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El miedo al futuro en Chile Opinión

El miedo al futuro en Chile

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Rafael Sagredo
Por : Rafael Sagredo Profesor de Historia y Geografía, Pontificia Universidad Católica de Chile, 1984. Magister en Historia, El Colegio de México, 1997. Doctor en Historia, El Colegio de México, 2000
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En medio de la coyuntura que vivimos, en momentos de definiciones institucionales sobre la vida en comunidad, la Historia ofrece la posibilidad de ampliar nuestra mirada más allá de las circunstancias y conocer antecedentes que permitan comprender la forma en que algunos sectores de nuestra sociedad han enfrentado el cambio y el futuro.

En un intento por identificar y comprender algunas constantes en la historia de Chile, atenderemos a aquellas situaciones y motivaciones implícitas tras la actuación de los sujetos que dieron forma a la república entre 1810 y 1833. Señalando factores determinantes de sus políticas e instituciones, algunos de ellos en realidad, estados de ánimo, sensaciones, impresiones, angustias y sentimientos motivados por las experiencias propias y ajenas, las que muchas veces llevaron a las elites a proceder de manera poco coherente con las ideologías y principios republicanos que, otra noción persistente, siempre han declarado profesar.

Mencionaremos en particular el caso chileno, pero aludiendo también a otros estados latinoamericanos, cuya situación luego de 1810 también fue considerada como una referencia a tener presente al momento de dar forma al chileno.

La situación que cada una de las repúblicas proyectó sobre quienes las observaban compuso un conjunto de experiencias, cuando no advertencias, tanto para avanzar como para restringir la aplicación del ideario republicano y liberal que estuvo tras la acción y las políticas. Pues, en definitiva, el temor a la anarquía y el espectro de la subversión del orden condicionaron decisivamente el curso que tomaron los procesos de organización republicana encabezados por los sectores dirigentes.

En la recopilación que pretendía dar cuenta de la organización política republicana del país titulada Sesiones de los Cuerpos Legislativos de la República de Chile. 1811 a 1845, editada en 37 volúmenes por Valentín Letelier entre 1887 y 1908, el primer documento que se reproduce es el “Acta de la instalación de la primera junta de gobierno, en 18 de septiembre de 1810”. En el párrafo inicial del escrito se lee: “En la muy noble y leal ciudad de Santiago de Chile, a 18 de setiembre de 1810. El muy ilustre señor presidente y señores del cabildo, congregados con todos los jefes de todas las corporaciones, prelados de las comunidades religiosas y vecindario noble de la capital, en la sala del real consulado, dijeron: Que siendo el principal objeto del gobierno y del cuerpo representante de la patria el orden, quietud y tranquilidad pública, perturbada notablemente en medio de la incertidumbre acerca de las noticias de la metrópoli, que producían una divergencia peligrosa en las opiniones de los ciudadanos, se había adoptado el partido de conciliarlas a un punto de unidad, convocándolos al majestuoso congreso en que se hallaban reunidos, para consultar la mejor defensa del reino y sosiego común…”.

El texto es una elocuente representación de las preocupaciones y angustias que acecharon a las elites durante la época de la Independencia y organización nacional, y en realidad a lo largo de toda la existencia de Chile, y refleja no solo a quienes serían los protagonistas de la vida política e institucional, sobre todo los temores y miedos que les infundían, y todavía provocan, la incertidumbre, la discordia, la divergencia, el desorden y la inquietud públicos. En realidad cualquier perturbación del orden establecido, todo lo que pudiera contravenir los objetivos que entonces también se fijaron para el gobierno: “La paz inalterable y la seguridad permamente”. Propósitos que también pueden leerse como un medio de asegurar sus intereses y privilegios.

Las elites chilenas contemplaron con angustia doctrinas políticas, ideologías, estados de la sociedad y formas de organización político-institucional que estimaron riesgosas, todas detonantes de su verdadero gran terror, la inestabilidad, el desorden y la anarquía. La evocación que los hombres públicos de la época hicieron de hechos de un pasado que calificaron de peligroso, trágico, anárquico o violento, permiten identificar también las amenazas que los atemorizaron mientras levantaban la república y, además, explicar la solución que idearon para neutralizarlas.

Amenazas para la patria y la libertad

Desde 1810 hasta aproximadamente 1823, año de la abdicación de Bernardo O’Higgins e inicio de una sucesión de gobiernos débiles, amenazados constantemente por las asonadas, se consumó la Independencia nacional, proceso que se desarrolló en el campo de batalla, pero también en la esfera política creada por la situación que afectó a la monarquía española a partir de 1808.

En ese lapso, el orden y la tranquilidad públicas fueron algunas de las preocupaciones esenciales, tanto como la incertidumbre, las pasiones, las intrigas y la que se llamó “peligrosa” divergencia de opiniones motivada por las medidas aplicadas para enfrentar la situación. Todas apreciadas como amenazas para la libertad, la patria, la independencia, la causa de América, la salud pública, el Estado, la república, el gobierno y la existencia política del país, incluso, la nación, que son las nuevas realidades políticas y estados surgidos a raíz de la separación de España.

Los agentes que se identifican como posibles causas de los males son los sediciosos, los descontentos, las facciones, los contrarrevolucionarios, las bayonetas y la fuerza militar, todos los cuales podrían conducir a la opresión, la tiranía, las convulsiones sociales, la crisis, incluso la guerra civil.

 El pánico a la anarquía

Luego de la abrupta salida del poder de O’Higgins en enero de 1823, fue la junta gubernativa que asumió el mando la que llamó la atención sobre “las desgracias que amenazan a la patria”, entre ellas, y la principal, la “desunión”. Entonces fue que comenzaron a circular con cada vez más frecuencia conceptos que aludían a la “república indivisible”, al riesgo de su “disolución”, a la “desmembración” y anarquía, como también al más temido de los males, la separación de una o más provincias. Las mismas que habían encabezado la oposición al héroe de la Independencia, obligándolo a dimitir, dando inicio a una etapa que se prolongaría hasta fines de la década de 1820 en la que se sucedieron los gobiernos y caudillos, los proyectos e instituciones políticas, la mayor parte débiles e imposibles, incluso quiméricos.

Todo en medio de una situación de crisis política, económica y social, inestabilidad, vacío de poder, desorden e intranquilidad. Consecuencias del proceso de Independencia que, en el ámbito político, se reflejó en una lucha entre diversas facciones políticas apoyadas en cuerpos militares y, siempre, en representación del “interés general” y en defensa de la libertad y el orden.

Anuncios de peligros inminentes que amenazaban a la patria, a las personas y a los bienes, estimularon la aparición, desde por lo menos 1826 en adelante, de llamados a otorgar poderes extraordinarios al Ejecutivo para sofocar la anarquía, evitar peligrosas innovaciones, combatir las ideas peregrinas, eludir las intrigas y aplacar las pasiones.

 América, un mal ejemplo

Entre los que promovieron los cambios de política estuvo quien asumiría como líder de las fuerzas conservadoras en el Chile de 1829, Diego Portales. Su experiencia como comerciante en la Lima de los primeros años de la década de 1820, en medio de los desórdenes motivados por las alternativas políticas, explican también su inflexible actuación como autoridad años después. Al “terrible hombre de los hechos”, como se le llamó, sin duda le afectó lo que la historiografía peruana ha considerado una época de “crisis”, de militarismo y caudillismo, una sociedad devastada que sufrió años de desorden, de guerra, de “volatilidad política” y colapso económico provocado por el conflicto bélico asociado a la Independencia.

Esta experiencia llevó a Portales a escribir a su socio el 10 de febrero de 1822: “La situación aquí está complicada y los limeños revolucionados por los últimos sucesos. Como temo el desborde de esta gente descontentadiza de todo lo bueno, malo y regular, pedí al prefecto algunos soldados para resguardar la casa; y el gran carajo se negó diciendo que le faltaba fuerza. Espero que esta efervescencia pasará gracias a las medidas gubernativas dictadas ayer. Son débiles las autoridades, porque creen que la democracia es la licencia”. Conceptos que muestran su opción por el orden riguroso y el autoritarismo que lo hace posible.

Perú no fue la única representación negativa que utilizaron los organizadores chilenos. También México y, en realidad, cualquier caso que avalara sus concepciones sobre lo que debía ser la institucionalidad política nacional. En 1827, en una discusión que más adelante solo terminó por resolverse por las armas, México fue aludido como un pueblo, junto con Guatemala, «en espantosa anarquía”, y donde “el ciudadano no se pasea por las calles con seguridad”.

Así, no debe extrañar que las fuerzas que Portales aglutinó proclamaran la urgencia de tomar medidas enérgicas para restablecer la tranquilidad pública, contrarrestar la fuerza de las armas en constante actitud de sublevación, conservar la unidad y el orden del Estado, hacer frente a la incertidumbre y la sedición, evitar la ruina de la patria y restablecer la tranquilidad pública y la paz y, también, eludir una conflagración interna que, sin embargo, avizoraban como inevitable.

El restablecimiento del orden

En medio de una crisis política, económica, social e institucional que prácticamente todos los actores denunciaron, el país se precipitó hacia una guerra civil luego de “dieciocho años de sacrificios”, como escribió la Junta Provisional de Gobierno en enero de 1830 en una circular dirigida a los intendentes o gobernadores de las provincias, llamándolos, invitándolos, a sumarse a las iniciativas del gobierno provisorio destinadas a superar la crisis y lograr “el restablecimiento del orden y prosperidad de la nación”.

Representación de los vencedores respecto de lo ocurrido en Chile entonces, pero también reflejo del anhelo por estabilidad, orden y autoridad, el texto recordaba que la majestad de la ley y la vigencia de la Constitución eran el bien más preciado conquistado por los pueblos y ciudadanos, en particular, porque garantizaba su libertad. Logro que, sin embargo, se había visto amenazado por la existencia de un poder, el que se había combatido y derrotado, “al mismo tiempo débil e impotente”, resultado de “intrigas rastreras”, que no solo abusó de su autoridad, sino que puso en peligro la república y casi provocó la “ruina del Estado”.

Argumentando de una manera que desde entonces sería propia de quienes usurpan el poder en Chile, las nuevas autoridades aludieron en su invocación al peligro en que se encontraba la república, razón por la cual habían tenido que actuar, para contrarrestar los males y golpes crueles que la amenazaban. Criticando las formas políticas y los excesos a que había dado lugar la libertad, recordando los que presentaban como atropellos a la ley, expusieron los abusos, violencias e ilegalidades perpetradas por la que califican de minoría, es decir, las autoridades constitucionalmente elegidas. Todas fuentes de desgracias para “los pueblos”, que se vieron “puestos en la dura pero inevitable alternativa de reclamar sus derechos a costa de los últimos sacrificios, o comprar su quietud al mismo precio de su degradación absoluta, de la pérdida de sus libertades y de sus leyes y de su sujeción a las aspiraciones y caprichos liberticidas”.

Advirtiendo la Junta de Gobierno que, ante los males extraordinarios causados por los que se proclamaban “constitucionalistas”, como la fractura de la república y la falta de un orden legal y su consecuencia, “la carencia de un gobierno general”, el nuevo régimen no tenía más alternativa que aplicar remedios extraordinarios para “sacar al Estado de su acefalía y darle un gobierno general”, llamó a las provincias a sumarse a la tarea de “restablecer el orden y la prosperidad de la nación”, tomando “medidas prontas que restituyan a la Constitución su observancia”.

La postergación del futuro

Entre las medidas aplicadas por los vencedores de 1830, que incluyeron persecución y violencia contra las autoridades depuestas, estuvo la de convocar a una convención para reformar la Constitución. Elocuente es que se sostuviera que “en todas las administraciones pasadas hemos considerado la fuerza física como el principal apoyo de los gobiernos”, así como que se hicieran llamados a instaurar un “gobierno sólido” y una institucionalidad “sin riesgo de amenazar la tranquilidad del Estado”. En especial si se consideraba, advertían los convencionales, la facilidad con que la anarquía podía hacerse presente.

Fundados en lo que uno llamó “el espíritu de orden que anima la república”, procedieron a elaborar una nueva Constitución, la de 1833, que, basada en la denostada experiencia de los años precedentes, “no contenía principios de frenesí que la licencia acataba con ofensa de la justicia y con mengua de la verdadera libertad”, como se escribió en la prensa oficial una vez jurada la nueva Carta Fundamental.

La urgencia de establecer una administración sólida fue uno de los principales objetivos de los constituyentes, aunque también el asegurar la preeminencia política y social de la elite conservadora.

Así, y con la excusa de evitar la utilización del pueblo por parte de los “agitadores y malintencionados”, se aseguró, “se ha fabricado un dique contra el torrente de las conmociones de partido y apagar el ardor de una inmoderada libertad de cuyo choque debiera resultar precisamente una espantosa anarquía”.

Con la nueva norma constitucional, autoritaria, presidencialista, conservadora y aristocrática, que hizo del jefe de Estado un poder omnímodo, verdadero monarca bajo formas republicanas, cuyas atribuciones diluían la separación de poderes, las elites conservadoras terminaron dando forma decisiva a la república, manteniendo de paso el predominio de los que desde la Colonia ejercían el poder social y concentraban el poder económico. Su acción, no solo condenó el pasado, también modeló el futuro, intentando postergar su advenimiento al restringir la libertad.

Un futuro que desde 1810 en adelante, y aun en medio de los logros alcanzados, como la Independencia, la elite muchas veces avizoró amenazante, sobre todo por el miedo a la anarquía a la que creía que conducían los considerados excesos de la libertad. Una aprensión que, en la trayectoria de Chile, más de una vez, ha sido compartida por amplios sectores de la sociedad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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