconscientemente entusiastas del modelo), y mucho menos con ser un “bien de consumo”, sino con la creación de conocimiento relevante de carácter universal, con la discusión crítica y constructiva de la sociedad, que emerja desde élites intelectuales de todas las clases que puedan pensar un Chile distinto, mejor para todos sus ciudadanos. Cuando ese espíritu se re-instale en la universidad pública en Chile, se caerán por su propio peso el número desmedido e irracional de instituciones mal llamadas universitarias que existe hoy, y los profesionales serios y comprometidos que tuvo Chile en algún tiempo volverán, y podrán enseñar y guiar la constitución de un sistema escolar público fuerte, digno y de excelencia. Esa nueva educación podrá crear las bases de los cambios sociales concretos que acaben con las injusticias, pues contará en sus bases con voces de todas las capas sociales. Ni el Instituto Nacional, ni la Chile o la institución educativa que sea, haciendo ingresar en sus aulas a la fuerza a estudiantes poco preparados, o sin pan en sus mesas, resolverá el problema social grave que genera esas injusticias; es más, aquello sólo empeorará la situación. La familia disfuncional, la población con delincuencia, las carencias en salud mental, etc., no dejarán de existir cuando el chico se siente al lado de otros que tengan todas esas necesidades suplidas, peor aún, resultará esto no sólo en la frustración, resentimiento y fracaso de aquel, sino también en el largo plazo cuando la no selección sea la norma, en el aburrimiento, desmotivación y finalmente en la pérdida de los buenos estudiantes, lo que llevará a una caída a pique de la intelectualidad chilena en las clases pobres y medias, cuando el nivel de todo el sistema educacional chileno se desplome en una mediocridad uniformada nunca antes vista. Hay que transformar primero las condiciones sociales, para luego crear un sistema de acceso a los colegios y universidades más justo. Colegios como el Nacional o universidades como la Chile, pueden tomar a algunos de estos chicos con talento, condiciones intelectuales demostradas, esfuerzo, compromiso y dedicación, y darles la posibilidad de aprovecharlo para que con sus capacidades ayuden a transformar el país en beneficio de los suyos.

La igualdad y la equidad deben ser entendidas desde la dignidad y los derechos del ser humano en tanto ser humano, pero es una insensatez mayor pensar que esa igualdad y esa equidad son propiedades que emergen condicionadas por los aspectos de la existencia concreta físico-material de cada ser humano. No por tener el pelo amarillo o negro se tiene más o menos dignidad, lo mismo vale para la inteligencia, la belleza, o cualquier bien en general. Pero además, y en lo atingente a la discusión de la selección o no, tampoco se puede decir que aporte más o menos a la inteligencia genotípica el hecho de ser rico o pobre : prueba de ello no existe, pretender aquello sería entonces un clasismo discriminador antojadizo. Sin embargo, decir que dentro de un grupo cualquiera azaroso aparecen sujetos con un aporte genotípico en inteligencia mayor o menor que otros, dado que así es lo esperable para cualquier característica fenotípica humana, no inserta discriminación ideológica alguna, simplemente se trata de la observación de la realidad. Esto es lo que la izquierda whisky no ha querido o no ha llegado a comprender. El problema no pasa porque haya o no seres humanos más o menos dotados genéticamente del bien que sea, sino por qué hace ese individuo y la sociedad con esos bienes. La discusión de la importancia de lo socio cultural ha anulado la del aspecto biológico que tan importante es en la configuración final del sujeto. Esto ha ocurrido por un miedo a parecer “facho” o “conservador” al reconocer aquella porción determinística irremediable en todo proceso vivo que aparece en conjunto y complementariamente con las determinaciones sociales o ambientales, que resultan finalmente en la toma de decisiones (¿libres?) de cada individuo. Pero, en última instancia alguien talentoso en áreas académicas puede usar su potencial para instruirse y prepararse a un alto nivel, y entonces usar eso para servir a los otros. Creer que quien tiene más bienes en general solo puede abusar, es tener una actitud paranoica (o más bien envidiosa), lo que ha llevado a muchas de las actuales teorizaciones de estos “cientístas sociales” posmodernos al desastre. Hay que trabajar por cambiar la ideología implícita que hace equivaler la posesión de ciertos bienes, por ejemplo, del “ser universitario”, con la dignidad de los seres humanos. Todo trabajo y trabajador es digno, el médico y el camillero; el arquitecto y el albañil. Cuando se logre comprender este problema nuclear, la envidia y el chaqueteo dejarán paso a la alegría y el contento por las bondades ajenas.

El Instituto Nacional es víctima de la caída del sistema educacional chileno en su conjunto, de la transformación ideológica brutal hacia un modelo de mercado fruto de la dictadura y de 30 años de gobiernos que han hecho que los recursos vayan con prioridad a privados, acorralando y asfixiando a los chilenos más necesitados en un sistema público quebrado, de los cuales los institutanos son sólo una muestra más. Estos chicos “capucha” son el punto extremo de ese descontento sembrado por la violencia de un país construído en la injusticia, impuesta a sangre por la derecha, y sostenida por la codicia y comodidad de una izquierda, que como bien decía Redolés, el genial trovador chileno, se quedó en la lectura (fantasiosa) de «manuales de sociología en francés» y se olvidó completamente de la realidad, dejando de ver y de relacionarse con la gente de carne y hueso que sufre las consecuencias nefastas de sus políticas de «progres buena onda”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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